martes, 9 de diciembre de 2008

Instrucciones para mirar por el ojo de la cerradura 2da (09)

Para mirar por el ojo de la cerradura debe seguir varios pasos. En primer lugar, debe elegir la puerta (y por ende la cerradura) a observar. No todas las cerraduras son para espiar y no todas son las puertas son para abrir. Su elección debe ser equilibrada, justa. Hay cerraduras que no deben ser miradas, puertas que no deben ser abiertas y sujetos que no deben ser espiados. Si de todas maneras quiere transgredir la privacidad de lo prohibido, proceda. Pero tenga en cuenta las siguientes recomendaciones.
Es probable que en el momento de ejecutar la acción sienta confusión, no se alarme, son la ética y la moral escandalizando la conciencia, solo basta unas palabras fuertes de sugestión para reprimirlas.
Luego, comience arrodillándose. Verá que no es difícil si su peso es adecuado y sus piernas flexibles. A diferencia de lo habitual, usted no debe apoyar las palmas de sus manos sobre la puerta. No debe tener contacto alguno con ella. Evite hacer el menor ruido, no olvide que el que está del otro lado no debe enterarse de su presencia. Arrime el ojo que usted quiera pero recuerde dejar el otro ojo abierto, debe estar atento y conciente del peligro que la acción supone. Si cierra los ojos podría arrepentirse.
Llegado hasta aquí observe lo que ha alimentado su curiosidad, pero no por mucho tiempo. Lo que esta viendo puede atraer sus sentidos y cautivar su espíritu. Si esto ocurre aléjese. Sin darse cuenta puede usted estar del otro lado de la puerta y la muerte ya no sería una incógnita.

El necio (14)

Eran las 10:30 y me tenía que ir corriendo. La profesora me había mandado a leer un cuento y no hacía a tiempo. Presumí que lo podía leer a la pasada en el colectivo, pero la historia me atrapó. Sin salida aparente tuve que adentrarme en el relato.
Desde la introducción todo fue un caos. Los protagonistas y personajes secundarios entretejían una compleja trama, cuyos hilos de amor encerado se extendían y enredaban con finas hebras de pasión rebelde. Todo estaba envuelto en viejos retazos de envidia y, si me descuidaba, perdía de vista alguna pelusa de odio. Inevitable, siempre fui algo miope.
Cuando todo parecía alisarse y creía poder zafar de esa urdimbre de palabras, la maraña introductoria se transformó en un gran nudo dramático. El desgraciado me sujetaba con fuerza pero no me sofocaba, me sostenía para que no cayera en una interpretación mediocre de la obra. En esa peligrosa red, las texturas que sobresalían me ayudaban a seguir el hilo conductor del argumento. Podía tocar la trágica suavidad de las caricias entre amigos, o sentir la conflictiva aspereza de los roces entre enemigos. Y así alcancé el auge del relato. Casi me desmayo. Entre el nudo y la altura, el aire escaseaba. Afortunadamente, cuando empecé a descender en la trama, pude aflojar el nudo de la historia, recuperar el aire y tejer más tranquilo.
Mañosa la persona que pensó en ese telar de hechos breves, el desenlace de la obra solo hizo que me enredara más. Yo quería tejer certezas y el autor entrelazó más dudas. Mi tejido empezaba a deshilacharse. Mis agujas perdieron su punto guía. Ya no encontraba lógica alguna en la trama.
Exhausto, tiré ese gran estambre ficticio por la ventana del colectivo.

Gato con dulce de leche (10)

Un notengomoneda camina por el cordón de la vereda y trae todos los domingos media docena de cañoncitos de dulce de leche. Aparece a las 9:00 en punto para ver la carrera de autos. Tomamos té con masitas por qué nos gusta parecernos a los ligeros, le digo. Se ríe tanto que me hace acordar a los mareados. Yo disfruto de su compañía.
El domingo siguiente el notengomoneda camina por el cordón de la vereda haciendo equilibrio con su media docena de facuras, pero se les caen y, como el pobre no ve bien, agarra media docena de gatos. Aparece a las 9:00 en punto para ver la carrera de autos. Me dice que se les cayeron las medialunas y pide perdón. Me da los gatos y entra como si nada. Tomamos te con masitas por que nunca me gustaron los cañoncitos de dulce de leche. Ahora disfruto de la compañía de los gatos.

Tarde a todas partes (18)

Rojo salsa. Rojo peligro. Rojo sangre. A Jorge le gusta contar. Le gusta combinar. Le gusta mezclar la salsa con la sangre. Le gusta mirar películas de acción y comer pizza, al mismo tiempo.
Es sábado. Es de noche. Es él solo en un primer piso pequeño y solitario. Prende la tele y encuentra un país del norte en guerra. Balas y trincheras. Tropas. Violencia explícita. El sabe de historia bélica lo que una paloma entiende de turismo carretera, pero si sabe que para completar el fetiche solo falta la pizza. Se da cuenta que la pizza no viene sola, debe pedirla. Marca los números con hambre pero no se desespera. El timbre suena y baja los quince escalones (previamente numerados por Jorge) que comunican su hogar con la puerta del edificio. Le abre al chico, que sostiene la pizza con su mano derecha, acalorado por la rutina laboral. Recibe el alimento y cierra la puerta. Se apresura para subir los quince escalones (no se quiere perder la película) pero la luz se apaga y Jorge se paraliza en el séptimo peldaño.
Pierde el sentido mas preciado. Sus pies, sucios y descalzos, se afirman en la fría superficie de cemento. La puerta de planta baja, única fuente de luz, se cierra y Jorge se encuentra en la oscuridad. Su mano derecha, tímida, busca ansiosamente la baranda, mientras que su mano izquierda juega a mantener el equilibrio con la pizza. Lentamente el pie izquierdo se alza al escalón siguiente, el octavo, buscando reanudar su trayectoria al departamento. El pie derecho lo acompaña, siempre un paso atrás. Uno, dos, logra avanzar hasta el noveno escalón sin problemas, pero repentinamente se topa con la pared. Una pared. Jorge se pregunta cual pared, se confunde, toda su vida hizo un solo recorrido, quince escalones y dos giros a la izquierda, no tenía registro de darse con una pared. Ante la ceguera y su incertidumbre, resuelve retroceder sus dos escalones, volviendo al punto inicial, el séptimo escalón. La situación lo incomoda. Sus manos están ocupadas y sus pies firmes en el séptimo escalón. Jorge, pragmático, decide cambiar de objetivo. Lo primordial no es llegar al primer piso, sino encontrar el interruptor de la luz, la falta de visión es su único obstáculo. Baja los siete escalones. Siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno y cero. Pero no llega a planta baja. Jorge no logra comprender el problema que se le presenta. Encuentra otra pared en lugar de la puerta de salida. Deja la pizza en el primer escalón, o lo que el creía que era el primer escalón. En el negro vacío, donde se encuentra, Jorge advierte la existencia de una curva. La escalera cambia de sentido, gira a la izquierda. Esta vez con su mano izquierda firme, sosteniéndose en la baranda, decide continuar bajando hasta encontrar ese destello rojo que lo salvaría de su ceguera. Para mantener su claridad busca un nuevo punto de partida, el punto cero, el escalón donde abandona la pizza. Y comienza una vez más a contar hacia abajo. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis y un nuevo giro hacia la izquierda. Se detiene. Las gotas de sudor caen de su sien. Sus ojos se humedecen pero no lloran. No entiende sus pasos. Tantea en el vacío, agita su mano izquierda sin suerte. Jadea. Sus rodillas empiezan a temblar. Duda de sus cuentas y su proceder metódico. Maldice la pizza y su situación. Pretende calmarse, trata de mantenerse lúcido en medio de las confusiones de cemento y cal. Pero ya es tarde. Decide, otra vez, volver al punto cero, donde se encuentra la pizza. Y una vez más hacia arriba. Giro a la izquierda, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno y dos. La pizza no está. Jadea. Duda de su memoria y continúa subiendo. Giro a la derecha. No es posible, Jorge piensa. Uno, dos y tantea con sus dos manos la pared que se alza ante él, buscando una explicación en eso que está inanimado, muerto. Su mente, en el borde que separa la cordura de la locura, no comprende su situación. Jadea. Se agita. Necesita ver algo. Un destello de luz, algo. La soledad lo angustia. Jadea. Sus pies tienen frío. Elige subir y solo subir, ya no importa, ya no cuenta. Su mano derecha vuelve a tomar la baranda, que junto con la sensación de frió cemento en los pies, es su única certeza.
Y sube. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve y cartón. Estampa su pie izquierdo en el cartón que cubre la pizza. Jadea. En vez de lamentarse por el hecho (o buscar explicación), decide sentarse en la escalera y disfrutar aunque sea un poco de la pizza. Jorge no ve ni tiene utensilios, pero eso no le impide darse el gusto de agregarle, a la suciedad de sus pies, un manto de grasa a sus dedos ya pegajosos. Jadea. Un momento de felicidad efímera, lejos de su departamento y de una salida aparente. Una, dos, tres, cuatro y basta. La comida sobra, pero Jorge está lleno. Sacio su hambre y recupero su aliento. Decide volver a su sistema contable. La última vez, hacia arriba. Ya no importa si está en el primero o en el catorceavo piso, si es un laberinto, si las escaleras se dirigen a su casa o hacia otro lugar. Con los ojos bien abiertos y las manos bien alertas empieza. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, giro hacia la derecha. Jadea. Seis, siete, ocho, nueve y giro hacia la izquierda. Jadea. Diez, once y pared. Una pared más. Jorge toca la pared, sus manos la sienten fría. Llora. Jadea. Llora desconsolado. Jorge está demasiado cansado.
Y se oye una voz. Una voz de mujer. Abajo. Un sonido casi imperceptible. La alegría lo da vuelta y la esperanza lo hace volver abajo. Rápido. Ve un destello de luz al final del laberinto de concreto. Rápido. Sus manos no están sujetas a ninguna baranda ni sienten paredes. Rápido. Sus pies están contentos. Rápido. Nueve, ocho, siete, seis y giro a la izquierda. Cinco, cuatro, tres, dos y la pizza. Jorge se resbala. El queso derretido se expande. Jadea. Los pies pierden equilibrio. Jadea. Las porciones se abren, se desgarran. Las manos se desesperan buscando un punto de apoyo. La salsa de tomate mancha su cara, su cuello. La mancha roja se desparrama, se expande. Se expande como las rosas en primavera. Se expande como el peligro cuando se corre sin medir consecuencias. Se expande como la sangre que fluye de una herida que no se puede cerrar.

Dieguitos y Mafaldas

En esta cabaña de mierda solo hay termitas. Paula no paraba de repetir esa frase. Joaquín trataba de calmarla, pero cada vez que se acercaba ella lo apartaba. Leo se reía por lo bajo y yo, Lucia, miraba al piso como apenada por la situación. La casa no era mía, pero la idea de escaparnos un fin de semana si. La casa era de Joaquín, el tonto se había olvidado de fumigar la cabaña en todo el año. Pero el siempre fue así, despistado. El piso estaba sucio y lleno de arena, el color blanco y a veces amarillo de los pequeños insectos contrastaba con la gama de marrones de las columnas viejas columnas de madera gruesa. Pero lejos de asustarse, ellas caminaban en paz, trepaban en silencio.
Después de acomodarnos, Paula y Leo se fueron a comprar puchos, ellos son los únicos dos que fuman. Yo decidí ir a la playa con Joaquín para distendernos del largo viaje en subte. Como era de noche, la marea subió y nos quedamos un rato mojándonos los pies en la orilla.

- Tenés una linda cabaña, Juaco – le dije para animarlo un poco.
- Gracias, pero Paula la odia – me respondió él.
- No te hagas drama, ella odia las termitas, no la cabaña.
- No entiendo, siempre le gustaron los insectos.

