jueves, 25 de septiembre de 2008

Consignas para la clase que viene

1. Escribir la story line de los cuentos:

La novia de Odessa, E. Cozarinsky
Como un león, H. Conti
Bestiario, J. Cortázar

2. Escribir (a partir de algunos de los textos escritos por uno mismo o de alguno escrito por los compañeros) una o unas posible/s story line para la producción del cuento.
Para poner a prueba un story line pueden responder mentalmente a una serie de preguntas:
¿Es realmente un story line o un agumento?
¿Cuál es el conflicto?
¿Qué quieren “decir” con este story line?

Story line es el término que usamos para designar, con el mínimo de palabras posibles el conflicto matriz de una historia. No deben dedicársele más de cinco o seis líneas porque es justamente la síntesis de la historia.

Un story line debe contener lo esencial de la historia. Esto es:
La presentación del conflicto.
El desarrollo del conflicto.
La solución del conflicto.

Definimos el story line como la mínima expresión del conflicto y la más breve sinopsis. Al tratarse sólo de la concreción del conflicto matriz no hace falta hablar ni del tiempo, ni del espacio, ni de la composición de los personajes. Me permito insistir en que story line representa el qué, cuál de los posibles conflictos humanos hemos elegido para dar fundamento al drama o a la comedia que contaremos o desarrollaremos en el guión.


La story line es lo que podría contarnos un espectador a la salida del cine cuando se le pregunta qué es lo que ha visto: contaría en pocas palabras el conflicto básico de la historia. El proceso de creación del story line es eso mismo, pero a la inversa: contar el resumen de una historia que todavía no existe. No son necesarias más explicaciones; sino en lugar de un story line tendríamos un argumento. El diseño del conflicto debe ser muy conciso.

Ejemplos de story line:

"Fui al entierro de un amigo. Tres días después, él caminaba por las calles de Nueva York”, de Graham Greene (De aquí surgió la película El tercer hombre: "Jack va al entierro de su amigo en Viena. No se resigna, investiga y termina descubriendo que su amigo no ha muerto; está vivo y fingió su propio entierro, porque era buscado por la policía. Descubierto por la curiosidad de Jack, el amigo es abatido por las balas de la policía".)
Una mujer sale de su casa cuando su marido e hijo duermen, camina por la ciudad y se acuesta con un hombre que no conoce. Luego regresa sin que nadie haya notado su ausencia. (El llamado, Inés Garland)

Una mujer y su hija viajan en tren a un pueblo, le piden la llave del cementerio al cura y depositan un ramo de flores en la tumba de su hijo, un ladrón que fue baleado días atrás. (La siesta del martes, García Márquez)

Un hombre humilde regala una vaca como dote de casamiento para salvarla de la prostitución. La inundación, se llevan la vaca y la niña, desconsolada, llora. (Es que somos tan pobre. Rulfo)

