de Inés Garland
Mi historia con Josh pasó seis meses después de mi separación. Era noviembre y hacía calor. Los fines de semana en que mi hija se iba con su papá, me quedaba todo el día en mi cuarto con la persiana baja, metida debajo del edredón, muchas veces vestida y con medias como si hiciera frío. Pensaba que eso también algún día pasaría como pasan todas las cosas de este mundo, como había pasado, también, el tiempo en que sentí que el padre de mi hija y yo estaríamos juntos toda la vida. Yo había conseguido un trabajo en un Ministerio. Viajaba en subte temprano, después de llevar a mi hija al colegio, y volvía con el tiempo justo para acostarla. Le rezábamos a su ángel de la guarda acostadas en la cama y después me iba a dormir a mi cuarto. No sé bien en qué pensaba. No sé en realidad si pensaba en algo porque sólo recuerdo los viajes en subte, el trayecto desde la estación a casa por las calles donde la gente salía a sentarse en las veredas y tomar cerveza y yo me sentía fuera del mundo.Había conocido a Josh en un viaje a Londres. Entonces él tenía cuatro años y yo veintiuno y sus padres me habían contratado para cuidarlo. Nuestra relación había sido muy buena desde el principio. El tenía una energía avasalladora, era intenso, dominante, original, y me había hecho hacer muchas cosas que no volví a hacer por ningún niño. Una de ellas era pedalear por Hyde Park detrás de viejitas en bicicleta que él me obligaba a seguir al grito de Superman. Las persecuciones eran agotadoras, sobre todo porque él siempre elegía ciclistas muy distantes y me alentaba a pedalear con todas mis fuerzas hasta alcanzarlas y pasarlas. Yo jugaba con él desde la mañana temprano cuando el resto de la familia dormía, le daba sus comidas y era la única que podía manejarlo cuando le daba una de sus monumentales rabietas. Nos divertíamos. No creo haber tenido con mi propia hija ni la mitad de la paciencia que tuve con él.Durante los primeros años después de mi viaje nos habíamos escrito tarjetas de Navidad y con el tiempo no había sabido casi nada de él hasta un poco antes de ese mes de noviembre. Unas semanas antes de separarme me había llegado una postal de una playa en Ecuador. “Soy frente al mar. La vienta sopla fuerte. Amo una muchacha de jumpita azul, collar azul, pendientes azul. Estaré en Buenos Aires pronto. Love. Josh”. Me había alegrado el día.Apareció en casa un sábado a la mañana. Abrí la puerta y ahí estaba; los años de no verlo se convirtieron en un paréntesis, como si el hombre en mi puerta se superpusiera al chico que yo había conocido y me obligara a pensar en el tiempo, en mis propios cambios. Su pelo no se había domesticado con los años, pero las horas frente al espejo para ordenar los remolinos habían sido reemplazadas por un peinado que resaltaba el desorden y le daba un aspecto muy particular. Algo en su mirada había cambiado, pero no pude determinar qué era. Mi primer impulso fue abrazarlo, como si lo que fuera que le había pasado en esos veinte años despertara mi instinto de protección. Tenía los mismos movimientos rápidos y elásticos de la infancia y un cuerpo fibroso, compacto; lindos brazos. Era más bajo que yo. Hacía un año que se había ido de Londres y estaba viajando por Sudamérica y se había pasado los dos últimos meses en Ecuador desmontando un claro en la selva para construir la casa de un amigo de aventuras. De pronto había decidido visitarme y pedirme asilo por unas semanas. Instalé a mi hija en mi cama y le dejé a él el cuarto de ella y, de la noche a la mañana, las dos pasamos a convivir con un hombre que yo veía como un chico a mi cargo.Al anochecer, cuando volvía a casa, abría la puerta de entrada y él estaba siempre ahí, sentado en el sillón, leyendo o escuchando música. A veces lo encontraba sumergido en serias