sábado, 30 de agosto de 2008

Dormir con su mirada


Mira, me mira, me mira a mí, no a otros ni a otras. Me mira con esos ojos siniestros, azules y brillantes y mentirosos; siniestros. Yo giro, finjo su ausencia, cierro mis ojos bien fuerte para tratar de eliminarla con el pensamiento, pero no lo consigo, sigue ahí, mirándome. Sonríe. Está tiesa, tensa, preparada, parece que en cada momento se va a lanzar contra mi y me va a estrangular, riéndose mientras lo hace. Es fea y me mira. Es fea y grande, igual de alta que yo, y no se mueve, mira. Lleva el pelo suelto, negro teñido, sucio. Huele mal y se viste peor, y no se cambia. Tiene puesto una especie de calza de cuerpo entero, de manga corta y hasta las rodillas, sobre la que cuelga una pollera del mismo estampado de grandes flores violetas y verdes; con un bordado rosa, asqueroso. Es un conjunto de una tela barata, mediocre como ella. Pero así de barata y mediocre me aterra, porque sigue mirándome con esos ojos que esconden algo que yo no quiero saber, porque no tengo que saber, porque todavía soy chica. Además sonríe, parece saborear desde el pensamiento su futuro asesinato. Desde mi cama percibo un olor a plástico, ese olor a globo y a bombitas de agua. A mí no me gustan los globos, menos las bombitas de agua, porque Martín cuando vivía en frente siempre me tiraba bombitas de agua desde el balcón cuando volvía de la escuela, y huelen mal, como ella, como su pelo, como su ropa. Sigue parada en frente mío y me sigue mirando con esos ojos que parecen hechos para matar con la mirada. Mi amiga Lya me dijo que si la miraba mucho tiempo me iba a quedar petrificada como ella para siempre. No logro conciliar el sueño… No logro…
Sueño.

viernes, 29 de agosto de 2008

La jaula vacía

Papá me trajo al zoológico. Solo tengo tres años, y como hay animales que no conozco, me cuenta todo lo que sabe: donde viven, que comen, como se llaman. Mi papá sabe un montón y es muy divertido pasar la tarde juntos. Caminamos por todo el zoológico, le damos de comer a los ciervos y después papá me compra uno de juguete en el puesto de regalos. Los ciervos me gustan, se dejan acariciar y te hacen cosquillas en la mano con su hocico cuando les das de comer. Son lindos.
Seguimos paseando, vemos cebras, leones y unos osos polares enormes nadando panza arriba en la pileta de su jaula, también entramos al serpentario.
Es un lugar muy oscuro, frío y húmedo. Parece una cueva, hay jaulas de vidrio muy grandes .En algunas hay unas tortugas un poco mas pequeñas que yo, se mueven muy despacio y tienen cara de viejas. Este lugar no me gusta. En otras hay unos lagartos pequeños con la cola muy larga. Papá dice que se llaman iguanas. La jaula central esta vacía: solo hay un tronco y unas piedras. Me acerco para ver mejor y nada, entonces papá, observando mi desconcierto ante la jaula vacía me dice “esta en el piso” .Y era cierto, ahí estaba: arrastrándose en el suelo de la jaula, zigzagueando lentamente. Su cabeza era plana, tenía sus pequeños ojos rojos clavados en mí y no paraba de sacar la lengua produciendo un sonido ensordecedor. Se movía lenta pero firme, con toda la fuerza de su cuerpo, sus movimientos parecían absolutamente calculados y cada tanto golpeaba el vidrio de la jaula con su cabeza. Ahí estaba, enfrente mío observándome y golpeando el vidrio cada vez con más fuerza. Supe que no estaba nada feliz. El ruido de los golpes era cada vez más fuerte y yo sentía que en cualquier momento el vidrio se iba a partir y aquella serpiente iba a saltar sobre mí.
No me podía mover, la sentía respirar y con cada golpe estaba cada vez más cerca mío. Quería salir corriendo y no podía moverme, cada vez me faltaba más el aire. Estaba congelada, quería llorar, gritarle a papá que nos fuéramos de ahí y no podía hacerlo.
Afortunadamente en esos años mi padre era para mí una especie de superhéroe y al darse cuenta de mi estado de pánico, me levantó en brazos y salimos en silencio.
Me pregunto si me había asustado y entre llantos solo alcancé a asentir con la cabeza. Me dijo que era normal, que todos le teníamos miedo a algo, que no se podía ser como Juan sin miedo. Me abrace fuertemente a mi padre y seguimos paseando, después de un rato el asunto de la serpiente ya era cosa del pasado.