Broken plate (1929) Kertész, André

Los dulces sueños están hechos de esto

de Inés Garland

Mi historia con Josh pasó seis meses después de mi separación. Era noviembre y hacía calor. Los fines de semana en que mi hija se iba con su papá, me quedaba todo el día en mi cuarto con la persiana baja, metida debajo del edredón, muchas veces vestida y con medias como si hiciera frío. Pensaba que eso también algún día pasaría como pasan todas las cosas de este mundo, como había pasado, también, el tiempo en que sentí que el padre de mi hija y yo estaríamos juntos toda la vida. Yo había conseguido un trabajo en un Ministerio. Viajaba en subte temprano, después de llevar a mi hija al colegio, y volvía con el tiempo justo para acostarla. Le rezábamos a su ángel de la guarda acostadas en la cama y después me iba a dormir a mi cuarto. No sé bien en qué pensaba. No sé en realidad si pensaba en algo porque sólo recuerdo los viajes en subte, el trayecto desde la estación a casa por las calles donde la gente salía a sentarse en las veredas y tomar cerveza y yo me sentía fuera del mundo.Había conocido a Josh en un viaje a Londres. Entonces él tenía cuatro años y yo veintiuno y sus padres me habían contratado para cuidarlo. Nuestra relación había sido muy buena desde el principio. El tenía una energía avasalladora, era intenso, dominante, original, y me había hecho hacer muchas cosas que no volví a hacer por ningún niño. Una de ellas era pedalear por Hyde Park detrás de viejitas en bicicleta que él me obligaba a seguir al grito de Superman. Las persecuciones eran agotadoras, sobre todo porque él siempre elegía ciclistas muy distantes y me alentaba a pedalear con todas mis fuerzas hasta alcanzarlas y pasarlas. Yo jugaba con él desde la mañana temprano cuando el resto de la familia dormía, le daba sus comidas y era la única que podía manejarlo cuando le daba una de sus monumentales rabietas. Nos divertíamos. No creo haber tenido con mi propia hija ni la mitad de la paciencia que tuve con él.Durante los primeros años después de mi viaje nos habíamos escrito tarjetas de Navidad y con el tiempo no había sabido casi nada de él hasta un poco antes de ese mes de noviembre. Unas semanas antes de separarme me había llegado una postal de una playa en Ecuador. “Soy frente al mar. La vienta sopla fuerte. Amo una muchacha de jumpita azul, collar azul, pendientes azul. Estaré en Buenos Aires pronto. Love. Josh”. Me había alegrado el día.Apareció en casa un sábado a la mañana. Abrí la puerta y ahí estaba; los años de no verlo se convirtieron en un paréntesis, como si el hombre en mi puerta se superpusiera al chico que yo había conocido y me obligara a pensar en el tiempo, en mis propios cambios. Su pelo no se había domesticado con los años, pero las horas frente al espejo para ordenar los remolinos habían sido reemplazadas por un peinado que resaltaba el desorden y le daba un aspecto muy particular. Algo en su mirada había cambiado, pero no pude determinar qué era. Mi primer impulso fue abrazarlo, como si lo que fuera que le había pasado en esos veinte años despertara mi instinto de protección. Tenía los mismos movimientos rápidos y elásticos de la infancia y un cuerpo fibroso, compacto; lindos brazos. Era más bajo que yo. Hacía un año que se había ido de Londres y estaba viajando por Sudamérica y se había pasado los dos últimos meses en Ecuador desmontando un claro en la selva para construir la casa de un amigo de aventuras. De pronto había decidido visitarme y pedirme asilo por unas semanas. Instalé a mi hija en mi cama y le dejé a él el cuarto de ella y, de la noche a la mañana, las dos pasamos a convivir con un hombre que yo veía como un chico a mi cargo.Al anochecer, cuando volvía a casa, abría la puerta de entrada y él estaba siempre ahí, sentado en el sillón, leyendo o escuchando música. A veces lo encontraba sumergido en serias conversaciones con mi hija. Vaya a saber de qué hablaban, pero ella me miraba un poco molesta, como si mi llegada hubiese interrumpido algo muy interesante. Después de acostarla, Josh y yo abríamos una botella de vino y nos quedábamos hablando hasta que a mí se me cerraban los ojos y tenía que irme a dormir. Unos días más tarde me di cuenta de que el trayecto desde el subte hasta casa se había vuelto liviano, casi alegre. Me apuraba por llegar. Me hacía feliz encontrarlo sentado en mi living con la mirada despierta, anhelante. La alegría con que se paraba para recibirme me hacían sentir bienvenida. Una tarde cualquiera, antes de abrir la puerta, registré una ligera opresión en la boca del estómago, un instante de ansiedad, se me acababa de ocurrir que tal vez esa tarde no estuviera allí. Había empezado a necesitarlo.Una mañana Josh me dio el diario que había escrito en su viaje. Insistió mucho para que lo leyera. Los encuentros intensos y pasajeros, los nombres y teléfonos de personas que probablemente él nunca más vería, los momentos redondos, únicos, sin futuro, me recordaron el viaje que había hecho yo hacía veinte años. Al final del diario, Josh contaba una relación con una mujer treinta años mayor. “I am her toy-boy ”, decía el diario. La mujer trabajaba todo el día y a la tarde lo llevaba a los mejores restoranes, salían a comprar ropa, al teatro, al cine. El se dejaba malcriar, vestir, pasear, el chico de juguete que esperaba a su dueña recién bañado. Sentí envidia de esa mujer que podía hacer lo que quería sin importarle nada; y algo en la forma en que él contaba sus días vacíos en el enorme departamento y la manera en que la esperaba a la tarde me hizo sentir también cierto desprecio por él. Pensé que era curiosa la forma de llamar al hombre en una relación así: chico de juguete. Cuando es a la inversa y la que es joven