conversaciones con mi hija. Vaya a saber de qué hablaban, pero ella me miraba un poco molesta, como si mi llegada hubiese interrumpido algo muy interesante. Después de acostarla, Josh y yo abríamos una botella de vino y nos quedábamos hablando hasta que a mí se me cerraban los ojos y tenía que irme a dormir. Unos días más tarde me di cuenta de que el trayecto desde el subte hasta casa se había vuelto liviano, casi alegre. Me apuraba por llegar. Me hacía feliz encontrarlo sentado en mi living con la mirada despierta, anhelante. La alegría con que se paraba para recibirme me hacían sentir bienvenida. Una tarde cualquiera, antes de abrir la puerta, registré una ligera opresión en la boca del estómago, un instante de ansiedad, se me acababa de ocurrir que tal vez esa tarde no estuviera allí. Había empezado a necesitarlo.Una mañana Josh me dio el diario que había escrito en su viaje. Insistió mucho para que lo leyera. Los encuentros intensos y pasajeros, los nombres y teléfonos de personas que probablemente él nunca más vería, los momentos redondos, únicos, sin futuro, me recordaron el viaje que había hecho yo hacía veinte años. Al final del diario, Josh contaba una relación con una mujer treinta años mayor. “I am her toy-boy ”, decía el diario. La mujer trabajaba todo el día y a la tarde lo llevaba a los mejores restoranes, salían a comprar ropa, al teatro, al cine. El se dejaba malcriar, vestir, pasear, el chico de juguete que esperaba a su dueña recién bañado. Sentí envidia de esa mujer que podía hacer lo que quería sin importarle nada; y algo en la forma en que él contaba sus días vacíos en el enorme departamento y la manera en que la esperaba a la tarde me hizo sentir también cierto desprecio por él. Pensé que era curiosa la forma de llamar al hombre en una relación así: chico de juguete. Cuando es a la inversa y la que es joven es la mujer, el hombre es el “sugar daddy”, el papá de azúcar. La definición también recae sobre el hombre. ¿Cómo se llama a las mujeres en esas relaciones? “Puta” es la única palabra que me vino a la mente. Las cosas con la mujer habían terminado mal. Los datos eran poco claros, pero en algún momento Josh había decidido que ya era suficiente -lo había escrito así: “me pareció que ya era suficiente”- y la mujer no lo quería dejar ir. Josh había descrito la escena : ella lloraba tirada en el piso y le hacía una lista obscena de todo lo que le había regalado; le abrazaba las rodillas y él la llevaba a la rastra hasta la puerta, como a una chiquita consentida. Josh se sorprendía de no sentir nada. Me compadecí de la mujer. Después él citaba la letra de una canción de Eurrythmics. Los dulces sueños están hechos de esto. Algunos te quieren usar, otros quieren ser abusados.Esa noche, después de nuestra botella de vino, me preguntó qué me había parecido el diario y quiso saber si había leído la historia con la mujer. Tenía el cuerpo echado hacia atrás en el sillón y un brazo indiferente sobre el respaldo. Sin embargo tuve la sensación de que esperaba algo de mí, una explicación, una crítica. No supe qué decirle. Un miércoles lo invité al cine y llamé a una baby sitter. Yo estaba eligiendo los zapatos cuando sonó el timbre. Le abrí la puerta a una chica preciosa. El corazón me dio un vuelco. A mi espalda, Josh leía en el sillón y ahora yo iba a entrar con ella al living y él iba a verla, joven y hermosa. La hice pasar, los presenté, fui a terminar de vestirme y ellos se quedaron conversando en el living, la voz de ella fresca y despreocupada, él haciendo el esfuerzo de hablarle en castellano. Por nuestra diferencia de altura, yo había elegido unos zapatos sin taco y me los estaba poniendo cuando los escuché reírse. Lo que hice, lo hice sin pensar. Abrí el ropero, saqué los tacos más altos que tenía, unos que