Mira, me mira, me mira a mí, no a otros ni a otras. Me mira con esos ojos siniestros, azules y brillantes y mentirosos; siniestros. Yo giro, finjo su ausencia, cierro mis ojos bien fuerte para tratar de eliminarla con el pensamiento, pero no lo consigo, sigue ahí, mirándome. Sonríe. Está tiesa, tensa, preparada, parece que en cada momento se va a lanzar contra mi y me va a estrangular, riéndose mientras lo hace. Es fea y me mira. Es fea y grande, igual de alta que yo, y no se mueve, mira. Lleva el pelo suelto, negro teñido, sucio. Huele mal y se viste peor, y no se cambia. Tiene puesto una especie de calza de cuerpo entero, de manga corta y hasta las rodillas, sobre la que cuelga una pollera del mismo estampado de grandes flores violetas y verdes; con un bordado rosa, asqueroso. Es un conjunto de una tela barata, mediocre como ella. Pero así de barata y mediocre me aterra, porque sigue mirándome con esos ojos que esconden algo que yo no quiero saber, porque no tengo que saber, porque todavía soy chica. Además sonríe, parece saborear desde el pensamiento su futuro asesinato. Desde mi cama percibo un olor a plástico, ese olor a globo y a bombitas de agua. A mí no me gustan los globos, menos las bombitas de agua, porque Martín cuando vivía en frente siempre me tiraba bombitas de agua desde el balcón cuando volvía de la escuela, y huelen mal, como ella, como su pelo, como su ropa. Sigue parada en frente mío y me sigue mirando con esos ojos que parecen hechos para matar con la mirada. Mi amiga Lya me dijo que si la miraba mucho tiempo me iba a quedar petrificada como ella para siempre. No logro conciliar el sueño… No logro…
Sueño.