es la mujer, el hombre es el “sugar daddy”, el papá de azúcar. La definición también recae sobre el hombre. ¿Cómo se llama a las mujeres en esas relaciones? “Puta” es la única palabra que me vino a la mente. Las cosas con la mujer habían terminado mal. Los datos eran poco claros, pero en algún momento Josh había decidido que ya era suficiente -lo había escrito así: “me pareció que ya era suficiente”- y la mujer no lo quería dejar ir. Josh había descrito la escena : ella lloraba tirada en el piso y le hacía una lista obscena de todo lo que le había regalado; le abrazaba las rodillas y él la llevaba a la rastra hasta la puerta, como a una chiquita consentida. Josh se sorprendía de no sentir nada. Me compadecí de la mujer. Después él citaba la letra de una canción de Eurrythmics. Los dulces sueños están hechos de esto. Algunos te quieren usar, otros quieren ser abusados.Esa noche, después de nuestra botella de vino, me preguntó qué me había parecido el diario y quiso saber si había leído la historia con la mujer. Tenía el cuerpo echado hacia atrás en el sillón y un brazo indiferente sobre el respaldo. Sin embargo tuve la sensación de que esperaba algo de mí, una explicación, una crítica. No supe qué decirle. Un miércoles lo invité al cine y llamé a una baby sitter. Yo estaba eligiendo los zapatos cuando sonó el timbre. Le abrí la puerta a una chica preciosa. El corazón me dio un vuelco. A mi espalda, Josh leía en el sillón y ahora yo iba a entrar con ella al living y él iba a verla, joven y hermosa. La hice pasar, los presenté, fui a terminar de vestirme y ellos se quedaron conversando en el living, la voz de ella fresca y despreocupada, él haciendo el esfuerzo de hablarle en castellano. Por nuestra diferencia de altura, yo había elegido unos zapatos sin taco y me los estaba poniendo cuando los escuché reírse. Lo que hice, lo hice sin pensar. Abrí el ropero, saqué los tacos más altos que tenía, unos que no usaba nunca, y aparecí en el living, altísima, desafiante como una amazona. En el ascensor, cuando lo vi a mi lado, tan chico, me sentí estúpida. Mis celos de un rato antes me habían dejado aturdida. Esa noche me costó dormir. Había entendido de pronto que la baby sitter y la chica de la postal, la de la jumpita azul que lo había enamorado, eran todo lo que yo ya no sería nunca más. La tarde siguiente, cuando llegué de trabajar, Josh había convencido a mi hija de que le cortara el pelo. Los encontré a los dos instalados en la cocina. Mi hija con la tijera en la mano y él sentado en uno de los banquitos con una toalla sobre los hombros, listo para el corte. Cuando entré en la cocina mi hija estaba de espaldas, muy derecha, la cabeza inclinada sobre un hombro escuchando atenta los argumentos de Josh que trataba de animarla a dar el primer tijeretazo. Ella giró hacia mí con una mirada culpable y me dio las tijeras.-Yo no sé cortar el pelo-dijo, y nos dejó solos en la cocina.Josh la llamó, pero ella no volvió.-Entonces córtamelo tú -dijo él.Yo tenía la tijera en la mano y estaba parada a su lado, nunca le había cortado el pelo a nadie. Deslicé un mechón entre mis dedos como había visto hacer a los peluqueros toda la vida. El pelo de Josh era suave. Corté. Volví a deslizar mis dedos y corté. Lo hice una y otra vez; sentía su cabeza bajo la yema de mis dedos, el ruido de la tijera. Su pelo caía en mechones a nuestro alrededor. El había cerrado los ojos y estaba en silencio. Tocarlo así, de pronto, sin haberlo pensado antes, fue como caer al vacío. Recorrí cada milímetro de su cabeza, me deslicé por el suave declive hacia su nuca, sentí la saliente detrás de sus orejas, el hueco de sus sienes, su frente. Me dio vergüenza desearlo tanto y seguir fingiendo que todo era como había sido hacía veinte años. Posiblemente si mi hija no se hubiera ido con su padre ese fin de semana, nada de lo que pasó habría pasado.El viernes a la noche, cuando ella se fue, él dijo que me quería invitar a comer. Me bañé, me maquillé y me vestí para salir y todo el tiempo, mientras me arreglaba, pensaba que estaba corriendo el riesgo de convertirme en una vieja ridícula.Comimos en un restoran chiquito, con luz de velas. Conversamos durante toda la comida. Algo en el tono de la conversación, en su manera de mirarme, era diferente, y yo sabía que, ahora sí, los dos habíamos entrado en el juego. Posiblemente habíamos estado jugando antes sin darnos cuenta, pero las velas, el vino, la conversación crearon un estado de ánimo que cambió el curso de las cosas. Yo miraba sus manos sobre el mantel. Eran chiquitas, cuadradas, pecosas. Nunca me habían gustado las manos pecosas, pero de pronto el resto del mundo había desaparecido y sólo existían sus nudillos. Me sentía atraída hacia ellos con tanta fuerza que se habían convertido en el principio de algo, en una puerta, en un precipicio. Le contestaba las preguntas y mi mirada iba de su cara a sus nudillos. Si tan sólo pudiera besárselos, pensaba, ¿qué podía haber de malo en eso? Y de pronto, fue él quien me besó. Lo demás debería haber sido previsible. Cuando lo vi tan blanco y frágil, desnudo sobre mi cama, pensé por última vez que debía salvarlo de mi voracidad. Lo monté con los ojos abiertos. El se entregó como una niña, en silencio, casi avergonzado. Nunca me miró. Después me vestí dándole la espalda. Le pregunté por qué me había besado.-Porque eso era lo que querías de mí -dijo.Al día siguiente le pagué un hotel. No quería que mi hija me viera con él después de lo que había pasado. Hubiera querido volver a ser su confidente, cuidarlo, guiarlo de alguna manera. Quería decirle que los dulces sueños no estaban hechos de lo que decía la canción. Pero me di cuenta de que yo ya no sabía muy bien de qué estaban hechos.