Sobrevino un silencio helado que acompañó la brisa nocturna. Esa noche lo ví triste a Juaco, me dieron ganas de abrazarlo pero no pude, nunca me caractericé por ser una persona muy afectiva. Esa noche me limité a mirarlo en silencio. Cuando volvimos nos encontramos con Paula y Leo, que volvían del quiosco. Estaban alegres, se reían lo suficiente como para pensar que habían tomado una copa de más, sin embargo estaban sobrios. Entramos a la cabaña y con las termitas decidimos que cenar. Era tarde y decidimos hacer algo rápido y fácil, sándwiches de jamón y queso y unas cervezas. Yo fui a comprar con Leo al almacén, Paula quiso acompañar pero le dije que no hacía falta.
La cena pasó tranquila, el animador era Leo. El tenia todas las anécdotas habidas y por haber. Paula se reía a carcajadas, Joaquín mostraba algunas muecas que no podía disimular. De vez en cuando aparecía una termita arriba de la mesa, como pidiendo ser parte del encuentro, pero Leo las sacaba de un manotazo. El sí odiaba las termitas, pese a haber accedido a quedarse en la cabaña.
Luego de la cena nos fuimos a dormir, pude notar el cansancio en todos nosotros. Los cuartos estaban arriba, uno para mí, uno para Leo y el otro para la pareja. Era una casa chica pero alta. Joaquín tomó a Paula por la cintura y subieron primero. Leo y yo nos quedamos mirando como subían, estábamos haciendo sobremesa con los insectos. Siempre me lleve bien con Leo, pero nunca fuimos de hablar mucho. El era amigo de Paula y yo era amigo de Joaquín, los dos conocíamos a la pareja pero nunca estuvimos interesados en fortalecer el lazo de la amistad, estábamos cómodos.
Cuando el silencio empezó a incomodar, nos fuimos también a dormir. Como era una casa relativamente nueva, no había camas, así que nos tiramos unas bolsas de dormir. Pero esa noche no pude dormir, tenía la sensación de que algo estaba mal. Las termitas estaban por todas partes, aun en la oscuridad se podía sentir la presencia de las pequeñas bestias, caminando en cualquier sentido, comunicándose, multiplicándose, trabajando en silencio.
Al día siguiente, aprovechamos el lindo día y fuimos a la playa. Yo no había llevado nada de ropa para un día de playa así que Paula me prestó algo de su ropa, muy linda por cierto. Dejamos la casa en cuidado de la peste de insectos y pasamos la tarde entre la arena y el mar. A mi mucho no me gustaba el mar, siempre le tuve respeto por lo que me quedé debajo de la sombrilla mirando el espectáculo que ofrecían Juaco y Leo. A la distancia no podía descifrar las voces, pero podía notar que el tono era bastante alto. Vi que Paula en un momento se acercó a ellos, como para tratar de calmarlos un poco, y lo logró pero no parecía que se hubieran reconciliado. Yo tenía mis propios problemas, como que teníamos que almorzar, cuando se iban a ir las termitas de la casa, por que Juaco insistió en ir a esa casa sabiendo que había termitas, que íbamos a hacer a la noche, etc. Mi cabeza tenía bastantes cosas como para compadecerme con los roces entre los rústicos. En un momento, Paula se acerca a mí, se la veía enojada, y le pregunté, “¿Por qué se peleaban los tontos?”. Y ella me respondió “por polleras”. La respuesta me costó entenderla. Paula se fue amargada y los rústicos ya se habían ido del mar, me había quedado sola en la playa. Luego de un buen tiempo de esparcimiento, decidí volver a casa a ver a las termitas, las extrañaba. Paula ahora las odiaba, pero todos sabíamos que era algo del momento. A mi me agradaban, a Leo sí que le daba asco verlas. A Juaco no, nunca lo note perturbado u emocionado con la presencia de las pequeñas bestias. Es como si ya fuesen parte de él, de su vida.
Al volver a casa, luego de dar más vueltas que la calesita, debido a mi gran sentido de la orientación, me encuentro con Paula, que estaba vestida como para matar. Ella se sorprende, casi que se disgusta de verme, pero ella sabía que todos vivíamos ahí. Fue un momento incomodo de silencio, lo único que se escuchaba era la madera crujir debido a la multitud de insectos blancos y algo amarillos. De pronto entra Juaco por la misma puerta que entre yo, por la principal. Creo que, viéndole los ojos en ese momento, él observó exactamente lo mismo que yo, y también no dijo nada. Sus ojos siempre fueron un espectáculo, él es una persona muy tranquila, pero en sus ojos podes verle el alma. Nada se oculta ahí. Eran una mezcla de incomodidad, extrañeza, confusión y decepción. Paula, a todo esto, no hizo nada para mejorar la situación. Yo todavía no entendía la situación, pero no me atrevía a hablar. Se escucharon pasos apresurados en el segundo piso y eso me dio la coartada para salirme. Subo las escaleras para ver quién era, y encuentro el cuarto de la pareja de planta baja. No había nadie pero estaba desordenado, la cama estaba desecha. “Que sucios” pensé. Oigo algunos gritos abajo, pero el segundo piso es a prueba de ruido. Leo sale como si nada del baño y me saluda. Yo le pregunto que pasaba entre Pau y Juaco, pero él me dice que no sabe y se encierra en el cuarto. Yo tranquila, me siento en el pasillo y juego con las termitas, que buena compañía me hacen, y me pongo a pensar en los ojos transparentes de Juaco.
Ya para la noche el humor en la casa no era el mejor. Decidimos volvernos en tren como hicimos al principio. Yo me tomé mi tiempo para despedirme de las mascotitas de Juaco, muy divertidas por cierto. Paula también se tomo su tiempo pisoteándolas y maldiciendo. En el vagón, Paula se sentó conmigo y Juaco se sentó en frente mió, al lado de Leo. Cada uno veía la cara del otro en silencio. Leo la veía a Paula, Paula lo veía a Juaco, y Juaco miraba por la ventana, en silencio. Perdía la mirada en los campos verdes. Su cara no transmitía emociones, pero sus ojos lo delataban. Obviamente, yo era la que lo miraba él. Podía ver en sus ojos tristeza y alivio. En una de esas, veo una pequeña termita en mi rodilla, como pidiéndome que me quedara en la cabaña. Yo le pido perdón en voz baja. Y lo vuelvo a mirar a Juaco. Siempre fue una persona muy transparente.

Dulce espera

I

Rodolfo ese día salió de su casa apurado. Virrey Liniers parecía más oscura de lo habitual, los faroles presagiantes no alumbraban en su mayoría. Los falcon estaban todos estacionados. Su visión estaba comprometida por la oscuridad y se había olvidado los lentes, pero eso no le impidió hacer el trayecto en poco tiempo. Estaba ansioso de ver a Clara. Era de noche, mas bien de madrugada. Hacia frío, pero los nervios hacían que su saco transpirara. Colectivos a esa hora no iba a encontrar, por eso decidió correr, en la medida en que su barriga cuarentona le dejara, y caminar rápido cuando él mismo se lo pidiera. Un papel escrito arrugado se encontraba sujeto a su mano izquierda. Un mensaje improvisado al calor de la desesperación. Eran pocas cuadras, nunca las contó pero a lo sumo eran once. Mientras Rodolfo trotaba sus zapatos marrones hacían ruido opaco y se agitaban. Sus pantalones azules se sacudían contra el viento helado de la madrugada. Las personas no abundaban a esa hora, pero un hombre de boina gris le llamo la atención. Era buen mozo visto a la pasada. Sus ideas estaban enfocadas en encontrarse con Clara pero la vestimenta del hombre lo distrajo por un momento. Algo andaba mal, igual Rodolfo siguió trotando. Su corazón de a poco comenzó a palpitar de angustia, Clara estaba a unas cuadras y la sensación de la perfección era irreal. Algo andaba mal.
Rodolfo se detuvo, su paranoia lo paralizó. Luego recuperar algo de aliento, logró pensar con más claridad. Lo estaban siguiendo. Ese hombre de boina gris no era cualquiera. Era un tipo que lo estaba siguiendo. No tenia certezas ni tiempo para pensar demasiado, no quería perderse el encuentro con Clara pero tampoco quería que el de boina gris la encontrara. Capaz iban al mismo lugar y era solo una coincidencia. Las dudas plagaron su cabeza. Incluso el mismo trayecto a la misma velocidad era poco creíble. Sin embargo, el contexto hacía todo creíble. O su ansiedad lo superaba. Sus ojos se volvieron atrás, buscando al hombre de boina gris sin encontrarlo. Se tranquilizo por un rato, Rodolfo no estaba preparado para tanta tensión. La conspiración fabricada en su mente tenía sentido. Su garganta condensaba las angustias, las dudas. Hacía mucho que la extrañaba. Volvió a mirar atrás, como esperando ver al hombre y confirmar su teoría, pero el hombre no apareció. Estaba todo en su cabeza. Nadie lo seguía.
Dejó entrar el aire en sus pulmones una vez más, cerró los ojos e inclinó la cabeza ligeramente hacia arriba. Una mueca irónica dibujó su rostro. Ya se le estaba haciendo tarde para la hora acordada. Con un giro a la izquierda se encontró en Belgrano. Los árboles que se asomaban a la orilla de los empedrados no dejaban ver la media luna que se alzaba en la noche. Rodolfo dejo de trotar y empezó a correr. Los automóviles no transitaban pero él miraba a los dos costados de las calles igual. Fueron cuatro cuadras veloces. Rodolfo se agitó nuevamente. Jadeaba con fuerza. Llegando a Castro Barros giró a la derecha. El sudor del saco se trasladaba a su nuca y a sus brazos. Su respiración era irregular. A lo lejos vio a una mujer de pelo negro, largo y lacio. Creyó que era Clara, pero la distancia lo confundió. Solo era cuestión de acercarse. Desafortunadamente, cometió el error de mirar atrás una vez más. El hombre de boina gris estaba a solo unos pasos. Las piernas empezaron a tambalear, las manos temblaban. El hombre lo estaba siguiendo. Y él sabía por que lo estaba siguiendo. No había dudas. A doscientos metros de su destino, Rodolfo se detuvo nuevamente. Trató de ver a la distancia a esa mujer, ese enigma de pelo negro. No estaba seguro de que fuese Clara. Hay cuatro esquinas donde podía estar. Ella lo dejó de ver cuando su pelo era aún corto. Pero no podía haber muchas mujeres a esa hora en ese lugar. Otra posibilidad era que, Clara lo haya esperado y se haya ido desilusionada. Las variables eran muchas y la presencia del hombre de boina gris lo exasperaba. Tenía que actuar rápido, el tiempo que se tomó en detenerse comenzaba a parecer sospechoso. Resignando la posibilidad de verla, él supo que debía hacer otra cosa. Pese a que se cubrió la cara con las manos, las lágrimas de Rodolfo mojaron el oscuro empedrado. Rodolfo giró en otra dirección a la pautada en el encuentro, corriendo lejos de la mujer de pelo largo. Entre lágrimas, le deseó suerte a la extraña. Creía salvarla, a la mujer de pelo largo que se parecía a Clara, creía que podía distraer al hombre de boina gris. Pero hubo un sonido de un estruendo, de balas a lo lejos que se enterraban en el cuerpo de una mujer, capaz. Rodolfo seguía corriendo aterrorizado. No quería volver la mirada atrás, no quería detenerse. Un escalofrió recorrió todo su cuerpo. Ya no iba a ver a Clara otra vez.

II

“Negrito, ¿Como estás?
Yo acá, pateando como siempre. Cada vez se pone mas dura la cosa. Hay que estar atento de que no te quemen. Ya me estoy volviendo paranoica y con Vicky encima todo se me complica. Estoy sucia y cansada. Me duele la espalda. No me queda mucho tiempo. Te extraño negrito, quiero verte. Vicky también te extraña. Todavía no se el sexo, pero seguro sale nena. Acá está todo mal, nos dijeron que teníamos que desaparecer del mapa. No me queda otra negrito, tengo que irme. Veámonos este sábado a las 4:30 en Rivadavia y Castro Barros, ahí te digo todo mejor.

Te esperamos las dos

Te queremos. Tu esposa e hijita”

III

Ella era distinta al resto. Era coqueta, pero se sentía sola. La situación es compleja cuando los que te crían resultan ser bestias disfrazadas. La verdad le producía espanto. Pero coraje no le faltaba. Estaba segura de sus decisiones. De sus padres no recibió ayuda cuando se fue de la casa. Tuvo que eliminar todo rastro de afecto que sentía hacia ellos. A veces lloraba en su nueva morada, pero al rato se le pasaba. Era una chica fuerte. Tan fuerte que la búsqueda la hizo sola.
Almagro era un barrio en serio. No había edificios lujosos por doquier, ni los centros comerciales abundaban. Era un lugar sencillo, acorde a las pretensiones de ella. Le gustaba el empedrado. Todos los días se maquillaba antes de salir a la calle. Siempre se peleó con ese pelo negro lacio, pero el peine siempre le ganaba. Si hacía falta se tomaba una hora antes de que alguien más pueda verle la cara. Su imagen era lo más importante. Un día, de esos que uno no quiere acordarse, pero tampoco puede olvidar, la joven coqueta salió de su casa apurada. Estaba llegando tarde a su nuevo trabajo y eso daba una mala impresión. Por Boedo, los colectivos se habían empeñado en no pasar y la bajada de bandera de los taxis eran demasiado costosas para una mujer que reiniciaba su vida, por lo que tuvo que trotar ligeramente para llegar al trabajo, evitando que sus tacos se arruinen en el trayecto. En su mano derecha, un papel arrugado se envolvía. Un legajo de su pasado encubierto. Una de tantas verdades desaparecidas. En el hombro izquierdo una cartera de cuero, llena de cosméticos y productos de aseo personal, papeles de cigarrillos y restos de golosinas. A paso firme llegó a Rivadavia. El trayecto rápidamente estaba llegando a su fin. Era un día caluroso y la joven coqueta empezó a transpirar su sien. Se sentía fastidiada, el calor se le pegaba en la piel y en la ropa. Dos cuadras más duró el calzado intacto. Llegando a Castro Barros, se le rompió la punta del taco derecho. Maldijo al cielo, con discreción pero sin escatimar en recursos lingüísticos de toda índole. El local de ropa femenina allí la esperaba. Antes de cruzar la calle, se tomó su tiempo para calmarse, sabía que en ese estado no podía presentarse a trabajar. Dejó pasar dos semáforos en rojo para relajarse. Inclinó la cabeza hacia arriba, donde el sol castigaba los cuerpos en movimiento, dejando entrar el aire a sus pulmones. En el breve tiempo en que la paz sobrevino, sus recuerdos inundaron su cabeza. Revivió la verdad y la mentira. Los nuevos y los viejos. Sus padres. La tragedia y los involucrados. Los impostores. El espanto y el cambio obligado. Sus ojos rápidamente comenzaron a llorar, pero tuvo que detener sus emociones, el rimel se le corría. Dejó pasar otro semáforo en rojo y se ubicó en la sombra de un negocio, cerca de la peatonal, para descansar del sol.
En la tenue oscuridad, observó un hombre tirado en el suelo, envuelto en diarios y trapos sucios. Un linyera más en la Capital Federal. Gordo y barbudo, con unos lentes rotos y sin calzado, con un vino tinto barato en la mano derecha y un papel arrugado sujeto en la mano izquierda. Asombrada por la falta de aseo, la joven se quedó mirando al hombre, que al verle le cara, balbuceó unas palabras desesperadas, ahogadas en la borrachera del desgraciado. Sus miradas se atravesaron por un instante. Victoria se conmovió ante la desesperación del hombre de comunicarse con ella. Sintió lastima por el pobre diablo que no coordinaba palabras ni sonidos. Lentamente, victoria se acerco al viejo gordo y barbudo, que sin pensarlo, le entregó el papel arrugado que sostenía en su mano izquierda. Sin embargo, la joven no quiso involucrarse más de lo debido, con alguien de esas características, y no aceptó la ofrenda del linyera. La joven se retiró de la escena, dirigiéndose velozmente hacia el otro lado de Rivadavia. El hombre, nuevamente decepcionado, recogió la carta arrugada que había sido rechazada por la chica. Ese papel improvisado y desesperado. Una historia más de tantas. El linyera no se angustió. Alguna vez ella volverá a esa esquina y él tendrá algo interesante para contarle.


