jueves, 30 de octubre de 2008

Paisaje

Mujer a la que la vida le da la espalda.
Mujer que pintas las calles con colores,
que la gente no quiere ver.
Pues llevas el negro de los sin techo,
el gris de los que pan no tienen
y el blanco de la esperanza
de que un alma te ilumine,
a través de la mirada humana.

domingo, 26 de octubre de 2008

El ocaso

“Nadie puede escapar de la tormenta”. A Héctor le habían dicho de chiquito, es lo único que se acuerda de la infancia, su abuelo le repetía todo el tiempo. Esas arrugas no vinieron solas. Capaz porque era pobre y tuvo que hacerse de abajo para poder sostener la familia. Techo de chapa y piso de tierra. Sobraba la miseria y faltaba la comida. Ya era difícil, en ese entonces, para el abuelo y cuando venia la tormenta pisoteaba lo que encontraba a su paso. El viento y el frío soplaban en los precarios asentamientos, de velas y ladrillos de adobe, la lluvia se llevaba la escasa dignidad de su familia. El abuelo tuvo que pasar tiempos difíciles. A Héctor por suerte no le tocó vivir nada de eso. Era la tercera generación de una familia ya acomodada en los suburbios de la gran ciudad. Clase media con ganas de seguir subiendo. Casas bajas y muchos árboles. Perfume de yuyos y de alfalfa, decía Homero en un dos por cuatro. De las lluvias el olor a tierra mojada era inconfundible. De noche se dormía y el barrio moría.
El pequeño Héctor jugaba en la vereda con el resto de la banda. Trepaban árboles, saltaban casas, jugaban al fútbol con pelotas de media y ratas de alcantarillas. En el terraplén las bicis se deslizaban con algarabía. Todos los mediodias la vieja le pegaba el grito para que fuera a almorzar, con mucha suerte le tocaba ravioles y el olor a tuco con estofado siempre lo sedujo. Con un poco de esfuerzo el pequeño Héctor sería la luz de la familia. No le sobraba nada a la familia, pero tampoco le faltaba. El pequeño Héctor sentía que los suburbios le quedaban chico y que debería ir con su familia a uno de esos barrios utópicos como los que veía en la tele. Cabeza dura, le decía la vieja.
El mediano Héctor era rebelde. Salía de noche sin avisar, volvía a cualquier hora. Ya para ese entonces le había encontrado gusto al vino, a la marihuana y algún que otro cigarrillo. Ni la vieja ni el viejo sabían ponerle límites. El mediano Héctor odiaba a ese barrio de lúmpenes. El mediano Héctor se había quedado con la imagen del pequeño Héctor, pero a eso le sumó hormonas, descontento e impotencia. El mediano Héctor era contradictorio. Quería a la vieja pero había veces que no la soportaba, al viejo ya ni le hablaba. Solo estaba en su casa para comer algo, y ver tele, su única satisfacción dentro de lo que él consideraba una pocilga. La banda del pequeño Héctor había sido reducida. Muchos en la cárcel, algunos muertos. Los que quedaron vivos ya no jugaban con pelotas de media. Cuando el mediano Héctor creía que el mundo era suyo, conoció al Yuyo y al Pelado, y supo que había más en este mundo que asaltos de poca monta y noches de borrachera. Aprendió donde estaba el poder. De una cuarenta y cinco pasó a una nueve milímetros. De la marihuana a la cocaína. Se vistió con un poco mas de plata, y en el barrio ya se sabía en que andaba. Ahí se conocían todos. También sabían del Yuyo y del Pelado. A los de afuera se los junaba en seguida. Los viejos ya ni le hablaban, les daba vergüenza ver a su mediano Héctor hecho como estaba. Cuando él fue el único vivo de la banda, y el repudio del barrio colmo su paciencia, el mediano Héctor decidió probar suerte en la gran ciudad. Siempre creyó que el suburbio le quedaba chico. No se despidió de ni del verdulero de la esquina.