miércoles, 24 de septiembre de 2008

No sé Padre, yo le juro que no sabía que iba a pasar algo así, de haberlo sabido no espiaba. Está bien, yo le cuento, pero guarde piedad de mí Padre, prométame de antemano el perdón de Dios, de Jesús y del Espíritu Santo, y de la Virgen María que Dios la guarde en el cielo. Y disculpe si lloro, es que siento una culpa terrible; porque vi todo y no pude hacer nada. Está bien Padre, no quise, ¡porque no me animé! Y no quiero que la cobardía me hunda en el infierno por toda la eternidad.
Yo sospechaba que Pía se andaba viendo con uno de esos que ella conoce. Por que yo siempre la cuido como usted me dice Padre, entonces miro con quien anda, con quien se junta, pero siempre discreto y sin irrumpir su intimidad. Además cada vez que ve que ando cerca, viene y me dice que no la moleste con esas palabrotas que no puedo reproducir en frente suyo Padre, en la casa de Dios. Y ella no entiende que yo no la molesto, que la quiero cuidar, y rezo por ella por cada palabra indigna que se le escapa, para que Dios no la oiga, pero es inútil porque Él oye todo.
La cosa es que un día la vi con un chico que yo no conocía, segurísimo estoy que no es del barrio. Los vi de la mano, y se me puso la piel de gallina… de los celos Padre. ¡Perdón! Y la seguí. Es la primera vez que logro hacerlo tan bien, ella nunca se dio cuenta de que detrás de sus pasos se ubicaban los míos con total delicadeza. Entraron en el bar de Juana, ella se tomó un vaso de cerveza, y él en menos de dos minutos se tragó tres vasos de ginebra. Cuando salieron él la tomó por la muñeca y subieron al PH de Perla.
Entré a la casita sin problemas, y ellos ya estaban en el cuarto con la puerta cerrada. No había nadie además de nosotros tres y nadie más entraría después tampoco. La puerta no llegaba al piso, así que agarré un espejito y miré lo que pude medio torcido.
Él empezó a gritar y las palabras no le salían claras de la boca. Pía estaba apoyada contra la pared, las piernas cruzadas con fuerza, y llegué a ver sólo hasta las manos que agarraban el marco inferior de la ventana. Él se paró en frente de ella, bien pegados, no podía ver que hacían, pero ella gritaba llorando que la soltara.
Él estaba furioso y descontrolado, no sabía lo que hacía ni lo que decía, caminaba por toda la habitación como esquivando huevos, cada vez que lograba apoyar un pie se desplomaba el otro, y así todo el tiempo. No sé porqué Pía se quedaba quieta como una momia. En un momento se tropezó y cayó al suelo. Casi se me para el corazón, yo sólo rezaba Padre, suplicando que no me viera, y lo peor es que no pude quitar el espejo. Creo que me vio, pero estaba tan borracho y colérico que seguro no se dio cuenta. En ese rostro curtido, con facciones toscas y ceño fruncido, pude ver que su mirada era distinta, que no pertenecía a ese rostro, creo que se me presentó Dios en persona Padre, con toda su misericordia, pero sólo por un segundo, porque de repente su mirada encajaba con el resto de su cara enojada y amarga. Dios me estaba pidiendo que me quede Padre, no podía negarme a su pedido.
Pía seguía quieta con los pies inseparables con sus zapatillas rosas que a ella y a mí tanto nos gustan. Él se levantó como pudo y caminó hasta encontrarla. Separó lentamente las piernas de Pía con su pierna derecha y trataba de tocarla con la rodilla. Pía no se dejaba y lloraba, Dios le pedía que se resistiera y ella trataba, pero finalmente cedía, creo que lloraba por eso, ¿no, Padre?