martes, 25 de noviembre de 2008

"Forasteras hacia la Ciudad de la alegría"

Finalmente la profesora me largo, salí de la sede Ramos de la UBA exprimida intelectualmente y con un nueve en la libreta universitaria. Acaba de rendir el final de “Metodologías y técnicas de la investigación”, una materia que tuve que remar desde el cinco del primer parcial. Debido a los pocos alumnos que se presentaron al primer llamado, “la vieja” decidió aprovechar para tomarnos un examen abarcativo de la totalidad de los temas del programa. Después de cuarenta y cinco minutos de oral no quería saber más nada, estaba podrida de verle la cara a la mina y ya tenía la garganta seca, pero aún así, me quedaba explayarse sobre un texto más. Lo hice con mucho entusiasmo ya que se trataba de un capítulo de un libro de Alfred Schutz que me había interesado bastante. La profesora dio por concluido el oral. Pero ahora ya todo ese calvario no importaba, más allá del dolor de cabeza y las pocas horas de sueño que empezaban a pesarme en el cuerpo, me encontraba a fuera. Caminaba por Franklin hacia la parada del colectivo, me sentía libre. Habían empezado las vacaciones de invierno.
Para despejar un poco nuestras mentes con un cambio de paisaje Mecha y yo decidimos irnos unos días de vacaciones. Me enteré que organizaron una convención de disciplinas circenses en Bolivia. Todos los años se hace en Buenos Aires y hoy en día se están empezando a extender a otras regiones, como oportunidad de encuentro para artistas de distintos países, donde nos juntamos para pasarnos trucos, intercambiar experiencias de viajes, vida y entrenar. Yo asistí a la que se hizo en un camping de Eseiza el año pasado, estuvo genial. Y por eso, un día, cuando fui a almorzar a lo de Mecha le comenté con decepción que no podría ir a la conve boliviana por no tener con quién. Sin pensarlo más de cinco minutos Mecha me dijo “vamos, dejame ver cómo la careteo en el laburo y listo”.
Un jueves, Mecha me confirmó que podíamos viajar y me dirigí a Retiro para comprar los pasajes. Necesitábamos dos, ida y vuelta en tren Tucumán/ Buenos Aires. El empleado me advirtió que únicamente quedaban en clase turista. Buenísimo le dije, de paso me ahorro unos mangos. "Dame dos". Presenté mi documento y el de la hermana más grande de Mecha. Sí, el de la hermana, porque Mecha había empezado los trámites del duplicado del suyo, pero un año después seguían sin dárselo. Así que siendo muy parecida y sin importarnos mucho viajaría con la identidad de su hermana, Carmela. Fuimos hasta la zona de Puerto Madero a vacunarnos contra la fiebre amarilla por las dudas. El próximo lunes partiríamos a las 11.20 de la mañana.
Nos reunimos la noche anterior para acomodar los bolsos (demasiados para mi gusto), y en la mañana salimos. Estábamos delante del transporte que abriría paso a nuestro primer vuelo por la diversidad cultural de este mundo. Desde ya que nos acostamos en los asientos de tres personas una frente a la otra, picnic entre medio y a dormir. Fueron unas cuantas horas de viaje muy placenteras hasta Rosario, comimos sándwiches de milanesa y recibimos cosquillas gratis de parte de Violeta, una pequeña de tres años que también estaba de viaje. Iba hacia Salta, más tarde sabríamos que la flaca y alta mujer que la acompañaba no era su madre (ésta la había abandonado), sino su abuela.
En Rosario todo se tornó un poco incómodo, el tren se llenó de gente y pasamos a estar completos todos los ocupantes de esos asientos de tres, que ya no eran tan amplios. Las doce horas que por lo menos restaban las pasamos inventando posiciones estrambóticas para tratar de dormir. Mecha en ningún momento pudo conciliar el sueño y de a ratos me despertaba para hacérmelo saber. Así que ambas ya estábamos algo agotadas de la clase turista y sin duda queríamos volver en pullman.
Llegamos el martes al mediodía a una parte no muy pintoresca de la ciudad de San Miguel de Tucumán. Hacían unos treinta grados y la terminal de micros quedaba a unas treinta cuadras. Tomamos un colectivo. A decir verdad no nos sentíamos fuera de Buenos Aires, el lugar era similar a cualquier parte del centro. Sólo nos lo recordaban nuestras mochilas, la forma de vestir de la gente (todos daban el target de clase media hasta ahí) y los rasgos, que ya se empezaban a ver, todos más norteño.
En la terminal no nos quedó casilla de pasajes sin recorrer, finalmente los compramos en la más económica; el único detalle era que partíamos hacia Positos a las tres de la mañana, así que teníamos bastante tiempo en el medio. No nos alcanzaba como para una excursión muy compleja así que decidimos recorrer los alrededores. Gracias a Dios en la terminal te podías bañar (¡¡con agua caliente y gratis!!) y sí que nos hacia falta, después de veinticinco horas en tren a toallitas húmedas para limpiarnos las partes. Por supuesto nadie usaba el servicio de ducha, pero creo que nadie ahí era náufrago por un rato como nosotras.
Estábamos limpias, habíamos comido algo y las expectativas inquietaban nuestros pies. Sinceramente las mochilas ya nos fastidiaban y en seguida perdimos el espíritu de mochileras, cazamos un chango de super y nos fuimos por la ciudad con los bolsos encima. La gente nos miraba algo sorprendida. Debo contarles que de día en Tucumán no existe el paisaje de cartoneros, y si los ves no usan changos de super, por lo que éramos una especie ajena para los lugareños, forasteras. Estacionamos el carro en una plaza bastante grande y con poca gente, ahí no más después de sacar un par de fotos, tiramos una frazada y nos dormimos. Luego de unas dos horas alguien me estaba despertando, no veía con claridad, mis ojos estaban entrecerrados, no entendía aún dónde estaba, ni qué hacía momentos antes. Pero vi de a poco la cara de una mujer, una que estuvo bastante tiempo expuesta al sol, que cargaba con varios años de vida y decoraba sus orejas con unos aros coloridos que combinaban con el pañuelo de su cabello. Logré ver un pelo bien negro con algunas mechas blancas que le caían en forma de trenza hasta su cintura, no muy ceñida y que no distinguí del todo pues llevaba ropas amplias de color violáceo. Empezó a decir algo incomprensible, mi cerebro todavía no reaccionaba, Mecha también se despertó. De pronto la mujer se vio triplicada por modelos más jóvenes, de tez más clara y similar vestimenta. Entonces sí que me desperté de prepo, de la nada nos rodeaban tres gitanas, la vieja no paraba de hablar, se le caían demasiadas preguntas e insistía en leernos la mano por muy poca plata. "No, gracias", dijimos, pero siguió repitiendo el repertorio y de pronto me sentí invadida, amenazada. Le tiré dos pesos para ver si se iba, pero que ingenua, si eran gitanas. La escena se transformó en Mecha a un lado, con una de las jóvenes leyéndole la mano y yo inmersa en mi paranoia por lo que empecé a compactar las cosas, doblar la colcha, acomodar todo en el carro. La gitana mayor no dejaba de mirarme, me atosigaba con preguntas que yo piloteaba con escueta información, en general falsa. Como quien no quiere la cosa, nos fuimos marchando y finalmente nos dejaron ir. Las vimos subir a las tres en una camioneta 4x4 negra, con vidrios polarizados. El que manejaba era un hombre.
Ya estaba bajando el sol, por lo que emprendimos el retorno a la terminal, no dijimos mucho en el camino, pero creo que ambas experimentamos la sensación de ser sapo de otro pozo a partir de este hecho. Recordé el texto de Schutz, empezaba a sentirlo como propio. El autor habla de que los forasteros en el nuevo territorio desconocen las pautas culturales que rigen, se sienten desorientados, por lo que deben dejar a un lado las propias y disponerse a conocer las del lugar en el que se encuentran. De esta forma, lograrán adaptarse y serán vistos con ojos amigables. Todavía no sabíamos con qué reglas se jugaba en aquel lugar.
La terminal nos inspiraba más confianza, limpia, con gente de seguridad y después de varias horas ahí, ya era territorio conocido. Cuando se hizo la hora partimos, atravesamos muchos paisajes de Salta y Jujuy en el camino. Noté que habíamos perdido parte de la inocencia de exploradoras de nuevas tierras con la que emprendimos el viaje. Cruzarnos con las gitanas quizás fue un augurio para ponernos alerta, se reflejó en que ambas ahora llevábamos nuestras navajas en el bolsillo, por si a caso.
Llegamos a destino con horas de retraso debido a los cortes de ruta, eran algo así como las ocho de la noche. Ni bien bajamos nos avasallaron unos muchachos ofreciendo cargar nuestros bolsos. Enseguida les cortamos el mambo, diciendo que nos llevábamos las cosas solas y sacamos sus manos de nuestras mochilas. Inevitablemente cada vez desentonábamos más con el paisaje, cada vez nuestra piel era más blanca, nuestros ojos más claros y caíamos más en el rótulo de extranjeras, aún estando dentro de nuestro país. Tomamos un remis por tres pesos que nos cruzó hacia Yacuiba, el lado boliviano de la frontera. Pasamos por inmigración, los hombres que nos atendieron vestidos de milicos no fueron nada amables, dudo que fueran letrados, pero no me quedó duda de su personalidad, dejaban entrever firmeza y autoritarismo del más crudo. Y entonces fue que no hubo matiz que nos amparara. Llegando a esa tercera terminal, la noche nos había alcanzado, y sin embargo creo que fue un atenuante de la fachada general. Mucha gente, un lugar del todo feo, revendedores de pasajes por todos lados, gente del norte, más que nada bolivianos pero sin duda todos descendientes de indios. Y no lo recalco con desprecio, en la historia de nuestras tierras estaban los aborígenes, pero definitivamente no en nuestra genética y eso creaba una frontera cultural más grosa de la que ya veníamos respirando. Ahora no sólo éramos extranjeras, sino blancas, turistas. Y fue entonces que supimos con qué reglas nos tocaba jugar, al menos por el momento.
Conseguimos pasajes hacia Santa Cruz de la Sierra, después de haber avanzado algunos casilleros en cuanto al arte del regateo, no costó mucho. Ellos no lo sabían pero no veníamos de Europa, sino de Argentina, país en el que se nace con derecho a un par de clases en este arte. Tuvimos una hora para ir al baño, comer y llamar a casa para dar señal de vida. Cruzada la frontera ya los celulares eran sólo aparatitos para ver la hora, quizás por esa nostalgia de la comunicación con los nuestros es que cuando hablé con mamá y me preguntó que onda la situación, si estaba muy feo, me salieron sólo monosílabos que caían distantes en el esfuerzo por no desmoronarme en lágrimas y preocupar a la vieja. Todavía no sabía por qué me sentí vulnerable de repente, pero empezaba a intuirlo. Había unos quioscos de chapa donde uno se podía sentar a cenar, pedimos dos "lomitos" con huevo y un agua de litro. La verdad que el hambre nos partía así que lo comimos con gusto. Usualmente siempre que viajo, evito comer en el micro porque me descompongo así que cuando piso tierra soy voraz. Mecha por el contrario come en todo momento, a toda hora, sin excepción no se saltea una sola comida.
Los micros de Bolivia son de sólo un piso, al menos todos los que vimos, y el baño se encuentra al fondo. Algo que descubrimos más tarde en una desagradable experiencia. Suelo ser una persona desconfiada de todo, pero estos dos días me habían dado pie a que refuerce más esta característica. Así que a la hora de poner los bolsos en el maletero, dije que no y subí las dos tremendas mochilas con nosotras a los asientos. Obviamente no entraban en el guarda bultos y ocuparon la mitad del espacio reservado para nuestros cuerpos. Viajamos algo apretadas, diría del todo, pero me sentí mucho más segura. En aquel trayecto como fue todo nocturno, sólo dormí. No sabía de dónde, pero encontraba el sueño a pesar de estar durmiendo hace rato. Ya por los vidrios no se veía nada más que oscuridad, quizás camiones a la orilla, pero sólo eso. En una parada que hicimos Mecha bajó a fumar y a comprar algo de comer. Cuando subió la vi tranquila, como siempre, jamás se altera o le ves una expresión de miedo, pero tampoco ahorra palabras, aunque dice las justas. "Princesa, vos no sabes las caripelas que hay ahí abajo, esto sí que está complicado", agito la mano en un gesto de apuro y me regaló una sonrisa. Ante las palabras de Mecha, levanté la ceja, menee la cabeza, le mostré mis dientes y encontré sus ojos en los míos, con una mirada de "ya está, estamos en el baile". El micro paró, finalmente estábamos en Santa Cruz.
Eran como las seis de la mañana, había mucha gente en la terminal pero en las a fueras nadie. Preguntamos por acá, por allá y tomamos un colectivo que supuestamente iba a "La ciudad de la alegría" nuestro destino final. Antes de subir Mecha compró puchos en un quiosco, personajes medios raros los que atendían. Sólo tenían L&M, puteó, pero los compró igual. Yo mientras repetía el nombre de nuestro destino y cada vez me sonaba más irónico al mirar el panorama. Pero seguíamos enérgicas, estábamos muy muy cerca del paraíso prometido, e imaginábamos el lugar distinto a esto, una parte de Bolivia, una no muy agraciada.
Los colectivos bolivianos eran los primeros colectivos que se habían fabricado, unos Ford de líneas circulares en vez de rectas como los actuales, pequeños, muy rudimentarios, de pocos asientos debido al tamaño, incluido el del acompañante de conductor donde también iban pasajeros. Te cobraba el chofer, si querías pagabas con billete, eso me recordó a los de la costa. Nos alejamos de esa parte más céntrica y empezamos a avanzar sobre calles completamente desiertas, y a sus lados lo mismo, quizás algunas improvisaciones de casas. A mitad de camino de repente había bastante humanidad, alrededor de lo que parecía un mercado, sólo que de casillas de chapa azul. Había paisanas por doquier, varias subieron al colectivo con bolsas grandes de las compras. Huevos, carne, alimentos. Pasamos esa zona, para mi comparable con una villa y le dimos por un rato más en el colectivo, hasta que preguntamos nuevamente y una señora nos dijo que nos habíamos pasado por seis cuadras. Bajamos y empezamos a caminar, nosotras y nuestro espíritu al lado, algo desmoronado porque el paisaje seguía siendo muy triste. Había una chica en la parada de enfrente, así que nos cruzamos para ratificar la información, hace rato que preguntábamos dos o tres veces las cosas a distintas personas. Era una morocha medio gordita, se ve que se iba a trabajar. Cuando nos explicó cómo llegar, por primera vez, sentí una calidez ausente en todo el viaje, me transmitió paz, fue la única vez hasta el momento que no tuvimos que estar a la defensiva, ni especulando posibles movimientos de la muchacha. Dejamos de sentirnos por un momento forasteras. Aunque yo, recordando a mi profesor de teóricos, sabía que eso no podía ocurrir. Debíamos tener la actitud de un investigador social, eterno forastero. El profesor me había explicado que el investigador no debe abandonar esa posición, pues entonces, perdería la objetividad con que se deben mirar las cosas y podría ser sorprendido de una forma no grata por aquella cultura. Algo que nosotras, definitivamente no buscábamos. Le agradecimos de corazón a la dama y nos fuimos.
Vimos un cartel con el nombre de nuestro destino, otra vez resonaba en mi cerebro "Ciudad de la alegría", y una flecha que apuntaba unas calles hacia adentro. Caminamos unas cinco cuadras muy largas y empezamos a ver edificios de ladrillo y cemento, materiales nobles para la construcción que hasta entonces nuestros ojos no se habían topado. Pasando lo que llevaba el rótulo de "Escuela de teatro" y sí que lo parecía, moderna, imponente y familiar, vimos un cartel. Definitivamente puesto por esa raza de gente del arte con una flecha indicando "Convención de circo". Llegamos a un baldío con pasto cercado, entramos y vimos al fondo varias carpas. Estaban todos durmiendo, era muy temprano aún, sólo nos topamos con un chico que salió a nuestro encuentro, nos dio la bienvenida, nos preguntó que tal el viaje. A título informativo, supongo pudo ver algo en nuestros ojos, nos advirtió que todavía eran pocos, que hoy llegaban todos. Dijo que iba a hacer no sé qué, nos sacamos las mochilas, nos sentamos sobre unos cimientos del baldío. Las piernas abiertas, evitando cualquier postura de dama, los hombros caídos, las manos sobre las rodillas, nos miramos. Fueron miradas de incredibilidad, de cansancio, de decepción. Les siguieron risas de éstas mismas características en lugar del llanto. Porque siempre nos salía mejor reír en las situaciones difíciles, cuando estábamos desprotegidas, las lágrimas las guardábamos para el hogar. Donde realmente nos sentíamos contenidas como para dejarlas ver, al menos yo. Mecha pocas veces lloraba, muy pocas. Es entonces que empecé a comprender por qué, cuando uno no está seguro, cuando está en la lucha por sobrevivir no hay tiempo para llorar. No hay lugar para ser débil porque el mundo te pasa por encima, descubre que no sabes las reglas y te gana.
La miré a Mecha, a ella sí con una mirada sincera sin la guardia en alto, le apoyé mi mano derecha en su nuca, la mimé. Ella me devolvió la mirada también con ojos transparentes, agarró el encendedor. Me dijo: "Tomá, prendelo vos. Menos mal que trajimos uno." "¿Te parece ahora Mecha?, tenemos que decidir qué hacemos y movernos.""Ya lo sé, bajemos un cambio, es temprano. Descansemos un poco y después vemos."
Esa tarde llamé a mamá, me costó horrores comunicarme y varios bolivianos. Escuché su voz tan lejos, pero esa vez no me dolió como en la terminal en donde había dudado de nuestro devenir. Esa vez claramente le conté que estábamos bien, que habíamos llegado, que todo era una mierda, que todavía no habíamos decidido si nos quedábamos o emprendíamos la vuelta ese mismo día. Pero que no se preocupara, porque sea como fuera íbamos a volver, y nadie ni nada iba a obstruir que dejásemos de ser forasteras.