Con el Yuyo y el Pelado todo parecía la gloria. El mediano Héctor vio que había algo más que el suburbio. Un mundo de edificios altos y olor a cemento seco. Pantallas gigantes y redes de comunicaciones. El brillo de los faroles nocturnos lo enamoraba. A veces veía una rata y se acordaba del barrio con nostalgia. Le gustaba andar a la moda, de saco negro y boina beige. Lentes solo para hacer facha. Y en ese mundo nuevo había todo por descubrir. El mediano Héctor escuchaba religiosamente las enseñanzas de sus mentores. “Nunca confíes en nadie”, “Ante todo, cuida tus espaldas”. Todo era para su propio bien. El Yuyo y el Pelado eran como sus verdaderos padres. El mediano Héctor los admiraba. El Yuyo era el más compinche, el Pelado era más serio. Los dos se complementaban, y el mediano Héctor aprendía de ellos.
En la ciudad todo era más fácil, de la mano del prestigio los amigos se hacían más rápido. La rutina empezaba cuando la luna salía. Zapatos lustrados y guantes blancos. Los trabajos que le encargaban al principio eran menores. Asistencia en algún robo. Amenazas. Todo era parte del trabajo del mediano Héctor. Algunas veces iba con el Yuyo. Siempre la pasaba bien con el Yuyo. Cuando ya agarró experiencia le daban trabajos más serios. Y ahí el mediano Héctor iba con el Pelado. Los chistes no frecuentaban. Las limpiezas si. El prestigio iba en aumento junto con la aceptación y las mujeres. El mediano Héctor sabía poco y nada del sexo opuesto y su torpeza no se podía disimular. Se ruborizaba, temblaba. Tampoco comprendía como se generaban los lazos afectivos en la ciudad. Sus nuevos amigos, Rolo y el Negro, eran demasiado amistosos y casi no los conocía. El mediano Héctor trató de pensar en todos como una gran banda de amigos, como la del pequeño Héctor, pero rápidamente se dio cuenta de que las reglas eran otras. A veces se sentía incomodo y el desarraigo lo hizo lagrimear un par de veces. El mediano Héctor estaba acostumbrado al barrio suburbano. Todavía se acordaba de las canicas de la banda del pequeño Héctor y a veces los extrañaba. Pero el barrio quedó atrás y la gran ciudad era su nueva morada. Los miedos eran frecuentes pero, con el Yuyo y el Pelado, el mediano Héctor se fue liberando. Y entró en el mercado de vicios. El poder junto a las responsabilidades y a la plata. La culpa venía sola y se alojaba en un rincón de su conciencia, casi no la sentía. Lo apodaban El Chacal. Aprendió a tener nervios, aprendió a estresarse y a ser agresivo, pedante. Se aprovechaba de su situación, se creía Gardel. Y en medio de toda esa locura urbana, en un bar de mala muerte, conoció a Blanca, el amor de su vida. Todos los viernes a la noche ella se vestía para matar y el murió en el primer momento que la vio. Y no descansó hasta que no le dio bola. Cabeza dura, le decía la vieja. Al principio iba a verla y ella lo trataba con indiferencia, como uno más. “Salí de acá, pibe” le decía Blanca. Pero a la larga, Blanca se encariñó del muchacho testarudo. Veía el pequeño Héctor suburbano que el mediano ocultaba en la gran ciudad. Blanca le enseñó cosas que él no aprendió ni de sus padres, ni del Yuyo, Rolo, el Negro o del Pelado. Héctor se enamoró de esa chica que conoció en ese bar de mala muerte. Y maduró. La hijita, Delia, no tardo en llegar y Héctor grande se replanteó todo.
El Héctor grande empezó a ver que la culpa ocupaba cada vez más lugar en su conciencia. Era difícil sacarse la sangre de las manos y los gritos de la cabeza. Ya no quería hacer más trabajos. Los edificios altos ahora lo asfixiaban. Las influencias del Yuyo y el Pelado ya no eran tan fuertes como la de Blanca. Ni los hipócritas del Rolo y el Negro lo hacían sentir seguro. Blanca sabía de la situación de Héctor grande y lo compadecía. Héctor grande se arrepintió de muchas cosas. No quería una vida violenta en la ciudad, quería tranquilidad para su nueva familia, una familia de verdad. Quiso salirse y no lo dejaron. El Héctor grande tuvo que soportar el peso de sus acciones pasadas. El Yuyo y el Pelado veían con malos ojos las dudas del Héctor grande. Blanca le rogaba que se escapara con ella y Delia, pero el Héctor grande se negaba. Era demasiado peligroso intentar algo así, el Héctor grande pensaba. Pero su alma pagaba el precio. El Héctor grande se hundía en la miseria. Alguna vez se escuchó esa dulce melodía de llanto atragantado, entonada por el desdichado padre