Él se sacó el cinturón tan rápido que en un ademán podía ver la mitad del cuero color dulce de leche colgando a unos centímetros del suelo. Le pegó en el muslo y sé que ella gritó el dolor en silencio, no salió a través de su voz, pero yo la escuché Padre, ella intentaba ser fuerte, pero al final no podía y abría las piernas. Él le gritaba obscenidades, ella lloraba y yo me quedaba sin aliento Padre. Mordía mi mano libre de espejo para que no se deslizase por el cuerpo hasta llegar ahí abajo.
Vi de pronto que las babuchas negras de Pía cubrían sus zapatillas, y después vi caer los pantalones de él junto con sus calzoncillos. Con sus manos gruesas le quitó la bombacha que se iba enrollando a medida que bajaba. La giró violentamente y Pía soltó un grito desesperado Padre, había llegado al fondo del pecado, no conocía límites. Dios se interpuso en su camino con una prueba, para enseñarle que tiene que mantenerse firme, que ella debe elegir el camino del bien aunque a veces el camino del mal sea más fácil. Porque como usted dice Padre el pecado nos aleja de Dios, rompe nuestra relación con Él, por eso debemos luchar contra el pecado, y ella no luchó lo suficiente, no pudo como Jesús en el desierto. El diablo la estaba tentando a través de este siniestro hombre, que después de todo no era más que un servidor del mal y ella no podía dejar de pecar y yo creo que por eso gritaba y lloraba y repetía tantas veces que le dolía. Le dolía el pecado, ¿no, Padre? Y yo sólo veía como sus piernas iban y venían y como las piernas de Pía se contraían en vano. Y yo también lloraba en silencio, porque gocé del pecado de Pía Padre. Pía lloraba desesperada porque sabía que estaba pecando y no podía dejar de pecar, y a mi me pasaba lo mismo, la oía llorar mientras la penetraban y sentía que el cuerpo me ardía del placer Padre y me toqué, ¡me toqué! ¡Pido perdón al cielo por no haber podido renunciar al placer del cuerpo! El espíritu quiere pero la carne es tan débil, la biblia no miente Padre, y usted lo sabe mejor que yo. Y pido perdón por Pía también, porque ella no va a entender que Dios sólo estaba intentando hacer de ella una mejor persona. Sé que Pía no se va a confesar como yo, así que pido perdón por ella porque después de todo también se merece el cielo.
Arrojé el espejo y salí corriendo de la casa de Perla. Una vez afuera recordé que llevaba mi ropa a medio poner y sentí que Dios me miraba directamente desde el cielo Padre; no sabe la congoja y la angustia que eso me hizo sentir, no había una nube en el cielo y sentí que la luz del Señor todopoderoso me miraba con pena y decepción en toda su extensión en la tierra.
Espero que Dios me pueda perdonar Padre, estoy realmente arrepentido y yo sé que Pía en el fondo también pide perdón. Le prometo que no va a volver a pasar Padre y voy a rezar hasta quedarme sin voz y sin aliento para borrar mi pecado. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, Amén. Nos vemos el domingo en misa Padre, que tenga buenas tardes.

domingo, 21 de septiembre de 2008

Consignas


* *Leer *Bestiario.

*Reconocer *el "obstáculo" y los elementos a través
de los que el narrador insinúa la relación entre Rema y el Nene.

* *Escribir* una escena en la que se represente una relación prohibida
de manera insinuada. En ella se deberá incluir la presencia
inquietante de algun o de algunos insectos.

*Elijan aquel texto que consideren es una suerte de "embrión" para un cuento. Fundamenten por qué. Incluyan en dicha fundamentación, por lo menos, una cita textual y una reformulación de un fragmento de algunos de los textos en los que los escritores (Cortázar, Hemingway, Pampillo, O´ Connor) reflexionan sobre su propia práctica de escritura.