lunes, 25 de agosto de 2008

Escondidas


Era una tarde de invierno. Refugiándonos de la lluvia y el frío, mis amigos y yo decidimos entrar a través de una ventana rota a una casa abandonada que se escondía entre los árboles. Era inmensa, solo en la planta baja contaba con ocho cuartos, tres baños, la cocina y un gran salón. Estaba todo muy sucio, hacía tiempo que nadie entraba allí. El frío atravesaba las paredes y se apoderaba del lugar. En el medio de uno de los cuartos, se encontraban los restos de lo que habría sido una cama de metal. Una lámpara caía del techo intimando a quien quisiera reposar allí y de dos de las paredes colgaban cadenas que se mostraban ansiosas por atraparnos. A mis diez años solo pude comprender que algo malo había ocurrido en ese lugar porque el miedo, los gritos, la desesperación, la crueldad, la injusticia, el dolor y la muerte se sumergieron en mí y el terror recorrió todo mi cuerpo.
Afuera la lluvia era cada vez más fuerte por lo que decidimos quedarnos dentro de la casa. Para olvidar el lugar siniestro en el que estábamos, la mejor opción fueron las escondidas. Nos agrupamos en parejas y teníamos dos minutos para escondernos. En mi intento por demostrar que no le temía a nada, le propuse a mi compañero que vayamos al segundo piso, donde no nos buscarían. Él se asustó y decidió no ir, sin embargo, eso no me detuvo. Subí cuidadosamente las escaleras de mármol evitando hacer ruido y entré en la primera puerta abierta que encontré.
Mi cuerpo se paralizó, en la habitación no había nada más que sus ojos y yo. El único ruido que se escuchaba era el latido de mi corazón que cada vez era más fuerte. Dentro de mi cabeza surgieron incontables ideas para escapar de allí, pero mi cuerpo estaba quieto y no respondía a mis órdenes. Ella fijó su mirada amenazante en mí y pude ver la furia con la que me observaba. Fueron segundos interminables. La lluvia golpeaba la ventana y la noche se acercaba. Ella permanecía inmóvil sobre el mueble. Era blanca, grande, con el pico filoso y sus garras preparadas para atacar. Corrí a gran velocidad y en mi cabeza solo resonaba la idea de escapar de ese lugar. Una vez afuera, seguí corriendo, sentí que escaparme del encierro no me liberaba del miedo: los ojos de la lechuza estaban dentro de mí y me observaban a cualquier lugar donde vaya.Nunca volví a ese lugar. En los últimos años lo aseguraron de manera tal que nadie pueda entrar allí. Sin embargo, la mirada del animal aun se conserva en mi interior, trata de impedir que olvide lo que vi y sentí dentro de esa casa y hacerme saber que quienes sufrieron allí nunca cedieron en su lucha y siguen reclamando justicia.

Encuentro esperado y temido

Salir a cenar todos los viernes al Centro me producía una sensación ambigua. Por un lado de felicidad, por el simple hecho de compartir una salida en familia y disfrutar de comidas que habitualmente no tenía el placer de probar en casa. Pero por otro lado también sentía temor. ¿Por qué? Porque sabía que me esperaba, que lo hacía siempre en el mismo lugar, inmutable y, lamentablemente, puntual y paciente. Porque estaba seguro que me iba a hacer algo. Si había logrado escapar de sus garras tanto tiempo no era por mi habilidad de esconderme sino porque él seguramente no habría considerado atacarme, estaría esperando el momento oportuno. No me explicaba cómo después de tanto tiempo nadie se había dado cuenta de su presencia, nadie le había hecho frente para espantarlo o, mejor aún, matarlo y que no volviera a aparecer. Ni tampoco qué lo había llevado a estar allí. Sin embargo, de lo que no tenía ninguna duda era que desde el momento en que me vio decidió quedarse y esperar. Esperar a que estuviese distraído, algo ingenuo de su parte si pensaba que no me iba a acordar cada vez que pasáramos por 9 de Julio y Córdoba, que se cortara la luz en la zona o quién sabe qué otro motivo para recién en ese momento poderme hacer daño. Yo lo único que podía hacer, era estar atento, no mostrarme por la ventana del auto cuando pasábamos y mantenerme así hasta que viera las enormes y protectoras luces de las publicidades que rodeaban el Obelisco. Bastante poco, sabiendo que era el Diablo con quien me enfrentaba.
Ahora sé que el Diablo no es de verdad, en realidad es una estatua que no me va a hacer nada. De todas maneras, ¿por qué hacer una estatua del Diablo?, ¿no se hace en general este tipo de reconocimiento a gente que hizo algo bueno? Incluso si decidiéramos reconocer el mal, ¿tendríamos que llegar a tal extremo?, ¿a quién se le ocurriría representar al mismísimo Demonio habiendo tanta gente que hace mucho mal? Yo, por las dudas, todavía tomo precaución.