de familia. Blanca estaba nerviosa todos los días, el Héctor grande soportaba cada vez menos su vida en la gran ciudad. Delia crecía y el Héctor grande tenía que elegir entre la seguridad de su familia y la posibilidad de una vida despojada de las consecuencias de su trabajo. Capaz lo irracional se apoderó de su razonamiento, o tal vez fue la decisión más acertada, lo cierto es que el Héctor grande decidió escapar de una vez de la tormenta en la que se encontraba inmerso. El Héctor grande pensaba en lo que era mejor para su familia. Los lujos de una vida violenta no se comparaban con la sencillez de una vida sin remordimientos ni paranoia.
Fue una noche de otoño que el Héctor grande armó las valijas y se rajó para la casa de los viejos, al barrio en el que el pequeño y mediano Héctor supieron vivir alguna vez. Blanca le odió por no ser parte de la decisión pero no hizo mayor esfuerzo por quedarse en la gran ciudad. El Héctor grande poco sabía de la consecuencia de sus actos y se sorprendió al ver a sus viejos sorprendidos y disgustados de ver a su hijo. Ya no había pasta en los domingos con rico olor a tuco, ni pelotas de media con la banda. La banda se desintegró hacía ya tiempo. La verdulería había desaparecido hacía rato. Las casas estaban viejas y los mercados habían penetrado el entorno único. Blanca les rogó a los viejos del Héctor grande que lo alberguen en su casa por un tiempo. Pero la herida de los viejos era profunda y el reproche al hijo estuvo cargado de sentimientos contradictorios. Abundaron esa noche los insultos de un padre desilusionado del presente del Héctor grande. Decepcionado el Héctor grande se fue de su barrio con el mismo sabor amargo con el que se fue por primera vez. Blanca consiguió de un primo una pequeña casa alejada de todos, en la llanura de las pampas húmedas. El Héctor grande supo que el poder era algo más de lo que el podía manejar y ni autoridad tenía en su propia familia. Las persecuciones del yuyo y del pelado eran de esperarse. El Héctor grande aprendió muchas cosas en la gran ciudad, como borrar sus huellas. La calma sobrevino. La casa era algo sencillo pero bastaba para estar un tiempo. El Héctor grande tenía ahorros para unos meses, pero él no podía ir a buscar la plata. Conocía bien a sus ex colegas, no se la iban a dejar pasar. Eran buenos de amigos, pero bien sabía como eran de enemigos. El Héctor grande se cuidaba. Miraba para todos lados cuando la plata hacia falta y la gran ciudad lo llamaban para algún trámite. Blanca y Delia se mantenían cautivas. Lo único que lo sacaba de su paranoia era una muñequita color uva, que le había regalado su abuelo. El testimonio de un pasado todavía vivo en el Héctor grande. Todos los días le daba la muñequita a la pequeña Delia para que tuviera un ratito de felicidad, y el Héctor grande pudiera sentirse parte de ese momento.
Los meses pasaron y la calma sobrevino. Blanca ya se había tejido dos frazadas, pero mucho para hacer no había, en esa casa, y el fantasma todavía recorría las cabezas de los padres de la pequeña Delia. El Héctor grande sabía que esa situación no podría durar demasiado, en algún momento lo iban a encontrar y no se la iban a perdonar. Y así fue una noche de invierno que llamaba a la tempestad. La frágil estrategia fue descubierta. El Héctor grande volvía a su casa con la plata de la semana, pero no advirtió que los sicarios se habían disfrazado de gente común, como alguna vez supo hacer él. Las primeras gotas cayeron. Las ráfagas se hicieron oír. La tormenta no tardó en llegar. La sangre se aplastaba en el camino de tierra mojada. Los huesos se rompían al compás de la golpiza. Los gritos de Blanca se perdían en los relámpagos de la noche. El Héctor grande se desvanecía. Se preguntó por Delia, se preguntó por Blanca. Se arrepintió de él y de su historia. Pensó en la muñequita color uva y del abuelo. Y de la villa miseria del abuelo. Y de lo que le decía el abuelo cuando el pequeño Héctor todavía no entendía el mundo. Nadie puede escapar de la tormenta.