Se está haciendo de noche y permanecí todo el día fuera de casa. Observo a la gente y me doy cuenta que todos parecen estar mucho más abrigados que yo, sin embargo no siento frío, de todos modos debo regresar. Evito Díaz Vélez, Franklin, pero al pasar por Machado me topo con una nueva verdulería. Empiezo a sentirme agitada, un sudor frío brota por mi frente y una repugnante sensación empieza a subirme desde el estómago hasta la cabeza al percibir ese odioso olor a fruto podrido. Mis manos empiezan a temblar e inmediatamente el más amargo sabor viene a mi boca; finalmente, mis desprotegidos huesos emiten un duro sonido al impactar contra el suelo. Intento levantar la cabeza y una bola de ruidos y gritos empiezan a invadirme dejándome totalmente inmóvil.
Me despierto pero antes de llegar a abrir los ojos una persistente punzada me tortura del lado derecho de mi cabeza, me toco y puedo sentir la sangre que llega hasta mi cuello. Abro los ojos, pero aun así no logro ver nada; por un momento, pienso que aun estoy dormida, que mis ojos en realidad no se han despegado. Me sacudo un poco y mis pupilas empiezan a acostumbrarse a la penumbra, por zonas veo grises y brillos. Estoy congelada por lo que puedo asegurar que llevo un buen rato sin ropa. Camino el lugar con los brazos en alto evitando toparme con las paredes. El piso es totalmente áspero, por momentos mis pies quedan tapados por algo que parece agua, aunque huele bastante peor. Desde donde sea que esté parada si me dirijo a la derecha el terreno esta mejor, no tropiezo ni me mojo. Me siento un rato porque me duelen los dedos de los pies de dar pasos en falso. Trato de mirar en todas las direcciones hasta que un fuerte grito me hace sobresaltar. Me dirijo en dirección al sonido, con las manos llego a tocar un metal muy frío, lo sigo por toda su extensión hasta que encuentro un trozo de metal que al correrlo deja asomar una cerradura. Nuevamente el fuerte grito y una terrible punzada me hace recordar mi herida. Me repongo y busco nuevamente la chapita que cubre la cerradura, miro a través de ella: con escasa luz se llega a ver una puerta enfrentada a la que estoy yo, pero apenas esta abierta lo suficiente para percibir algunas sombras. Los pasos suenan secos y toscos contra el suelo. La sombra se achica cada vez más y los pasos suenan cada vez más fuertes y próximos. Tras su resonante chillido la puerta deja ver unas piernas rústicas cubiertas por un pantalón oscuro que avanza y dos cuerpos totalmente ultrajados, cubiertos de sangre y sucios. Esfuerzo mi retina y llego a ver las bocas de los cuerpos algo naranja abunda dentro de ellas y aflora. Al instante el picaporte de mi puerta se baja y caigo golpeada por ella. Una voz masculina deja caer una pregunta:
-¿Tenés hambre?

Días de Cambio


Tomé las llaves con convicción, abrí la puerta y entré. Enseguida una fuerte corriente de aire se ocupó de cerrarla por mí, lo que me sobresaltó un poco porque no cualquier tipo de ráfaga empuja ese portón. No recordaba que la sala principal fuera tan pequeña, en realidad toda la casa se me hacía bastante más amplia. Sin embargo, cuando prendí las luces de la antigua araña el salón pareció recuperar un poco su tamaño. Ya oscurecía y, como siempre, las persianas semiabiertas y el pesado cortinado impedían que los últimos rayos de luz solar entraran. Me dirigí a las habitaciones cuando me sorprendió no encontrar la cabeza de ciervo del abuelo en la pared. Más me sorprendió verla sobre la mesa del salón ya descolgada. Las piezas, por el contrario, se mantenían intactas. En la de mis abuelos, por ejemplo, la cama seguía allí, sin hacer, y los medievales muebles se encontraban empolvados. La eterna silla mecedora al lado de una ventana entreabierta se movía tímidamente, el viento volvía a hacerme pasar un mal trago. Me senté por un momento sobre la cama para contemplar el cuarto, después de todo hacía tiempo que no pisaba el lugar. Para mi sorpresa, debajo del colchón, encontré un álbum familiar, el cual no pude tomar porque mis manos no respondieron. Mis piernas, en cambio, sí lo hicieron, impulsadas por el viento frío proveniente de la ventana entreabierta que las había convencido de abandonar la casa. El mismo molesto viento que me convenció también de venderla.