viernes, 22 de agosto de 2008

Esa Casa

Hoy con diecinueve años me pregunto ¿porqué habré frecuentado tan poco de chica la casa de mis abuelos paternos?, y claro me pongo en la piel de la pequeña Flor y lo comprendo.
A quince quilómetros de Bahía Blanca, en el límite final de la localidad de General Daniel Cerri, muy cerca del fortín, se encuentra la casa de “Don Juan”. La misma tiene la particularidad de estar dentro de cuatro paredones que enmarcan una hectárea de una muy triste y grisácea tierra.
Vadeando la inmensidad del terreno, tras la oscura puerta de madera se encuentra el lugar más sombrío y frío que por aquellos tiempos atravesé.
Al ingresar un comedor enorme provisto de mesa y sillas de una madera oscura, al tono con la piedra que reviste las paredes de la sala y la escasa iluminación. A la derecha la cocina. A la izquierda un corredor largísimo da a las habitaciones, allí una tenebrosa cabeza de ciervo embalsamada nos abre paso.
Puertas pesadísimas, oscuras y altas anteceden cada cuarto. En el interior poseen arañas, techos a tres metros sobre el nivel del suelo y grandísimas ventanas totalmente cerradas de vidrio y persiana. Ni un pequeño rayo de luz logra colarse ante semejante hermetismo y el grueso cortinado.
Durante el día disfrutaba de la gran casa, las tardes pasaban ligeras y entretenidas. Imaginaba que como en los cuentos de aventuras lograría revelar misterios, hallaría habitaciones secretas, pasadizos, objetos preciosos. El problema llegaba por la noche. No me resultaba agradable pensar en el momento de ir a la cama. Nada sencilla me resultaba la tarea de conciliar el sueño en habitaciones de tales características. Desde la gran cama de dos plazas, incómoda y anticuada, con colchón y almohada de lana solo podía ver el enorme placard y las valijas de cuero. Todo parecía plantear enigmas, secretos in entrañables.
Pasan los años y la casa sigue igual de triste y desolada. Se le suman pérdidas espirituales, algún que otro rincón descascarado o falto de empapelado, pero la casa no pasa grandes transformaciones. Quien si cambio fui yo y mi modo de mirarla.

Aparición

El acecho, la observación, la vigilancia y el asedio. El Gran Hermano de Orwell. Eso percibía cada vez que entraba en ese cuarto. Me sentía observada, perseguida por un ser indescriptible que habitaba en un agujero, vestigio de algún arreglo en el techo de aquella casa.
El olor de un cuerpo en descomposición emanaba de allí. El hedor pútrido y la humedad del ambiente convertían a esa habitación en una atmósfera inhabitable. Ese lugar desagradable despertaba en mi el más profundo de los rechazos y era al mismo tiempo un gran enigma. La intriga de lo que no se conoce, la atracción de lo inescrutable.
Mis fosas nasales, aparentando ser las de Jean-Baptiste Grenouille, se movían en dirección a ese abertura oscura cada vez que merodeaba por aquella vivienda en la búsqueda del olor familiar.
Un día mi imaginación se trasladó hacia límites insospechados. Rondando aquella casa me encontré entrando otra vez en aquel cuarto. Mientras daba vueltas sintiendo la presencia tras de mi, vislumbré un trozo de tejido con pústulas y uñas renegridas que se asomaba por el orificio y trataba de asirme por el hombro. Corrí velozmente en dirección a la puerta y atravesé el umbral de aquella casa.
Aún hoy recuerdo aquel momento y se me eriza la piel. No volví a ver el agujero pero el perfume del horror continúa en mi mente hasta el día de hoy.