Malen

La luna nueva trajo demonios disfrazados de dioses. El mar vomitó bestias salvajes, vomitó a la divina providencia. Un nuevo orden. Y allí se encontraba Juana con su familia. Una familia de divinidades fantásticas, de lenguas magníficas y trabalenguas irrepetibles. De travesuras exóticas y costumbres divertidas. De juegos místicos y danzas extrañas. De rituales únicos y colores mágicos. En esa tierra bendita y maldita a la vez. Las nuevas formas hicieron que la pequeña Juana sintiera rechazo al sueño. Sentía que la rutina de la noche y el sueño la esclavizaban, a ella y a toda su familia. Pero la noche siempre llegaba y la hora de dormir con ella. Los falsos dioses le enseñaron tenerle miedo a la noche, miedo a dormir en el lugar que le dieron. La escasa dignidad de la raza, un lugar inmerso en la oscuridad. Un espacio vacío que se llenó de sensaciones y delirios. Allí el mito y la realidad se fusionaron. Allí el sol no ingresó, solo el frío desnudo junto al olor pútrido de las almas en descomposición y la sangre humillada. Allí solo se escuchó el silencio de su familia amordazada. Y en ese rincón, pequeño, envuelto en misterio y paredes de piedra, se encontraba su mayor recelo. Se materializaba el temor de lo que no conocía, de lo que no predecía, de lo que no controlaba. Una esfinge agazapada yacía ahí todas las noches. Mujer alta de brazos extendidos, de ropas y collares raros. Intocable, inalcanzable. Mito de piel blanca, pálida, de labios sangrientos. Carne de madera. Todas las noches, la esfinge la observaba fijamente, amenazándola. Sin parpadear, esperando que Juana cerrara los ojos y se durmiera. Esperando que se perdiera en pesadillas de látigos y ataduras, que los demonios vinieran a encubrir a su familia. Agazapada, maldita, esperando apoderarse de Juana.
La luna completaba sus fases mientras Juana soportaba y maduraba. Desde su pequeño lugar observó a su familia derramar ríos de estaño y cobre, de sudor y sangre. Pasadas las noches, Juana advirtió que los dioses no eran dioses, sino demonios vestidos de divinidades paganas. En los arranques violentos de cualquier nacimiento, la esfinge estaba en todas partes. Presente en todos los minerales religiosos y en las extracciones de rituales metálicos. Juana cerraba los ojos, distraía la mirada, quería escapar de ella pero siempre aparecía. Siempre. Juana se sentía aún incapaz de cambiar esa situación, la de ella, la de su familia.
Y en la plenitud, el coraje. Fue una noche de luna llena que Juana entendió que la esfinge debía ser vencida. En la oscuridad de su cuarto, de la noche, temerosa de las consecuencias, Juana se acerco a la esfinge. Angustiada, insegura, Juana toco eso muerto desde el principio. No había nada más que un mito de madera pintada. Juana lloró, lloró desconsolada. Lloró por ella y por su familia, por toda su familia. Y rompió. Sus manos desnudas se mancharon de furia, se cortaron, se astillaron de sangre. La esfinge muerta, despedazada, todavía miraba a Juana. Le dijo que no iba a irse sin resistir, que nada solucionaba con destruir una imagen simbólica. Le dijo que el espanto no se iría. En ese cuarto, cada vez más pequeño para Juana, la esfinge se convirtió en destellos. Vestigios de opresión.