martes, 11 de noviembre de 2008

Condescendencia

Era tan tediosa como tratar de leer en el 65 cuando va por la Avenida de los Incas, pero como ya no importaba (o por lo menos no del mismo modo) la compañía no se hacía tan adoquinada.
Los tíos ya se habían separado hacía más de dos años y tuvieron sus razones, los Juarez siempre fueron una familia muy complicada, decía el tío, especialmente Estela, pero como habíamos quedado en buenos términos y nos seguíamos cruzando en el restorán, porque Estela y el tío seguían siendo socios, decidimos no ser más familia política, más que nada por los chicos. Y a veces nos arrepentimos de ese arreglo, es que la gente se aprovecha de la bondad de uno, pero no queda otra opción que seguir saludando con esa sonrisa a medio hacer, y los abrazos y los besos, y Estela ese colorado en el pelo te queda regio.
Y es esa simpatía inventada, fabricada como un payaso de juguete que sonríe, pero que no le gusta a nadie, lo que me hacía ir a buscarla todas las tardes de los martes a ese cuarto de mala muerte, y llevarla a alguna parte.
Como la cosa se les vino encima de improviso, la tenían en el garaje convertido precariamente en habitación, con una alfombra vieja de feria americana, que después de todo era lo único más o menos potable. Naturalmente, como era un garaje, casi no había ventanas, tenía un diminuto agujero rectangular que daba a la calle. Contra la pared había un sillón de mimbre con algunos almohadones que parecían sacados de la cucha del perro, a la derecha una mesita ratona repleta de revistas de la farándula (casi todas actuales) y alguna que otra revista italiana de cultura, como si alguna vez me hubiera tragado el verso de que alguien las leía.
Pero claro, enfrente al sillón, del lado de ella, estaba todo reluciente, hasta la pared estaba mejor pintada; colgaban prolijos cada uno de sus diplomas, tanto de la universidad, como de todos los congresos de los que participó. Y ella estaba ahí reluciente, brillante, casi de la realeza; qué pena.
Estela me pedía diversidad, y yo ya no sabía con qué cara mirarla del hartazgo y me preguntaba una y otra vez cómo era posible que supiera que la llevaba siempre al mismo lugar. Se la pasaba diciendo que ella percibía todo y que necesitaba principalmente di-ver-si-dad, y me separaba sílaba por sílaba, como si no la entendiera, y que la familia es la familia, y que el tío y entonces me caía como un péndulo esa especie de pacto familiar del que yo nunca formé parte y ahora no me quedaba otra opción que renovarme y buscar un lugar distinto para llevarla a pasear.
No tanto por Estela, sino por el tío que lo hacía, que sabía que para todos nosotros la situación se había convertido en una verdadera carga. Cada vez que lo saludábamos ya nos miraba con cara de mártir, y sólo quedaba devolverle la mirada como dándole el pésame, porque ya no había más remedio, porque de veras no lo había.
Si hubiera sido por mí la dejaba por ahí, alguien la iba a agarrar y ni se hubiera dado cuenta de qué se estaban llevando, pero el péndulo aparecía de nuevo con la imagen del tío, y hubiera tenido que dar tantas explicaciones y soy tan mala para mentir y Estela tan inquisidora…
Así que un día se me dio por llevarla por Belgrano R, la agarré bien fuerte y en la esquina de Maipú y Agustín Álvarez me tomé el 19. Era como violar mi intimidad llevarla ahí, porque realmente me gustaba esa zona y la sentía mía; tener que compartirlo, tanto el lugar como mi sentimiento, era faltar a mis propias leyes. Pero ya estaba cansada de llevarla a esa plaza venida a menos que a ella tanto le gustaba, así que cerré los ojos, la sujeté contra mí y presione el botón. Nos bajamos en Melián, que tanto me gusta esa calle ancha, llena de árboles, de verde y de flores en primavera, con esas casas preciosas, de rey, de embajador, o sencillamente de alguien con mucha plata y con muy buen gusto. Si yo tuviera plata me compraría una casa justo sobre esa calle, pero le cambiaría el nombre y le pondría Besares, pero después me doy cuenta de que ya sería demasiado, y que por eso yo nunca voy a tener ese gusto, porque quiero una casa como las de Melián, pero en Besares, y ahí está la diferencia.
Estela me pedía todo el tiempo que le hablara, que la mimara, que le dijera cosas lindas, que fuera como su novio por dos horas y cuando me decía eso las ganas de vomitar se me subían por la garganta como un volcán. ¡Novio por dos horas! Primero que yo no soy ninguna mujerzuela a domicilio, y menos de ella, y encima que hago esto como favor, el novio, lo único que faltaba. Pero yo a Estela le decía que iba a hacer lo posible por hacerla sentir cómoda y la miraba con cara de nada. Las dos sabíamos que yo me callaba, porque no me animaba a decirle todo lo que le tenía que decir.
Yo no quería creer en esas cosas, pero Estela era rara y de algún modo siempre se daba cuenta de todo, así que opté por quererla a medias, tampoco la iba a abrazar como un novio, pero cada tanto, siempre y cuando nadie nos mirara, le daba una caricia fraternal y un poco recia, como de hermano varón.
Nos sentamos en la esquina de Melián y Echeverría a ver pasar los autos, los colectivos. Había mucha gente trabajando para esas casas tan lindas; chicas jóvenes y algunas no tanto, con uniforme, regando las plantas, barriendo la vereda, limpiando baldosa por baldosa, y me daban unas ganas terribles de verla a Estela así vestida y gritarle desde adentro que se me antojaba un té de hierbas y que me lustrara ya el jarrón chino que se encontraba en la sala. Pero los pensamientos pasaban tan rápido, qué cosa, Estela se iba a dar cuenta.
No sé porqué me agarró un aire de compasión y la abracé tan fuerte y la sentí más fría que nunca. Una mujer mayor pasó frente a nosotras, se detuvo un instante, me miró torciendo la cabeza con aires de ternura, apretó los labios, cerró los ojos, asintió y luego siguió su camino. Yo me quedé estupefacta. ¿Se habría dado cuenta esta mujer de lo que llevaba conmigo? ¿Habría más Estelas desparramadas por todo Buenos Aires? Se me puso la piel de gallina, y una sensación desagradable no se me iba del cuerpo, como cuando se está seguro de que entre nuestras ropas hay algún bicho que no encontramos. Me tuve que ir, y quise dejarla en alguna de esas casas tan fabulosas, pero no podía, no podía dejarla sola, Estela y ella se necesitaban mutuamente, y ellas me necesitaban a mí y a toda mi familia, para ocuparse de lo suyo, pero qué se la va a hacer, estaba el tío.
La tomé con cuidado, después de todo ella no tenía la culpa, pobre. Nos tomamos de nuevo el 19 en Sucre y Superí. El colectivo no venía lleno, pero ya no quedaban más asientos disponibles. Me quisieron dejar el asiento, pero dije que no, que muchas gracias, que estaba bien, no sé porqué, porque en realidad estaba agotada y me temblaban las piernas. No podía sacarme el gesto de aquella mujer de la cabeza. La cuidé como nunca esta vez, y sería la última.
Cuando llegué a lo de Estela se la dí con toda la furia, no se porqué estaba tan enojada, y tampoco sé de donde saqué el valor para escupirle todo el enojo acumulado a través de esa entrega. Nunca más la tuve que llevar a pasear, los martes volvieron a ser sólo míos y cada vez que nos saludábamos con Estela nos abrazábamos, nos besábamos y nos piropeábamos el color de pelo. Yo ya había entendido su juego o Estela el mío, no lo sé. Lo cierto es que ahora ambas callábamos, y yo ya no era la única que no se animaba a decirle todo lo que le tenía que decir.
Ahora mis paseos por Melián estaban empapados con su ausencia que se hacía tan presente, quizás fuera hora de dejar esa calle por un rato, dejarla ir a ella también y darle otra oportunidad a la Avenida de los Incas en el 65.