Escamas

Sinceramente no tenía ganas de ir a cenar con papá ese día. Había tenido una semana súper complicada y esa noche del viernes solo quería acostarme a dormir y no amanecer hasta que hayan pasado varias semanas. No tenía idea de cómo hacer para levantar ese dos, rojo y remarcado, que me había regalado la profesora de Historia ni tampoco sabía qué decirle a mamá cuando sonara el teléfono y del otro lado se escuchara una voz fría, ronca y oscura diciendo que su hija había alcanzado el límite de faltas.
Eran las nueve y media y ya no había forma de escapar. Escuché la bocina de papá y los gritos de mamá anunciando que me estaban esperando. Bajé las escaleras deseando que no llegaran nunca a su fin, rogando porque el mundo se dividiera en dos, justo en mi escalera, imposibilitando mi llegada al piso de abajo. Pero nada de eso ocurrió. Agarré mi saco, saludé a mamá y abrí la puerta con una sonrisa que ni yo me creí.
Papá estaba igual que siempre, contento de verme y emocionado porque según él cada semana que pasaba yo crecía más. A mi, eso me ponía de mal humor, medía un metro y medio y si crecía era solo hacia los costados. Entré en el auto y una pequeña bolsa plateada con un papel fucsia que se escapaba de su interior me estaba esperando. Sin decir nada la abrí y encontré el anillo que siempre había querido. Al menos alguien se acuerda de mí, pensé. Lo abracé, le agradecí y papá arrancó el auto.
Disfrazando el transcurso de mi semana para evitar cualquier enojo, nunca advertí que estábamos yendo hacia una dirección equivocada. Cuando papá estacionó el auto, lo miré confundida y escuché esa frase que, como una maldición, me acompañaría el resto de mi vida, “no te asustes, creo que es hora de que la conozcas”. En ese momento mi mente quedó en blanco, sentía una mezcla de enojo, impotencia y nervios que reprimía mis palabras. Pegué un portazo avisando que yo había llegado y me dispuse a hacerle entender a esa mujer que él era mi papá antes que su pareja.
Estaba parada en la puerta: dos ojos verdes que me miraban fijos tapaban una figura alta y delgada. Entré en la casa y tuve la sensación de ya haber estado en ese lugar. Era frío, húmedo y oscuro, muy oscuro. Tardé solo unos segundos en recordar aquél paseo al zoológico con papá. Estaba de vuelta ahí, en ese lugar donde a mis tres años supe lo que es tener miedo: el serpentario. La casa no me gustaba, parecía una cueva. Estaba llena de portarretratos con caras feas y desconocidas para mí, como las jaulas de vidrio de las tortugas o las iguanas. Nos sentamos a la mesa. Papá no paraba de hablar contándome cosas de esa mujer que él creía que me gustarían o me divertirían. Pero nada hacía efecto. Solo podía sentir esos ojos verdes clavados en mí y una risa falsa que me ensordecía. Se movía igual que la serpiente que vi aquella vez. Tenía movimientos lentos pero firmes, parecía tener todo calculado y estar esperando el momento justo para atacarme. Me observaba y estaba atenta a todo lo que yo hacía. Trataba de engañarme, de seducirme con su juego para luego estrangularme y sacarme de la vida de mi papá. Quería salir corriendo, como aquella vez dentro del serpentario. Sentía que me faltaba el aire y quería llorar. Recordé que en esa ocasión papá me había rescatado del animal. Pero esta vez no podía ser igual. Traté de tranquilizarme y tomar dominio de la situación. Ya no tenía tres años y podía darme cuenta de que yo estaba al otro lado del vidrio. Los intentos de ese reptil sentado a la mesa para intimidarme, atemorizarme o impresionarme ya no me asustaban; sabía que estaba encerrada en su jaula y papá y yo la observábamos.