no usaba nunca, y aparecí en el living, altísima, desafiante como una amazona. En el ascensor, cuando lo vi a mi lado, tan chico, me sentí estúpida. Mis celos de un rato antes me habían dejado aturdida. Esa noche me costó dormir. Había entendido de pronto que la baby sitter y la chica de la postal, la de la jumpita azul que lo había enamorado, eran todo lo que yo ya no sería nunca más. La tarde siguiente, cuando llegué de trabajar, Josh había convencido a mi hija de que le cortara el pelo. Los encontré a los dos instalados en la cocina. Mi hija con la tijera en la mano y él sentado en uno de los banquitos con una toalla sobre los hombros, listo para el corte. Cuando entré en la cocina mi hija estaba de espaldas, muy derecha, la cabeza inclinada sobre un hombro escuchando atenta los argumentos de Josh que trataba de animarla a dar el primer tijeretazo. Ella giró hacia mí con una mirada culpable y me dio las tijeras.-Yo no sé cortar el pelo-dijo, y nos dejó solos en la cocina.Josh la llamó, pero ella no volvió.-Entonces córtamelo tú -dijo él.Yo tenía la tijera en la mano y estaba parada a su lado, nunca le había cortado el pelo a nadie. Deslicé un mechón entre mis dedos como había visto hacer a los peluqueros toda la vida. El pelo de Josh era suave. Corté. Volví a deslizar mis dedos y corté. Lo hice una y otra vez; sentía su cabeza bajo la yema de mis dedos, el ruido de la tijera. Su pelo caía en mechones a nuestro alrededor. El había cerrado los ojos y estaba en silencio. Tocarlo así, de pronto, sin haberlo pensado antes, fue como caer al vacío. Recorrí cada milímetro de su cabeza, me deslicé por el suave declive hacia su nuca, sentí la saliente detrás de sus orejas, el hueco de sus sienes, su frente. Me dio vergüenza desearlo tanto y seguir fingiendo que todo era como había sido hacía veinte años. Posiblemente si mi hija no se hubiera ido con su padre ese fin de semana, nada de lo que pasó habría pasado.El viernes a la noche, cuando ella se fue, él dijo que me quería invitar a comer. Me bañé, me maquillé y me vestí para salir y todo el tiempo, mientras me arreglaba, pensaba que estaba corriendo el riesgo de convertirme en una vieja ridícula.Comimos en un restoran chiquito, con luz de velas. Conversamos durante toda la comida. Algo en el tono de la conversación, en su manera de mirarme, era diferente, y yo sabía que, ahora sí, los dos habíamos entrado en el juego. Posiblemente habíamos estado jugando antes sin darnos cuenta, pero las velas, el vino, la conversación crearon un estado de ánimo que cambió el curso de las cosas. Yo miraba sus manos sobre el mantel. Eran chiquitas, cuadradas, pecosas. Nunca me habían gustado las manos pecosas, pero de pronto el resto del mundo había desaparecido y sólo existían sus nudillos. Me sentía atraída hacia ellos con tanta fuerza que se habían convertido en el principio de algo, en una puerta, en un precipicio. Le contestaba las preguntas y mi mirada iba de su cara a sus nudillos. Si tan sólo pudiera besárselos, pensaba, ¿qué podía haber de malo en eso? Y de pronto, fue él quien me besó. Lo demás debería haber sido previsible. Cuando lo vi tan blanco y frágil, desnudo sobre mi cama, pensé por última vez que debía salvarlo de mi voracidad. Lo monté con los ojos abiertos. El se entregó como una niña, en silencio, casi avergonzado. Nunca me miró. Después me vestí dándole la espalda. Le pregunté por qué me había besado.-Porque eso era lo que querías de mí -dijo.Al día siguiente le pagué un hotel. No quería que mi hija me viera con él después de lo que había pasado. Hubiera querido volver a ser su confidente, cuidarlo, guiarlo de alguna manera. Quería decirle que los dulces sueños no estaban hechos de lo que decía la canción. Pero me di cuenta de que yo ya no sabía muy bien de qué estaban hechos.