jueves, 6 de noviembre de 2008

Se le abrió un agujero en el pecho, como quien dice quedó a corazón abierto. No fue algo de afuera para adentro por lo que no se necesitó cirujano con bisturí, sino más bien fue algo interno. Los músculos se relajaron, las distintas capas de epidermis no ofrecieron resistencia y partiendo de un sutil desgarro llegó al diámetro actual. Esto fue consecuencia del caudal de agua que empezó a fluir a través del hueco, de esa gran marea que estalló la piel y comenzó a correr. El caudal no se detuvo por mucho tiempo, en un principio era salado y de fuerte oleaje pero a partir que la espuma fue desapareciendo, con ella lo hizo la potencia, la fuerza, lo amenazante del mar. La corriente se apaciguó gradualmente, tomó un sabor dulce, característico del río. Uno al que se le sigue teniendo respeto por poseer vertientes y remolinos. Pero el flujo de agua no se detuvo, seguía saliendo por el agujero y ahora se convertía en un lago. Uno profundo por lo que sus aguas se mantienen frías, pero un lago al fin: estático y pasivo. De ese mar no queda nada, sus luchas se perdieron en algún arrecife, el triunfo desapareció quizás en un naufragio, la resistencia no tiene lugar en el lago que es ahora. El agujero empezó a contraerse nuevamente, ahora queda sólo una grieta. El deseo de libertad se pierde en este mar desarmado.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

en vos
en mí
en ella
en la calle gris
en el pavimento.

en los edificios
que rascan y rascan y rascan
en la estupidez
en el movimiento.

en el agua sucia
en el color
que la mentira
en el ruido sordo
y el agotamiento.

en el desafine
en el ceño fruncido
de la mano y la otra mano
acovijamiento.

en algín pedazo
de cielo, de nube, de sol
en algún pulgar
donde el sentimiento.

en el tiempo
en el aire
en el pulmón
y en el aliento.

en la entrada
en atrás
en no mirar
y seguir adentro.

jueves, 30 de octubre de 2008

Paisaje

Mujer a la que la vida le da la espalda.
Mujer que pintas las calles con colores,
que la gente no quiere ver.
Pues llevas el negro de los sin techo,
el gris de los que pan no tienen
y el blanco de la esperanza
de que un alma te ilumine,
a través de la mirada humana.

domingo, 26 de octubre de 2008

El ocaso

“Nadie puede escapar de la tormenta”. A Héctor le habían dicho de chiquito, es lo único que se acuerda de la infancia, su abuelo le repetía todo el tiempo. Esas arrugas no vinieron solas. Capaz porque era pobre y tuvo que hacerse de abajo para poder sostener la familia. Techo de chapa y piso de tierra. Sobraba la miseria y faltaba la comida. Ya era difícil, en ese entonces, para el abuelo y cuando venia la tormenta pisoteaba lo que encontraba a su paso. El viento y el frío soplaban en los precarios asentamientos, de velas y ladrillos de adobe, la lluvia se llevaba la escasa dignidad de su familia. El abuelo tuvo que pasar tiempos difíciles. A Héctor por suerte no le tocó vivir nada de eso. Era la tercera generación de una familia ya acomodada en los suburbios de la gran ciudad. Clase media con ganas de seguir subiendo. Casas bajas y muchos árboles. Perfume de yuyos y de alfalfa, decía Homero en un dos por cuatro. De las lluvias el olor a tierra mojada era inconfundible. De noche se dormía y el barrio moría.
El pequeño Héctor jugaba en la vereda con el resto de la banda. Trepaban árboles, saltaban casas, jugaban al fútbol con pelotas de media y ratas de alcantarillas. En el terraplén las bicis se deslizaban con algarabía. Todos los mediodias la vieja le pegaba el grito para que fuera a almorzar, con mucha suerte le tocaba ravioles y el olor a tuco con estofado siempre lo sedujo. Con un poco de esfuerzo el pequeño Héctor sería la luz de la familia. No le sobraba nada a la familia, pero tampoco le faltaba. El pequeño Héctor sentía que los suburbios le quedaban chico y que debería ir con su familia a uno de esos barrios utópicos como los que veía en la tele. Cabeza dura, le decía la vieja.
El mediano Héctor era rebelde. Salía de noche sin avisar, volvía a cualquier hora. Ya para ese entonces le había encontrado gusto al vino, a la marihuana y algún que otro cigarrillo. Ni la vieja ni el viejo sabían ponerle límites. El mediano Héctor odiaba a ese barrio de lúmpenes. El mediano Héctor se había quedado con la imagen del pequeño Héctor, pero a eso le sumó hormonas, descontento e impotencia. El mediano Héctor era contradictorio. Quería a la vieja pero había veces que no la soportaba, al viejo ya ni le hablaba. Solo estaba en su casa para comer algo, y ver tele, su única satisfacción dentro de lo que él consideraba una pocilga. La banda del pequeño Héctor había sido reducida. Muchos en la cárcel, algunos muertos. Los que quedaron vivos ya no jugaban con pelotas de media. Cuando el mediano Héctor creía que el mundo era suyo, conoció al Yuyo y al Pelado, y supo que había más en este mundo que asaltos de poca monta y noches de borrachera. Aprendió donde estaba el poder. De una cuarenta y cinco pasó a una nueve milímetros. De la marihuana a la cocaína. Se vistió con un poco mas de plata, y en el barrio ya se sabía en que andaba. Ahí se conocían todos. También sabían del Yuyo y del Pelado. A los de afuera se los junaba en seguida. Los viejos ya ni le hablaban, les daba vergüenza ver a su mediano Héctor hecho como estaba. Cuando él fue el único vivo de la banda, y el repudio del barrio colmo su paciencia, el mediano Héctor decidió probar suerte en la gran ciudad. Siempre creyó que el suburbio le quedaba chico. No se despidió de ni del verdulero de la esquina.
Con el Yuyo y el Pelado todo parecía la gloria. El mediano Héctor vio que había algo más que el suburbio. Un mundo de edificios altos y olor a cemento seco. Pantallas gigantes y redes de comunicaciones. El brillo de los faroles nocturnos lo enamoraba. A veces veía una rata y se acordaba del barrio con nostalgia. Le gustaba andar a la moda, de saco negro y boina beige. Lentes solo para hacer facha. Y en ese mundo nuevo había todo por descubrir. El mediano Héctor escuchaba religiosamente las enseñanzas de sus mentores. “Nunca confíes en nadie”, “Ante todo, cuida tus espaldas”. Todo era para su propio bien. El Yuyo y el Pelado eran como sus verdaderos padres. El mediano Héctor los admiraba. El Yuyo era el más compinche, el Pelado era más serio. Los dos se complementaban, y el mediano Héctor aprendía de ellos.
En la ciudad todo era más fácil, de la mano del prestigio los amigos se hacían más rápido. La rutina empezaba cuando la luna salía. Zapatos lustrados y guantes blancos. Los trabajos que le encargaban al principio eran menores. Asistencia en algún robo. Amenazas. Todo era parte del trabajo del mediano Héctor. Algunas veces iba con el Yuyo. Siempre la pasaba bien con el Yuyo. Cuando ya agarró experiencia le daban trabajos más serios. Y ahí el mediano Héctor iba con el Pelado. Los chistes no frecuentaban. Las limpiezas si. El prestigio iba en aumento junto con la aceptación y las mujeres. El mediano Héctor sabía poco y nada del sexo opuesto y su torpeza no se podía disimular. Se ruborizaba, temblaba. Tampoco comprendía como se generaban los lazos afectivos en la ciudad. Sus nuevos amigos, Rolo y el Negro, eran demasiado amistosos y casi no los conocía. El mediano Héctor trató de pensar en todos como una gran banda de amigos, como la del pequeño Héctor, pero rápidamente se dio cuenta de que las reglas eran otras. A veces se sentía incomodo y el desarraigo lo hizo lagrimear un par de veces. El mediano Héctor estaba acostumbrado al barrio suburbano. Todavía se acordaba de las canicas de la banda del pequeño Héctor y a veces los extrañaba. Pero el barrio quedó atrás y la gran ciudad era su nueva morada. Los miedos eran frecuentes pero, con el Yuyo y el Pelado, el mediano Héctor se fue liberando. Y entró en el mercado de vicios. El poder junto a las responsabilidades y a la plata. La culpa venía sola y se alojaba en un rincón de su conciencia, casi no la sentía. Lo apodaban El Chacal. Aprendió a tener nervios, aprendió a estresarse y a ser agresivo, pedante. Se aprovechaba de su situación, se creía Gardel. Y en medio de toda esa locura urbana, en un bar de mala muerte, conoció a Blanca, el amor de su vida. Todos los viernes a la noche ella se vestía para matar y el murió en el primer momento que la vio. Y no descansó hasta que no le dio bola. Cabeza dura, le decía la vieja. Al principio iba a verla y ella lo trataba con indiferencia, como uno más. “Salí de acá, pibe” le decía Blanca. Pero a la larga, Blanca se encariñó del muchacho testarudo. Veía el pequeño Héctor suburbano que el mediano ocultaba en la gran ciudad. Blanca le enseñó cosas que él no aprendió ni de sus padres, ni del Yuyo, Rolo, el Negro o del Pelado. Héctor se enamoró de esa chica que conoció en ese bar de mala muerte. Y maduró. La hijita, Delia, no tardo en llegar y Héctor grande se replanteó todo.
El Héctor grande empezó a ver que la culpa ocupaba cada vez más lugar en su conciencia. Era difícil sacarse la sangre de las manos y los gritos de la cabeza. Ya no quería hacer más trabajos. Los edificios altos ahora lo asfixiaban. Las influencias del Yuyo y el Pelado ya no eran tan fuertes como la de Blanca. Ni los hipócritas del Rolo y el Negro lo hacían sentir seguro. Blanca sabía de la situación de Héctor grande y lo compadecía. Héctor grande se arrepintió de muchas cosas. No quería una vida violenta en la ciudad, quería tranquilidad para su nueva familia, una familia de verdad. Quiso salirse y no lo dejaron. El Héctor grande tuvo que soportar el peso de sus acciones pasadas. El Yuyo y el Pelado veían con malos ojos las dudas del Héctor grande. Blanca le rogaba que se escapara con ella y Delia, pero el Héctor grande se negaba. Era demasiado peligroso intentar algo así, el Héctor grande pensaba. Pero su alma pagaba el precio. El Héctor grande se hundía en la miseria. Alguna vez se escuchó esa dulce melodía de llanto atragantado, entonada por el desdichado padre de familia. Blanca estaba nerviosa todos los días, el Héctor grande soportaba cada vez menos su vida en la gran ciudad. Delia crecía y el Héctor grande tenía que elegir entre la seguridad de su familia y la posibilidad de una vida despojada de las consecuencias de su trabajo. Capaz lo irracional se apoderó de su razonamiento, o tal vez fue la decisión más acertada, lo cierto es que el Héctor grande decidió escapar de una vez de la tormenta en la que se encontraba inmerso. El Héctor grande pensaba en lo que era mejor para su familia. Los lujos de una vida violenta no se comparaban con la sencillez de una vida sin remordimientos ni paranoia.
Fue una noche de otoño que el Héctor grande armó las valijas y se rajó para la casa de los viejos, al barrio en el que el pequeño y mediano Héctor supieron vivir alguna vez. Blanca le odió por no ser parte de la decisión pero no hizo mayor esfuerzo por quedarse en la gran ciudad. El Héctor grande poco sabía de la consecuencia de sus actos y se sorprendió al ver a sus viejos sorprendidos y disgustados de ver a su hijo. Ya no había pasta en los domingos con rico olor a tuco, ni pelotas de media con la banda. La banda se desintegró hacía ya tiempo. La verdulería había desaparecido hacía rato. Las casas estaban viejas y los mercados habían penetrado el entorno único. Blanca les rogó a los viejos del Héctor grande que lo alberguen en su casa por un tiempo. Pero la herida de los viejos era profunda y el reproche al hijo estuvo cargado de sentimientos contradictorios. Abundaron esa noche los insultos de un padre desilusionado del presente del Héctor grande. Decepcionado el Héctor grande se fue de su barrio con el mismo sabor amargo con el que se fue por primera vez. Blanca consiguió de un primo una pequeña casa alejada de todos, en la llanura de las pampas húmedas. El Héctor grande supo que el poder era algo más de lo que el podía manejar y ni autoridad tenía en su propia familia. Las persecuciones del yuyo y del pelado eran de esperarse. El Héctor grande aprendió muchas cosas en la gran ciudad, como borrar sus huellas. La calma sobrevino. La casa era algo sencillo pero bastaba para estar un tiempo. El Héctor grande tenía ahorros para unos meses, pero él no podía ir a buscar la plata. Conocía bien a sus ex colegas, no se la iban a dejar pasar. Eran buenos de amigos, pero bien sabía como eran de enemigos. El Héctor grande se cuidaba. Miraba para todos lados cuando la plata hacia falta y la gran ciudad lo llamaban para algún trámite. Blanca y Delia se mantenían cautivas. Lo único que lo sacaba de su paranoia era una muñequita color uva, que le había regalado su abuelo. El testimonio de un pasado todavía vivo en el Héctor grande. Todos los días le daba la muñequita a la pequeña Delia para que tuviera un ratito de felicidad, y el Héctor grande pudiera sentirse parte de ese momento.
Los meses pasaron y la calma sobrevino. Blanca ya se había tejido dos frazadas, pero mucho para hacer no había, en esa casa, y el fantasma todavía recorría las cabezas de los padres de la pequeña Delia. El Héctor grande sabía que esa situación no podría durar demasiado, en algún momento lo iban a encontrar y no se la iban a perdonar. Y así fue una noche de invierno que llamaba a la tempestad. La frágil estrategia fue descubierta. El Héctor grande volvía a su casa con la plata de la semana, pero no advirtió que los sicarios se habían disfrazado de gente común, como alguna vez supo hacer él. Las primeras gotas cayeron. Las ráfagas se hicieron oír. La tormenta no tardó en llegar. La sangre se aplastaba en el camino de tierra mojada. Los huesos se rompían al compás de la golpiza. Los gritos de Blanca se perdían en los relámpagos de la noche. El Héctor grande se desvanecía. Se preguntó por Delia, se preguntó por Blanca. Se arrepintió de él y de su historia. Pensó en la muñequita color uva y del abuelo. Y de la villa miseria del abuelo. Y de lo que le decía el abuelo cuando el pequeño Héctor todavía no entendía el mundo. Nadie puede escapar de la tormenta.