Color uva


Para llegar hasta el tambo había que atravesar una hilera de obstáculos. Sobre el pasto recién cortado se erguían dos casillas de madera con alambre tejido que encerraban picos y plumas escandalosas. Un poco más allá, cerca de la carretilla oxidada cubierta de telas de araña, un sauce lloraba sobre los cueros de vaca secados al sol y Delia, rubia de ojos color de miel, se asomaba por la ventana de la casa de tejas rojas, estridentes como el vestido que cubría su pequeño cuerpo blanquecino. Las mañanas, tardes y noches las pasaba encerrada en aquella casa en la que la máquina de coser repiqueteaba sin cesar y los aromas a mermelada le hacían arder la nariz cuando dibujaba paisajes en la mesa de la cocina. Sólo salía de allí con su padre, Ernesto, los días jueves después de comer los fideos a la pomarola, a acompañarlo a comprar el alimento para las vacas del tambo.
Sus ojos se encendían cada vez que veía llegar a su padre de la ciudad; le traía una muñequita de un color distinto de cada viaje en camioneta. Una Ford86 -la más nueva en cinco hectáreas- se jactaba Ernesto con sus peones durante la madrugada, mientras ordeñaban a los rumiantes.
Pero un día, Ernesto no volvió. Las horas pasaron y Delia, con la cara adherida al vidrio del ventanal, vio cómo el día se iba apagando lentamente. Pronto, el sol se plasmó en su blanca tez formando aureolas rojizas y anaranjadas cuando el sol comenzó a esconderse a lo lejos, insertándose como una moneda detrás del silo. Antonia, la madre, cosía con el ceño fruncido y se levantaba de vez en cuando a revolver la olla humeante de quinotos.
La noche se metió en la casa, cubriendo cada rincón y el frío del campo endureció la nariz que Delia mantenía apoyada a la ventana de vidrio macizo. Un rumor de motores cortó el silencio como una hoz filosa contra las cañas de bambú. Antonia se levantó sobresaltada de la poltrona de la cocina y corrió hacía la ventana, tirando a su paso las telas, el alfiletero de fieltro y la lata con los hilos. Delia posó sus ojos en la lata mientras descendía en el aire descubriendo un arcoiris de hilos y dejando entrever una muñequita color uva, la que le faltaba para completar su colección de muñecas de cristal. Tan pronto como el estruendo de metal contra el piso hizo eco en las paredes del caserón, Antonia ya había cerrado los postigones de la ventana, cubierto sus hombros con un sueter de lana vírgen y cerrado la puerta tras su paso.
Un pequeño haz de luz se asomaba por entre las rendijas del postigón que sofocaba los gritos de aquel tumulto de hombres. En un instante Delia olvidó su muñeca color uva, e intentó ver qué ocurría allí afuera en la oscuridad del campo, pero una luz intensa la encandiló. Por un momento sólo vio estrellitas de colores tan dispares como los hilos que seguían enmadejados en el piso. Luego, fraccionados por los listones de madera del postigón, consiguió distinguir un conjunto de hombres rodeando a otro que, subido a la caja de la camioneta de su padre, se retorcía de dolor. La piel se le erizó como nunca antes, cerró los ojos con fuerza y pensó en su padre, en los paseos en camioneta por el pueblo, en las trenzas que le hacía cada mañana, los lápices y juguetes que recibía en cada vuelta de su padre y volvió a abrirlos.
Esta vez sí vio lo que acontecía allí afuera. Antonia lloraba desconsoladamente sobre el cuerpo casi irreconocible de su padre que se retorcía en convulsiones. Llantos, gritos y murmullos cesaron y la luz se consumió junto con el sonido. Delia se paró sobre las puntas de sus pies desnudos, fijó la mirada en la oscuridad e intuyó el desenlace final.
Lentamente se alejó de la ventana, arrastró sus pies de porcelana por el suelo hueco de madera y, cautelosamente, recogió la muñequita color uva del suelo y se la guardó en el bolsillo del camisón.

lunes, 1 de septiembre de 2008

Consignas


Hola, mis cronopios.
Varias cosas:


1. será una semana complicada (con el paro y el tema de la viga que no fue viga sino un marco...) , llévenme la reescritura del parcial (con la 1 versión) el otro jueves ( el día del maestro!!).

2.
les mando en adjunto el diálogo para que corrijan el tema de la puntuación.

3. recuerden que deben escribir la consigna : Ficcionalizar un recuerdo de miedo , y armar una lista de citas textuales que mejor condensen las ideas fundamentales de los textos de Pampillo, Cortázar ( Acerca del cuento), O´Connor, Hemingway ( teoría del iceberg) y Saer.

4. Agrego una nueva consigna ( tienen catorce días...no protesten!!) para entregar también el jueves 11.

Narrar una escena violenta desde una mirada impedida.

¿Qué es una mirada impedida?
* que alguien esté instalado en algun lugar desde el que no pueda ver bien, o detrás de un vidrio esmerilado, o mirando por un agujero, etc. (pueden leer para ello Otra gente de Conti),

* que haya neblina, ruido, esté lejos, esté boca abajo, tenga los anteojos empañados, etc. ( ejemplo: Operación Masacre, testimonio de Livraga o Di Chiano en el cap. El tiempo se detiene - lo leí en el teórico)

* que el narrador/personaje vea pero no entienda qué pasa porque es un niño y no tiene el saber necesario (pueden leer La reina perfecta, en ficha de cuentos para el parcial)
Pueden elegir: un narrador homodiegéteico o uno héterodiegético con una focalización interna.