Adiós juventud

En un cuarto pequeño, de paredes de cemento mal pintadas, una mujer entró y se sentó al lado de otra mujer, que ya estaba anteriormente. Ambas observaron los últimos rayos de sol que entraban de la ventana, contemplando como el cuarto se sumergía lentamente en la oscuridad.
- ¿María Claudia? - preguntó la mujer que acababa de entrar, tratando de adivinar el rostro.
- Si – respondió la mujer sentada mirando el piso – ¿Cómo andas, Clarita?
- Sobreviviendo – respondió María Clara con un tono sarcástico.
Luego de unos minutos sin hablar, María Clara rompió el silencio.
- ¿Por qué estas acá?
- Lo mismo de siempre – dijo María Claudia todavía mirando al piso - ¿Vos qué haces acá?
- También, lo mismo de siempre, una mierda ¿no?
María Claudia no respondió, siguió mirando el piso, parecía buscar algo que sabía de antemano que no iba a encontrar.
- Hablá, Claudia.
- No puedo, estoy bloqueada por los signos y las dudas – dijo María Claudia, siguiendo con su dedo índice los surcos de las baldosas.
- ¿Sabes donde está el resto?
- No, es posible que hayan extraviado la brújula.
- No entiendo, hablá claro che ¿Sabés donde está tu novio, por lo menos?
- Allá en el sur del alma.
- Te estoy hablando en serio.
- Desconcertados, sordos.
- Basta – dijo María Clara – si no querés hablar, no digas nada.
- No tengo ganas de hablar, por mí que me arranquen la lengua los ratones.
- ¿Podés parar un poco?
- ¿De hablar? Bueno – replicó María Claudia haciendo garabatos imaginarios en el piso.
Las dos escucharon pasos de afuera y se callaron de repente. Luego de que los pasos se alejaron, continuaron.
- Me siento como el oasis en los espejismos – dijo María Claudia.
- Cállate – dijo María Clara con un tono áspero.
El silencio sobrevino con la noche, pero no duró demasiado.
- Estoy cansada, Clara.
- Yo también – dijo Maria Clara, mientras su voz se resquebrajaba.
María Claudia levantó la cabeza y dirigió sus ojos hacia donde estaba María Clara. Esta no resistió la mirada de María Claudia y comenzó a llorar. María Claudia la abrazó fuerte.
- Tenes el cuerpo helado – dijo María Claudia
- Tengo frío, entre otras cosas.
- Te quiero, Clarita.
- Yo también te quiero, Claudia.
Ambas se quedaron en silencio. Ya entrada la noche, dos hombres entraron al cuarto.
- Creo que me toca – dijo María Clara
- Esta noche no termina más – dijo Maria Claudia resignada.
- No, no termina más.
Maria Clara se levantó y se fue del cuarto en compañía de los dos hombres. Maria Claudia, sola en ese cuarto pequeño, de paredes de cemento mal pintadas, entró en un profundo llanto.

Mis cronopios

Pocas veces el sol y las gotas de lluvia se combinan, proyectando un arco multicolor en el cielo. Mas pocas son las veces que la luna y las gotas de lluvia se combinan proyectando un halo de luz blanca, que deja en descubierto a todas las pequeñas bestias, que se visten de invisibles en la oscuridad de la noche.

miércoles, 22 de octubre de 2008

Historias.

Mientras un rodillo cubre la historia de la pared de un edificio,
una gota se desprende y se suicida contra el piso sucio de la vereda.
Una mujer con tacos altos pasa por su lado sin notarla,
sin mirarla siquiera.
Una niña se detiene y apoya sus dedos diminutos de pincel,
la acaricia, la contempla.
Su padre la observa, hunde sus ojos en su forma,
toma a la niña de su brazo y continúa su rutina.

Noventa y dos (92)

Veinte cuadras de recorrido masivo
con cientos de ojos a tu alrededor.
Siempre furtiva, siempre elocuente
la mirada del niño que te inspecciona.
Huyen los ojos al encuentro de otros,
al subir anuncian a la máquina, en voz alta, 'un peso'.
Ojos en gestación, ancianos y dolidos toman su asiento;
unas gafas nos conducen al destino.
Y como una nube negra que arruine el paisaje
ojos aborígenes y extraños ascienden;
ignorados pero, sin lograr esconderse
opacan este cielo puramente argentino.

Sombras

La gente está sentada en el café.
Un hombre que acomoda
su cabello gris
revuelve una taza
de café.
Bajo el sol
incandescente,
el fulgor de un cuerpo
resplandece.
Una mujer que acomoda
su despecho
revuelve una bolsa
de algo que fue.

¿Quién será ella para sus manos deformadas?
¿Quién será él para
su euforia contenida?
La calle
limita
con el humo y con las
ratas.
Sus vidas,
con sus sombras
incesantes.
Sus cuerpos,
con el calor del
sufrimiento.

viernes, 17 de octubre de 2008

Consignas

en clase
Escribir un poema o texto poético sobe la ciudad a partir de los poemas

Para la otra clase:
1. Leer Ómnibus de Cortázar
Pensar una escena urbana en un lugar reconocible de la ciudad de Buenos Aires y narrarla
de manera extrañada.