Malen

La luna nueva trajo demonios disfrazados de dioses. El mar vomitó bestias salvajes, vomitó a la divina providencia. Un nuevo orden. Y allí se encontraba Juana con su familia. Una familia de divinidades fantásticas, de lenguas magníficas y trabalenguas irrepetibles. De travesuras exóticas y costumbres divertidas. De juegos místicos y danzas extrañas. De rituales únicos y colores mágicos. En esa tierra bendita y maldita a la vez. Las nuevas formas hicieron que la pequeña Juana sintiera rechazo al sueño. Sentía que la rutina de la noche y el sueño la esclavizaban, a ella y a toda su familia. Pero la noche siempre llegaba y la hora de dormir con ella. Los falsos dioses le enseñaron tenerle miedo a la noche, miedo a dormir en el lugar que le dieron. La escasa dignidad de la raza, un lugar inmerso en la oscuridad. Un espacio vacío que se llenó de sensaciones y delirios. Allí el mito y la realidad se fusionaron. Allí el sol no ingresó, solo el frío desnudo junto al olor pútrido de las almas en descomposición y la sangre humillada. Allí solo se escuchó el silencio de su familia amordazada. Y en ese rincón, pequeño, envuelto en misterio y paredes de piedra, se encontraba su mayor recelo. Se materializaba el temor de lo que no conocía, de lo que no predecía, de lo que no controlaba. Una esfinge agazapada yacía ahí todas las noches. Mujer alta de brazos extendidos, de ropas y collares raros. Intocable, inalcanzable. Mito de piel blanca, pálida, de labios sangrientos. Carne de madera. Todas las noches, la esfinge la observaba fijamente, amenazándola. Sin parpadear, esperando que Juana cerrara los ojos y se durmiera. Esperando que se perdiera en pesadillas de látigos y ataduras, que los demonios vinieran a encubrir a su familia. Agazapada, maldita, esperando apoderarse de Juana.
La luna completaba sus fases mientras Juana soportaba y maduraba. Desde su pequeño lugar observó a su familia derramar ríos de estaño y cobre, de sudor y sangre. Pasadas las noches, Juana advirtió que los dioses no eran dioses, sino demonios vestidos de divinidades paganas. En los arranques violentos de cualquier nacimiento, la esfinge estaba en todas partes. Presente en todos los minerales religiosos y en las extracciones de rituales metálicos. Juana cerraba los ojos, distraía la mirada, quería escapar de ella pero siempre aparecía. Siempre. Juana se sentía aún incapaz de cambiar esa situación, la de ella, la de su familia.
Y en la plenitud, el coraje. Fue una noche de luna llena que Juana entendió que la esfinge debía ser vencida. En la oscuridad de su cuarto, de la noche, temerosa de las consecuencias, Juana se acerco a la esfinge. Angustiada, insegura, Juana toco eso muerto desde el principio. No había nada más que un mito de madera pintada. Juana lloró, lloró desconsolada. Lloró por ella y por su familia, por toda su familia. Y rompió. Sus manos desnudas se mancharon de furia, se cortaron, se astillaron de sangre. La esfinge muerta, despedazada, todavía miraba a Juana. Le dijo que no iba a irse sin resistir, que nada solucionaba con destruir una imagen simbólica. Le dijo que el espanto no se iría. En ese cuarto, cada vez más pequeño para Juana, la esfinge se convirtió en destellos. Vestigios de opresión.

Adiós juventud

En un cuarto pequeño, de paredes de cemento mal pintadas, una mujer entró y se sentó al lado de otra mujer, que ya estaba anteriormente. Ambas observaron los últimos rayos de sol que entraban de la ventana, contemplando como el cuarto se sumergía lentamente en la oscuridad.
- ¿María Claudia? - preguntó la mujer que acababa de entrar, tratando de adivinar el rostro.
- Si – respondió la mujer sentada mirando el piso – ¿Cómo andas, Clarita?
- Sobreviviendo – respondió María Clara con un tono sarcástico.
Luego de unos minutos sin hablar, María Clara rompió el silencio.
- ¿Por qué estas acá?
- Lo mismo de siempre – dijo María Claudia todavía mirando al piso - ¿Vos qué haces acá?
- También, lo mismo de siempre, una mierda ¿no?
María Claudia no respondió, siguió mirando el piso, parecía buscar algo que sabía de antemano que no iba a encontrar.
- Hablá, Claudia.
- No puedo, estoy bloqueada por los signos y las dudas – dijo María Claudia, siguiendo con su dedo índice los surcos de las baldosas.
- ¿Sabes donde está el resto?
- No, es posible que hayan extraviado la brújula.
- No entiendo, hablá claro che ¿Sabés donde está tu novio, por lo menos?
- Allá en el sur del alma.
- Te estoy hablando en serio.
- Desconcertados, sordos.
- Basta – dijo María Clara – si no querés hablar, no digas nada.
- No tengo ganas de hablar, por mí que me arranquen la lengua los ratones.
- ¿Podés parar un poco?
- ¿De hablar? Bueno – replicó María Claudia haciendo garabatos imaginarios en el piso.
Las dos escucharon pasos de afuera y se callaron de repente. Luego de que los pasos se alejaron, continuaron.
- Me siento como el oasis en los espejismos – dijo María Claudia.
- Cállate – dijo María Clara con un tono áspero.
El silencio sobrevino con la noche, pero no duró demasiado.
- Estoy cansada, Clara.
- Yo también – dijo Maria Clara, mientras su voz se resquebrajaba.
María Claudia levantó la cabeza y dirigió sus ojos hacia donde estaba María Clara. Esta no resistió la mirada de María Claudia y comenzó a llorar. María Claudia la abrazó fuerte.
- Tenes el cuerpo helado – dijo María Claudia
- Tengo frío, entre otras cosas.
- Te quiero, Clarita.
- Yo también te quiero, Claudia.
Ambas se quedaron en silencio. Ya entrada la noche, dos hombres entraron al cuarto.
- Creo que me toca – dijo María Clara
- Esta noche no termina más – dijo Maria Claudia resignada.
- No, no termina más.
Maria Clara se levantó y se fue del cuarto en compañía de los dos hombres. Maria Claudia, sola en ese cuarto pequeño, de paredes de cemento mal pintadas, entró en un profundo llanto.

Mis cronopios

Pocas veces el sol y las gotas de lluvia se combinan, proyectando un arco multicolor en el cielo. Mas pocas son las veces que la luna y las gotas de lluvia se combinan proyectando un halo de luz blanca, que deja en descubierto a todas las pequeñas bestias, que se visten de invisibles en la oscuridad de la noche.

miércoles, 22 de octubre de 2008

Historias.

Mientras un rodillo cubre la historia de la pared de un edificio,
una gota se desprende y se suicida contra el piso sucio de la vereda.
Una mujer con tacos altos pasa por su lado sin notarla,
sin mirarla siquiera.
Una niña se detiene y apoya sus dedos diminutos de pincel,
la acaricia, la contempla.
Su padre la observa, hunde sus ojos en su forma,
toma a la niña de su brazo y continúa su rutina.

Noventa y dos (92)

Veinte cuadras de recorrido masivo
con cientos de ojos a tu alrededor.
Siempre furtiva, siempre elocuente
la mirada del niño que te inspecciona.
Huyen los ojos al encuentro de otros,
al subir anuncian a la máquina, en voz alta, 'un peso'.
Ojos en gestación, ancianos y dolidos toman su asiento;
unas gafas nos conducen al destino.
Y como una nube negra que arruine el paisaje
ojos aborígenes y extraños ascienden;
ignorados pero, sin lograr esconderse
opacan este cielo puramente argentino.

Sombras

La gente está sentada en el café.
Un hombre que acomoda
su cabello gris
revuelve una taza
de café.
Bajo el sol
incandescente,
el fulgor de un cuerpo
resplandece.
Una mujer que acomoda
su despecho
revuelve una bolsa
de algo que fue.

¿Quién será ella para sus manos deformadas?
¿Quién será él para
su euforia contenida?
La calle
limita
con el humo y con las
ratas.
Sus vidas,
con sus sombras
incesantes.
Sus cuerpos,
con el calor del
sufrimiento.

viernes, 17 de octubre de 2008

Consignas

en clase
Escribir un poema o texto poético sobe la ciudad a partir de los poemas

Para la otra clase:
1. Leer Ómnibus de Cortázar
Pensar una escena urbana en un lugar reconocible de la ciudad de Buenos Aires y narrarla
de manera extrañada.

2. Recorrido
Recorrer un lugar ( familiar, extraño) de la ciudad ( tal vez en dos momento del día diferentes, de mañana y de tarde o noche – según la zona – un día de semana o un domingo, etc.) sobre un lugar:
Registrar , hacer un inventario de los detalles

“(…) otra manera de acometer la gran ciudad es en profundidad, mediante recorridos y viajes: seguir una avenida, una serie de calles, una línea férrea o un subterráneo, atravesando barrios y capas sociales, uniendo puntos distantes, buscando lo disímil antes que lo homogéneo y semejante” , Carlos Gamerro ( en Ciudades de papel)

“(…) Georg Perec en su tentativa de agotar un lugar parisino, ensaya la estrategia contraria: quedarse quieto en un punto, digamos una esquina, y registrar todo lo que pasa por ella: personas, autos, bicicletas, ómnibus, palomas y perros. Aun cunado el observador esté quieto, lo propio de la ciudad –como descubrieron muy pronto el cine y, en las artes plásticas, todas las escuelas de vanguardia- parece ser no su arquitectura sino su movimiento” Carlos Gamerro ( Ciudades de papel)

Sentarse o permanecer en ese o en otro lugar por un tiempo ( peluquería, bar, shopping, tienda de dos pesos, banco, etc) y registrar las voces de la gente

miércoles, 15 de octubre de 2008

Todavía existen


Tienen pelos en todo el cuerpo, me molestan todo el día y siempre llega el punto en el que no me dejan pensar. Odio a las moscas. Me acuerdo que cuando era más chica mi tío Abel me contó que pueden saborear lo que pisan y, si les gusta, bajan la boca y lo succionan.
Hace mucho calor. La abuela decidió que comamos afuera porque el horno en que se convirtió la cocina es inhabitable. Los domingos en el campo cada vez me resultan más molestos. El paisaje es el mismo una y otra vez: mamá está cortando rodajas de pan mientras tapa las ensaladas evitando que las moscas las devoren, la tía Silvia está sentada en una silla, fumando un cigarrillo y quejándose de que tiene los dedos hinchados y la tía Liliana, siempre obsesionada con los gérmenes, sigue repasando los vasos y los cubiertos y realiza inútiles esfuerzos con el repasador para interrumpir el vuelo de los peludos insectos. El resto está afuera: los más chicos juegan a la pelota o corren las gallinas y los más grandes estamos sentados a la mesa comiendo maní con cáscara y papas fritas para mantenernos despiertos mientras esperamos que se haga el asado. Todavía no entienden que si nos acostamos a las ocho es un crimen levantarnos a las once para ir al campo. Papá y los tíos están con el abuelo cerca del fuego y estoy casi segura de que deben estar hablando de cuánto midió la lluvia del viernes.
Por fin papá nos avisa que el asado ya está. Nos sentamos en la mesa del corredor, donde circula un poco de aire. Siempre pasa lo mismo, traen todas las cosas juntas y de tanta comida al final termino comiendo casi nada. Después de que desaparecen los chorizos la pelea siempre se inicia por las costillas. El sol las muestra crocantes y sabrosas haciendo que nadie pueda resistir a la tentación. Tengo las manos engrasadas y pegoteadas y la cara toda manchada y brillosa. Hay dos moscas posadas en mi hombro izquierdo. Las odio. Son gordas y caminan lento con sus patas acolchonadas y pegajosas sobre mi piel. Seguramente ellas también deben haber probado las costillas. Me sacudo para espantarlas pero las moscas siguen ahí, firmes, pesadas, asquerosas y repugnantes. Como siempre, mi tío Abel está cerca para salvarme y con un fresco y delicado soplido logra alejarlas. Él siempre me dice que soy su sobrina preferida. A pesar de que cada vez hace más calor se me erizaron los pelos de los brazos y siento un poco de frío en el cuello.
Ya estoy llena y de mal humor, tengo sueño y la panza hinchada. Me pican los pies y no necesito mirar qué hay debajo de la mesa porque sé que la maldita costumbre de poner un balde debajo de la mesa para tirar los restos nunca se va a acabar. Es un asco ver los huesos, la grasa y las moscas. Aparte de ser sucio, me da miedo. Las moscas siempre son atraídas por los animales muertos y me imagino a mí tirada en una cama, desnuda y repleta de moscas que me succionan la sangre. Deseo que algún día dejen de existir.
La abuela trae la ensalada de frutas. Sorprendentemente la tía Silvia toma las compoteras y se dispone a servir. Si mis ojos no me engañan tiene quince pulseras plateadas en el brazo derecho y unos siete anillos, plateados, dorados y con piedras, repartidos en cuatro dedos. Le quedan horribles, solo a ella le pueden gustar. Mamá sonríe al escuchar los comentarios acerca de lo rica que está la ensalada, tengo que reconocer que el ananá que le pedí que no pusiera casi ni se nota. Mi primo Santi se ríe del tío Abel, siempre que toma vino se le tiñen los dientes, pero no como a todo el mundo sino que se le ponen muy oscuros. Detesto que tome vino porque después tengo que dormir la siesta con ese olor que me repugna.
Parece que las moscas están llenas porque hace rato que ninguna vuela sobre la mesa, tal vez, le tengan miedo a los flashes. Mamá y papá sonríen y se abrazan para la foto. Todos nos reímos de los comentarios ridículos y graciosos que hace papá. A mi me hace bien ver cómo se le llenan los ojos de lágrimas al abuelo cuando estamos todos juntos en el campo, dice que le emociona ver cómo crecimos sus quince nietos. Menos mal que la mala onda que siempre hay entre la tía Silvia y el tío Abel nunca arruina ese momento. Yo no entiendo porqué siguen juntos, me cuesta creer que en algún momento se querían y eran felices. Son cerca de las tres, es la hora de la siesta. Ayudo a juntar la mesa y después me voy a uno de los cuartos. Siempre elijo el mismo porque me da miedo que pase algo que lo ponga mal al abuelo. Es el cuarto en el que dormían mamá y la tía Liliana cuando eran chicas. Hay fotos de la comunión de mamá y una sola de su viaje de egresados a Bariloche que me encanta. Los postigos de las ventanas están cerrados. El calor sigue siendo insoportable así que corro todas las sábanas para acostarme. Seguro me duermo enseguida porque tengo mucho sueño. Igual estoy segura de que en un rato va a venir el tío Abel a traer el espiral que ahuyenta a las moscas y a los mosquitos y me va a despertar con su sonrisa violeta por el vino. Hoy no será la excepción, las moscas todavía existen y yo, casi desde que tengo memoria, sigo siendo la sobrina preferida del tío Abel.

miércoles, 8 de octubre de 2008

Luis

Son las 11:40 y estoy contando los minutos para que termine la hora. Estoy harta de los gritos de la vieja peluda que nos dice que no sabemos nada y que ninguno llegará a la universidad.
- Vissani – gritó Cristina López, la odiosa de matemática
- ¿Si? – contesto
- Pase a hacer el ejercicio 15 B al pizarrón
Giro y le pido a Ariel que me pase su hoja. Al mismo tiempo que abro los ganchos de la carpeta para sacar la hoja suena el timbre. Sin levantar una sola silla, desaforados como ganado salen todos corriendo, me empujan y las hojas de la capeta de Ariel tapizan el piso. Me quedo juntándolas y sacando con goma de borrar los pisotones. Para cuando termino de restaurar la carpeta el recreo finaliza. Vuelvo a mi asiento y llega el profesor.
Paula le trajo al profe los prometidos cañoncitos de dulce de leche que hace su panadería. Una familia de gigantescas moscas se posan sobre la bandeja. Paula se acerca y le da la bandeja a Luís. Muy contento agarra un cañoncito le da un tarascón y con la boca llena de dulce de leche le da un beso en la mejilla a Paula diciéndole gracias. Mientras la besa, la rodea con un brazo, mientras la otra mano sostiene los cañoncitos, e intenta levantarla pero Paula es muy gorga y fea como para que el profe pueda levantarla así. Me acerco al hombro de Lara y le susurro en el oído todo lo chupamedias y fea que me parece Paula y agrego “no la va a aprobar porque le traiga esos mazacotes asquerosos”.
El aula va retomando la calma post-recreo. Todos se sientan. Y Luís con una sonrisa radiante de felicidad nos saluda y ofrece los dos cañoncitos que quedan en la bandeja. Todos agradecemos pero nadie acepta. Se sienta y dice “que tímidos”. Con las manos, llenas de dulce de leche e intentando no enchastrarlo por todos lados, intenta acomodar el suéter sobre el respaldo de la silla. Unos lunares quedan sobre el abrigo color maíz y dan de comer a dos de las moscas de la manada. El resto de las moscas continúa sobrevolando la bandeja que está a la derecha del profe sobre el pupitre. Cada tanto mueve su mano derecha, como intentando espantarlas pero las moscas parecen haber quedado estaqueadas sobre el pastoso y denso dulce de leche “Richard” de la panadería de la gorda de Paula.
El profe comienza a explicarnos los motivos del atentado a las Torres Gemelas, las consecuencias, el pasaje de la sociedad tradicional a la modernidad y un montón de cosas más, mientras su mejilla derecha sigue matizada de dulce de leche. No puedo concentrarme en lo que dice porque no puedo dejar de ver las manchas. Mis ojos están hipnotizados por la mejilla derecha de Luis, las gotas de dulce de leche y las moscas. Cada tanto él se las espanta y se golpea un poco a sí mismo.
No puedo dejar de mirarle las manchas fijamente. Él no se asombra de que lo mire tan intensamente. A veces me avergüenzo un poco por Rodrigo porque desde el banco de atrás me pincha con el portaminas. Le encanta molestarme, por lo que de vez en cuando me canso y libero un insulto. Luís me mira y me dice “¡FLO!”, entonces me avergüenzo de que me llame la atención y tengo que dejar de mirarlo. Pero cuando pasa mucho tiempo sin que lo desnude con la mirada él busca que lo mire, y me mira intensamente como yo lo miro a él; entonces logra que lo vuelva a mirar y cuando lo hago él recobra la tranquilidad y sigue dando la clase para todos.
Lo bueno es que siempre encuentro una excusa: ese día son las moscas, el dulce de leche; pero a veces digo que lo miro porque lo que él dice es tan, tan interesante; siempre encuentro algo. Otra vez fue porque se sacó los lunares de la cara. Fue muy impactante: entro con la cara llena de yodo y gasitas pegadas con cintas. Por un momento mi corazón latió tan fuerte, del susto. Me acerqué discreta y le pregunté qué le había paso, él muy relajado me contó que se había sacado los lunares de viejo que le estaban tapando la cara y se rió fuerte, como se ríe siempre, como una bestia. Avergonzada por la risa me fui disimuladamente a sentar antes que alguien lo notara. A los días cuando vino sin los apósitos mis ojos empezaron a extrañar ese terreno irregular que revestía su cara. Mis ojos ya tenían un recorrido pautado: comenzaba por las Toper´s y finalizaba en su cara. Al transitar por su cara debía vencer los obstáculos de cada una de sus elevaciones, ahora ya no estaban eran espacios más blancos donde la piel se pone más brillosa, suave y delicada.
Me gustaría tocar su pelo. Me irrita un poco pensar que alguna mano femenina, que no es la mía, recoge su pelo cada día y le coloca esas coloridas colitas. Un día vino con una colita fucsia, estaba segura que se la había puesto una de las chicas de su casa, sin importarme si había sido su mujer o su hija de solo pensarlo la piel se me erizó de bronca y celos; y de manera bastante caprichosa e insolente cuando se sentó le pedí que se soltara el pelo. Y se lo soltó. Sacudió su cabeza de izquierda a derecha y preguntó “¿cómo me queda?”. Todos se rieron, inclusive Rodrigo por lo que le pegué una patada tan, pero tan fuerte que la marca le duró un montón de días. Me daba mucha bronca que se rieran, porque le quedaba hermoso y porque lo había hecho para mí. Parecía un león de cabellera exótica: dorada y gris, con abundancias aisladas y baches sectorizados.
Odio mucho a mis papas por no haberme fabricado en una fecha de modo que naciera en época escolar. Uno de enero, un espanto. Nunca recibiría el abrazo y el beso que Luís regala en los cumpleaños, por lo que tendré que ser muy ingeniosa para encontrar motivos para tocarlo. Me jugó a favor ser bajita porque al ser él tan alto siempre que me ve por los pasillos, o la cantina me hace una caricia en la cabeza y me dice “Hola Flo” y a mi me encanta, nadie más me dice Flo.

Victoria

Victoria está caminando de la mano de su papá. La mano izquierda está sujeta a la mano de papá, los deditos se ensuciaron por la arena en la plaza. Mamá está de compras en el almacén. Vicky tiene en su mano derecha una paleta de colores. Rojo, amarillo, verde, blanco y rojo de vuelta, como un arco iris. Mamá le prometió un chupetín cuando vuelvan a casa. Vicky se apura pero la mano de papá no la deja correr. Tironea, zapatea pero la mano de papá es más fuerte. Vicky no quiere mirar arriba, está enojada con papá. Mira al piso. A sus zapatitos de charol, sus medias blancas, sus pasitos. Mira las baldosas con sus canaletas negras. Vicky no quiere llorar, se muerde los labios. Los mocos la delatan. Unos pantalones negros y zapatos marrones con un perro con collar que mueve la cola se acercan. El perro huele a Vicky, el hocico moja la cara de Vicky. Se ríe, lo acaricia. Los deditos sucios tocan el pelo sucio del perro. El perro saca la lengua y agita la cola. El perro se va contento y Vicky sigue caminando con papá y la paleta amarilla, verde, blanca y roja de vuelta. Caminan las calles largas, el piso pintado de blanco a veces, negro también. Los arbolitos empiezan pero no terminan para Vicky. Apenas ve verde pero si ve madera. Sigue enojada con papá. Tardan mucho en llegar a casa y la paleta ya es verde blanca y roja de vuelta. Ve piernas largas, ve zapatos y pantalones caminando más rápido que Vicky. El sol se cae, la luna casi se ve atrás del sol. Papá se para y le dice cosas a otros persona de pantalones grises y zapatos marrones. Y gritan, fuerte. Vicky levanta la cara y ve la cara de papa asustado y enojado. Usan palabras difíciles. Vicky se esconde atrás de las piernas de papá. Hay un señor malo que le esta gritando a papá. La mano de papá agarra fuerte a la mano de Vicky, tan fuerte que duele. Los gritos son cada vez más. Vicky no sabe que hacer y empieza a llorar. Llora fuerte y grita con papá y el hombre malo. Ya es de noche. Ya no le gusta la luna a Vicky. El hombre malo saca una paleta gris del pantalón. Una paleta rara. Y un ruido fuerte suena. Vicky se asusta y se esconde en las piernas de papá. Pero las piernas y las rodillas se caen, papá está a la altura de vicky. Los pantalones del señor malo corren lejos, y papá se cae al piso. Vicky no entiende, le habla a papá pero papá está dormido. Le grita y nada. Vicky llora fuerte y ve que a la paleta solo le queda el rojo.

martes, 7 de octubre de 2008

Consignas para la escritura del cuento

Elija una de las story line (que escribió usted o algún compañero) que considere más "productivo".

- Transforme la story line en un cuento . Para ello, hágalo crecer:
formule preguntas del tipo ¿por qué? ¿Cómo? ¿Y después…?

Recuerde: “ lo que tienen de particular las preguntas que se le hacen a la historia es que no se le formulan solo al futuro sino también a su pasado” ( Pampillo) en el que el lector infiera esas respuestas.

- Elija una focalización interna.
- Atienda a la temporalidad. Incluya una analepsis significativa.
- Incluya un diálogo elusivo.
- Represente, muestre la acción, no “diga”.
- Genere tensión narrativa ( el obstáculo se enuncia con persistencia, y representando las circunstancias)
- Elija un título.

Extensión: entre cuatro y diez carillas.

jueves, 25 de septiembre de 2008

Consignas para la clase que viene

1. Escribir la story line de los cuentos:

La novia de Odessa, E. Cozarinsky
Como un león, H. Conti
Bestiario, J. Cortázar

2. Escribir (a partir de algunos de los textos escritos por uno mismo o de alguno escrito por los compañeros) una o unas posible/s story line para la producción del cuento.
Para poner a prueba un story line pueden responder mentalmente a una serie de preguntas:
¿Es realmente un story line o un agumento?
¿Cuál es el conflicto?
¿Qué quieren “decir” con este story line?

Story line es el término que usamos para designar, con el mínimo de palabras posibles el conflicto matriz de una historia. No deben dedicársele más de cinco o seis líneas porque es justamente la síntesis de la historia.

Un story line debe contener lo esencial de la historia. Esto es:
La presentación del conflicto.
El desarrollo del conflicto.
La solución del conflicto.