2. Recorrido
Recorrer un lugar ( familiar, extraño) de la ciudad ( tal vez en dos momento del día diferentes, de mañana y de tarde o noche – según la zona – un día de semana o un domingo, etc.) sobre un lugar:
Registrar , hacer un inventario de los detalles

“(…) otra manera de acometer la gran ciudad es en profundidad, mediante recorridos y viajes: seguir una avenida, una serie de calles, una línea férrea o un subterráneo, atravesando barrios y capas sociales, uniendo puntos distantes, buscando lo disímil antes que lo homogéneo y semejante” , Carlos Gamerro ( en Ciudades de papel)

“(…) Georg Perec en su tentativa de agotar un lugar parisino, ensaya la estrategia contraria: quedarse quieto en un punto, digamos una esquina, y registrar todo lo que pasa por ella: personas, autos, bicicletas, ómnibus, palomas y perros. Aun cunado el observador esté quieto, lo propio de la ciudad –como descubrieron muy pronto el cine y, en las artes plásticas, todas las escuelas de vanguardia- parece ser no su arquitectura sino su movimiento” Carlos Gamerro ( Ciudades de papel)

Sentarse o permanecer en ese o en otro lugar por un tiempo ( peluquería, bar, shopping, tienda de dos pesos, banco, etc) y registrar las voces de la gente

miércoles, 15 de octubre de 2008

Todavía existen


Tienen pelos en todo el cuerpo, me molestan todo el día y siempre llega el punto en el que no me dejan pensar. Odio a las moscas. Me acuerdo que cuando era más chica mi tío Abel me contó que pueden saborear lo que pisan y, si les gusta, bajan la boca y lo succionan.
Hace mucho calor. La abuela decidió que comamos afuera porque el horno en que se convirtió la cocina es inhabitable. Los domingos en el campo cada vez me resultan más molestos. El paisaje es el mismo una y otra vez: mamá está cortando rodajas de pan mientras tapa las ensaladas evitando que las moscas las devoren, la tía Silvia está sentada en una silla, fumando un cigarrillo y quejándose de que tiene los dedos hinchados y la tía Liliana, siempre obsesionada con los gérmenes, sigue repasando los vasos y los cubiertos y realiza inútiles esfuerzos con el repasador para interrumpir el vuelo de los peludos insectos. El resto está afuera: los más chicos juegan a la pelota o corren las gallinas y los más grandes estamos sentados a la mesa comiendo maní con cáscara y papas fritas para mantenernos despiertos mientras esperamos que se haga el asado. Todavía no entienden que si nos acostamos a las ocho es un crimen levantarnos a las once para ir al campo. Papá y los tíos están con el abuelo cerca del fuego y estoy casi segura de que deben estar hablando de cuánto midió la lluvia del viernes.
Por fin papá nos avisa que el asado ya está. Nos sentamos en la mesa del corredor, donde circula un poco de aire. Siempre pasa lo mismo, traen todas las cosas juntas y de tanta comida al final termino comiendo casi nada. Después de que desaparecen los chorizos la pelea siempre se inicia por las costillas. El sol las muestra crocantes y sabrosas haciendo que nadie pueda resistir a la tentación. Tengo las manos engrasadas y pegoteadas y la cara toda manchada y brillosa. Hay dos moscas posadas en mi hombro izquierdo. Las odio. Son gordas y caminan lento con sus patas acolchonadas y pegajosas sobre mi piel. Seguramente ellas también deben haber probado las costillas. Me sacudo para espantarlas pero las moscas siguen ahí, firmes, pesadas, asquerosas y repugnantes. Como siempre, mi tío Abel está cerca para salvarme y con un fresco y delicado soplido logra alejarlas. Él siempre me dice que soy su sobrina preferida. A pesar de que cada vez hace más calor se me erizaron los pelos de los brazos y siento un poco de frío en el cuello.
Ya estoy llena y de mal humor, tengo sueño y la panza hinchada. Me pican los pies y no necesito mirar qué hay debajo de la mesa porque sé que la maldita costumbre de poner un balde debajo de la mesa para tirar los restos nunca se va a acabar. Es un asco ver los huesos, la grasa y las moscas. Aparte de ser sucio, me da miedo. Las moscas siempre son atraídas por los animales muertos y me imagino a mí tirada en una cama, desnuda y repleta de moscas que me succionan la sangre. Deseo que algún día dejen de existir.
La abuela trae la ensalada de frutas. Sorprendentemente la tía Silvia toma las compoteras y se dispone a servir. Si mis ojos no me engañan tiene quince pulseras plateadas en el brazo derecho y unos siete anillos, plateados, dorados y con piedras, repartidos en cuatro dedos. Le quedan horribles, solo a ella le pueden gustar. Mamá sonríe al escuchar los comentarios acerca de lo rica que está la ensalada, tengo que reconocer que el ananá que le pedí que no pusiera casi ni se nota. Mi primo Santi se ríe del tío Abel, siempre que toma vino se le tiñen los dientes, pero no como a todo el mundo sino que se le ponen muy oscuros. Detesto que tome vino porque después tengo que dormir la siesta con ese olor que me repugna.
Parece que las moscas están llenas porque hace rato que ninguna vuela sobre la mesa, tal vez, le tengan miedo a los flashes. Mamá y papá sonríen y se abrazan para la foto. Todos nos reímos de los comentarios ridículos y graciosos que hace papá. A mi me hace bien ver cómo se le llenan los ojos de lágrimas al abuelo cuando estamos todos juntos en el campo, dice que le emociona ver cómo crecimos sus quince nietos. Menos mal que la mala onda que siempre hay entre la tía Silvia y el tío Abel nunca arruina ese momento. Yo no entiendo porqué siguen juntos, me cuesta creer que en algún momento se querían y eran felices. Son cerca de las tres, es la hora de la siesta. Ayudo a juntar la mesa y después me voy a uno de los cuartos. Siempre elijo el mismo porque me da miedo que pase algo que lo ponga mal al abuelo. Es el cuarto en el que dormían mamá y la tía Liliana cuando eran chicas. Hay fotos de la comunión de mamá y una sola de su viaje de egresados a Bariloche que me encanta. Los postigos de las ventanas están cerrados. El calor sigue siendo insoportable así que corro todas las sábanas para acostarme. Seguro me duermo enseguida porque tengo mucho sueño. Igual estoy segura de que en un rato va a venir el tío Abel a traer el espiral que ahuyenta a las moscas y a los mosquitos y me va a despertar con su sonrisa violeta por el vino. Hoy no será la excepción, las moscas todavía existen y yo, casi desde que tengo memoria, sigo siendo la sobrina preferida del tío Abel.