Definimos el story line como la mínima expresión del conflicto y la más breve sinopsis. Al tratarse sólo de la concreción del conflicto matriz no hace falta hablar ni del tiempo, ni del espacio, ni de la composición de los personajes. Me permito insistir en que story line representa el qué, cuál de los posibles conflictos humanos hemos elegido para dar fundamento al drama o a la comedia que contaremos o desarrollaremos en el guión.


La story line es lo que podría contarnos un espectador a la salida del cine cuando se le pregunta qué es lo que ha visto: contaría en pocas palabras el conflicto básico de la historia. El proceso de creación del story line es eso mismo, pero a la inversa: contar el resumen de una historia que todavía no existe. No son necesarias más explicaciones; sino en lugar de un story line tendríamos un argumento. El diseño del conflicto debe ser muy conciso.

Ejemplos de story line:

"Fui al entierro de un amigo. Tres días después, él caminaba por las calles de Nueva York”, de Graham Greene (De aquí surgió la película El tercer hombre: "Jack va al entierro de su amigo en Viena. No se resigna, investiga y termina descubriendo que su amigo no ha muerto; está vivo y fingió su propio entierro, porque era buscado por la policía. Descubierto por la curiosidad de Jack, el amigo es abatido por las balas de la policía".)
Una mujer sale de su casa cuando su marido e hijo duermen, camina por la ciudad y se acuesta con un hombre que no conoce. Luego regresa sin que nadie haya notado su ausencia. (El llamado, Inés Garland)

Una mujer y su hija viajan en tren a un pueblo, le piden la llave del cementerio al cura y depositan un ramo de flores en la tumba de su hijo, un ladrón que fue baleado días atrás. (La siesta del martes, García Márquez)

Un hombre humilde regala una vaca como dote de casamiento para salvarla de la prostitución. La inundación, se llevan la vaca y la niña, desconsolada, llora. (Es que somos tan pobre. Rulfo)

Broken plate (1929) Kertész, André

Los dulces sueños están hechos de esto

de Inés Garland

Mi historia con Josh pasó seis meses después de mi separación. Era noviembre y hacía calor. Los fines de semana en que mi hija se iba con su papá, me quedaba todo el día en mi cuarto con la persiana baja, metida debajo del edredón, muchas veces vestida y con medias como si hiciera frío. Pensaba que eso también algún día pasaría como pasan todas las cosas de este mundo, como había pasado, también, el tiempo en que sentí que el padre de mi hija y yo estaríamos juntos toda la vida. Yo había conseguido un trabajo en un Ministerio. Viajaba en subte temprano, después de llevar a mi hija al colegio, y volvía con el tiempo justo para acostarla. Le rezábamos a su ángel de la guarda acostadas en la cama y después me iba a dormir a mi cuarto. No sé bien en qué pensaba. No sé en realidad si pensaba en algo porque sólo recuerdo los viajes en subte, el trayecto desde la estación a casa por las calles donde la gente salía a sentarse en las veredas y tomar cerveza y yo me sentía fuera del mundo.Había conocido a Josh en un viaje a Londres. Entonces él tenía cuatro años y yo veintiuno y sus padres me habían contratado para cuidarlo. Nuestra relación había sido muy buena desde el principio. El tenía una energía avasalladora, era intenso, dominante, original, y me había hecho hacer muchas cosas que no volví a hacer por ningún niño. Una de ellas era pedalear por Hyde Park detrás de viejitas en bicicleta que él me obligaba a seguir al grito de Superman. Las persecuciones eran agotadoras, sobre todo porque él siempre elegía ciclistas muy distantes y me alentaba a pedalear con todas mis fuerzas hasta alcanzarlas y pasarlas. Yo jugaba con él desde la mañana temprano cuando el resto de la familia dormía, le daba sus comidas y era la única que podía manejarlo cuando le daba una de sus monumentales rabietas. Nos divertíamos. No creo haber tenido con mi propia hija ni la mitad de la paciencia que tuve con él.Durante los primeros años después de mi viaje nos habíamos escrito tarjetas de Navidad y con el tiempo no había sabido casi nada de él hasta un poco antes de ese mes de noviembre. Unas semanas antes de separarme me había llegado una postal de una playa en Ecuador. “Soy frente al mar. La vienta sopla fuerte. Amo una muchacha de jumpita azul, collar azul, pendientes azul. Estaré en Buenos Aires pronto. Love. Josh”. Me había alegrado el día.Apareció en casa un sábado a la mañana. Abrí la puerta y ahí estaba; los años de no verlo se convirtieron en un paréntesis, como si el hombre en mi puerta se superpusiera al chico que yo había conocido y me obligara a pensar en el tiempo, en mis propios cambios. Su pelo no se había domesticado con los años, pero las horas frente al espejo para ordenar los remolinos habían sido reemplazadas por un peinado que resaltaba el desorden y le daba un aspecto muy particular. Algo en su mirada había cambiado, pero no pude determinar qué era. Mi primer impulso fue abrazarlo, como si lo que fuera que le había pasado en esos veinte años despertara mi instinto de protección. Tenía los mismos movimientos rápidos y elásticos de la infancia y un cuerpo fibroso, compacto; lindos brazos. Era más bajo que yo. Hacía un año que se había ido de Londres y estaba viajando por Sudamérica y se había pasado los dos últimos meses en Ecuador desmontando un claro en la selva para construir la casa de un amigo de aventuras. De pronto había decidido visitarme y pedirme asilo por unas semanas. Instalé a mi hija en mi cama y le dejé a él el cuarto de ella y, de la noche a la mañana, las dos pasamos a convivir con un hombre que yo veía como un chico a mi cargo.Al anochecer, cuando volvía a casa, abría la puerta de entrada y él estaba siempre ahí, sentado en el sillón, leyendo o escuchando música. A veces lo encontraba sumergido en serias conversaciones con mi hija. Vaya a saber de qué hablaban, pero ella me miraba un poco molesta, como si mi llegada hubiese interrumpido algo muy interesante. Después de acostarla, Josh y yo abríamos una botella de vino y nos quedábamos hablando hasta que a mí se me cerraban los ojos y tenía que irme a dormir. Unos días más tarde me di cuenta de que el trayecto desde el subte hasta casa se había vuelto liviano, casi alegre. Me apuraba por llegar. Me hacía feliz encontrarlo sentado en mi living con la mirada despierta, anhelante. La alegría con que se paraba para recibirme me hacían sentir bienvenida. Una tarde cualquiera, antes de abrir la puerta, registré una ligera opresión en la boca del estómago, un instante de ansiedad, se me acababa de ocurrir que tal vez esa tarde no estuviera allí. Había empezado a necesitarlo.Una mañana Josh me dio el diario que había escrito en su viaje. Insistió mucho para que lo leyera. Los encuentros intensos y pasajeros, los nombres y teléfonos de personas que probablemente él nunca más vería, los momentos redondos, únicos, sin futuro, me recordaron el viaje que había hecho yo hacía veinte años. Al final del diario, Josh contaba una relación con una mujer treinta años mayor. “I am her toy-boy ”, decía el diario. La mujer trabajaba todo el día y a la tarde lo llevaba a los mejores restoranes, salían a comprar ropa, al teatro, al cine. El se dejaba malcriar, vestir, pasear, el chico de juguete que esperaba a su dueña recién bañado. Sentí envidia de esa mujer que podía hacer lo que quería sin importarle nada; y algo en la forma en que él contaba sus días vacíos en el enorme departamento y la manera en que la esperaba a la tarde me hizo sentir también cierto desprecio por él. Pensé que era curiosa la forma de llamar al hombre en una relación así: chico de juguete. Cuando es a la inversa y la que es joven es la mujer, el hombre es el “sugar daddy”, el papá de azúcar. La definición también recae sobre el hombre. ¿Cómo se llama a las mujeres en esas relaciones? “Puta” es la única palabra que me vino a la mente. Las cosas con la mujer habían terminado mal. Los datos eran poco claros, pero en algún momento Josh había decidido que ya era suficiente -lo había escrito así: “me pareció que ya era suficiente”- y la mujer no lo quería dejar ir. Josh había descrito la escena : ella lloraba tirada en el piso y le hacía una lista obscena de todo lo que le había regalado; le abrazaba las rodillas y él la llevaba a la rastra hasta la puerta, como a una chiquita consentida. Josh se sorprendía de no sentir nada. Me compadecí de la mujer. Después él citaba la letra de una canción de Eurrythmics. Los dulces sueños están hechos de esto. Algunos te quieren usar, otros quieren ser abusados.Esa noche, después de nuestra botella de vino, me preguntó qué me había parecido el diario y quiso saber si había leído la historia con la mujer. Tenía el cuerpo echado hacia atrás en el sillón y un brazo indiferente sobre el respaldo. Sin embargo tuve la sensación de que esperaba algo de mí, una explicación, una crítica. No supe qué decirle. Un miércoles lo invité al cine y llamé a una baby sitter. Yo estaba eligiendo los zapatos cuando sonó el timbre. Le abrí la puerta a una chica preciosa. El corazón me dio un vuelco. A mi espalda, Josh leía en el sillón y ahora yo iba a entrar con ella al living y él iba a verla, joven y hermosa. La hice pasar, los presenté, fui a terminar de vestirme y ellos se quedaron conversando en el living, la voz de ella fresca y despreocupada, él haciendo el esfuerzo de hablarle en castellano. Por nuestra diferencia de altura, yo había elegido unos zapatos sin taco y me los estaba poniendo cuando los escuché reírse. Lo que hice, lo hice sin pensar. Abrí el ropero, saqué los tacos más altos que tenía, unos que no usaba nunca, y aparecí en el living, altísima, desafiante como una amazona. En el ascensor, cuando lo vi a mi lado, tan chico, me sentí estúpida. Mis celos de un rato antes me habían dejado aturdida. Esa noche me costó dormir. Había entendido de pronto que la baby sitter y la chica de la postal, la de la jumpita azul que lo había enamorado, eran todo lo que yo ya no sería nunca más. La tarde siguiente, cuando llegué de trabajar, Josh había convencido a mi hija de que le cortara el pelo. Los encontré a los dos instalados en la cocina. Mi hija con la tijera en la mano y él sentado en uno de los banquitos con una toalla sobre los hombros, listo para el corte. Cuando entré en la cocina mi hija estaba de espaldas, muy derecha, la cabeza inclinada sobre un hombro escuchando atenta los argumentos de Josh que trataba de animarla a dar el primer tijeretazo. Ella giró hacia mí con una mirada culpable y me dio las tijeras.-Yo no sé cortar el pelo-dijo, y nos dejó solos en la cocina.Josh la llamó, pero ella no volvió.-Entonces córtamelo tú -dijo él.Yo tenía la tijera en la mano y estaba parada a su lado, nunca le había cortado el pelo a nadie. Deslicé un mechón entre mis dedos como había visto hacer a los peluqueros toda la vida. El pelo de Josh era suave. Corté. Volví a deslizar mis dedos y corté. Lo hice una y otra vez; sentía su cabeza bajo la yema de mis dedos, el ruido de la tijera. Su pelo caía en mechones a nuestro alrededor. El había cerrado los ojos y estaba en silencio. Tocarlo así, de pronto, sin haberlo pensado antes, fue como caer al vacío. Recorrí cada milímetro de su cabeza, me deslicé por el suave declive hacia su nuca, sentí la saliente detrás de sus orejas, el hueco de sus sienes, su frente. Me dio vergüenza desearlo tanto y seguir fingiendo que todo era como había sido hacía veinte años. Posiblemente si mi hija no se hubiera ido con su padre ese fin de semana, nada de lo que pasó habría pasado.El viernes a la noche, cuando ella se fue, él dijo que me quería invitar a comer. Me bañé, me maquillé y me vestí para salir y todo el tiempo, mientras me arreglaba, pensaba que estaba corriendo el riesgo de convertirme en una vieja ridícula.Comimos en un restoran chiquito, con luz de velas. Conversamos durante toda la comida. Algo en el tono de la conversación, en su manera de mirarme, era diferente, y yo sabía que, ahora sí, los dos habíamos entrado en el juego. Posiblemente habíamos estado jugando antes sin darnos cuenta, pero las velas, el vino, la conversación crearon un estado de ánimo que cambió el curso de las cosas. Yo miraba sus manos sobre el mantel. Eran chiquitas, cuadradas, pecosas. Nunca me habían gustado las manos pecosas, pero de pronto el resto del mundo había desaparecido y sólo existían sus nudillos. Me sentía atraída hacia ellos con tanta fuerza que se habían convertido en el principio de algo, en una puerta, en un precipicio. Le contestaba las preguntas y mi mirada iba de su cara a sus nudillos. Si tan sólo pudiera besárselos, pensaba, ¿qué podía haber de malo en eso? Y de pronto, fue él quien me besó. Lo demás debería haber sido previsible. Cuando lo vi tan blanco y frágil, desnudo sobre mi cama, pensé por última vez que debía salvarlo de mi voracidad. Lo monté con los ojos abiertos. El se entregó como una niña, en silencio, casi avergonzado. Nunca me miró. Después me vestí dándole la espalda. Le pregunté por qué me había besado.-Porque eso era lo que querías de mí -dijo.Al día siguiente le pagué un hotel. No quería que mi hija me viera con él después de lo que había pasado. Hubiera querido volver a ser su confidente, cuidarlo, guiarlo de alguna manera. Quería decirle que los dulces sueños no estaban hechos de lo que decía la canción. Pero me di cuenta de que yo ya no sabía muy bien de qué estaban hechos.