miércoles, 8 de octubre de 2008

Luis

Son las 11:40 y estoy contando los minutos para que termine la hora. Estoy harta de los gritos de la vieja peluda que nos dice que no sabemos nada y que ninguno llegará a la universidad.
- Vissani – gritó Cristina López, la odiosa de matemática
- ¿Si? – contesto
- Pase a hacer el ejercicio 15 B al pizarrón
Giro y le pido a Ariel que me pase su hoja. Al mismo tiempo que abro los ganchos de la carpeta para sacar la hoja suena el timbre. Sin levantar una sola silla, desaforados como ganado salen todos corriendo, me empujan y las hojas de la capeta de Ariel tapizan el piso. Me quedo juntándolas y sacando con goma de borrar los pisotones. Para cuando termino de restaurar la carpeta el recreo finaliza. Vuelvo a mi asiento y llega el profesor.
Paula le trajo al profe los prometidos cañoncitos de dulce de leche que hace su panadería. Una familia de gigantescas moscas se posan sobre la bandeja. Paula se acerca y le da la bandeja a Luís. Muy contento agarra un cañoncito le da un tarascón y con la boca llena de dulce de leche le da un beso en la mejilla a Paula diciéndole gracias. Mientras la besa, la rodea con un brazo, mientras la otra mano sostiene los cañoncitos, e intenta levantarla pero Paula es muy gorga y fea como para que el profe pueda levantarla así. Me acerco al hombro de Lara y le susurro en el oído todo lo chupamedias y fea que me parece Paula y agrego “no la va a aprobar porque le traiga esos mazacotes asquerosos”.
El aula va retomando la calma post-recreo. Todos se sientan. Y Luís con una sonrisa radiante de felicidad nos saluda y ofrece los dos cañoncitos que quedan en la bandeja. Todos agradecemos pero nadie acepta. Se sienta y dice “que tímidos”. Con las manos, llenas de dulce de leche e intentando no enchastrarlo por todos lados, intenta acomodar el suéter sobre el respaldo de la silla. Unos lunares quedan sobre el abrigo color maíz y dan de comer a dos de las moscas de la manada. El resto de las moscas continúa sobrevolando la bandeja que está a la derecha del profe sobre el pupitre. Cada tanto mueve su mano derecha, como intentando espantarlas pero las moscas parecen haber quedado estaqueadas sobre el pastoso y denso dulce de leche “Richard” de la panadería de la gorda de Paula.
El profe comienza a explicarnos los motivos del atentado a las Torres Gemelas, las consecuencias, el pasaje de la sociedad tradicional a la modernidad y un montón de cosas más, mientras su mejilla derecha sigue matizada de dulce de leche. No puedo concentrarme en lo que dice porque no puedo dejar de ver las manchas. Mis ojos están hipnotizados por la mejilla derecha de Luis, las gotas de dulce de leche y las moscas. Cada tanto él se las espanta y se golpea un poco a sí mismo.
No puedo dejar de mirarle las manchas fijamente. Él no se asombra de que lo mire tan intensamente. A veces me avergüenzo un poco por Rodrigo porque desde el banco de atrás me pincha con el portaminas. Le encanta molestarme, por lo que de vez en cuando me canso y libero un insulto. Luís me mira y me dice “¡FLO!”, entonces me avergüenzo de que me llame la atención y tengo que dejar de mirarlo. Pero cuando pasa mucho tiempo sin que lo desnude con la mirada él busca que lo mire, y me mira intensamente como yo lo miro a él; entonces logra que lo vuelva a mirar y cuando lo hago él recobra la tranquilidad y sigue dando la clase para todos.
Lo bueno es que siempre encuentro una excusa: ese día son las moscas, el dulce de leche; pero a veces digo que lo miro porque lo que él dice es tan, tan interesante; siempre encuentro algo. Otra vez fue porque se sacó los lunares de la cara. Fue muy impactante: entro con la cara llena de yodo y gasitas pegadas con cintas. Por un momento mi corazón latió tan fuerte, del susto. Me acerqué discreta y le pregunté qué le había paso, él muy relajado me contó que se había sacado los lunares de viejo que le estaban tapando la cara y se rió fuerte, como se ríe siempre, como una bestia. Avergonzada por la risa me fui disimuladamente a sentar antes que alguien lo notara. A los días cuando vino sin los apósitos mis ojos empezaron a extrañar ese terreno irregular que revestía su cara. Mis ojos ya tenían un recorrido pautado: comenzaba por las Toper´s y finalizaba en su cara. Al transitar por su cara debía vencer los obstáculos de cada una de sus elevaciones, ahora ya no estaban eran espacios más blancos donde la piel se pone más brillosa, suave y delicada.
Me gustaría tocar su pelo. Me irrita un poco pensar que alguna mano femenina, que no es la mía, recoge su pelo cada día y le coloca esas coloridas colitas. Un día vino con una colita fucsia, estaba segura que se la había puesto una de las chicas de su casa, sin importarme si había sido su mujer o su hija de solo pensarlo la piel se me erizó de bronca y celos; y de manera bastante caprichosa e insolente cuando se sentó le pedí que se soltara el pelo. Y se lo soltó. Sacudió su cabeza de izquierda a derecha y preguntó “¿cómo me queda?”. Todos se rieron, inclusive Rodrigo por lo que le pegué una patada tan, pero tan fuerte que la marca le duró un montón de días. Me daba mucha bronca que se rieran, porque le quedaba hermoso y porque lo había hecho para mí. Parecía un león de cabellera exótica: dorada y gris, con abundancias aisladas y baches sectorizados.
Odio mucho a mis papas por no haberme fabricado en una fecha de modo que naciera en época escolar. Uno de enero, un espanto. Nunca recibiría el abrazo y el beso que Luís regala en los cumpleaños, por lo que tendré que ser muy ingeniosa para encontrar motivos para tocarlo. Me jugó a favor ser bajita porque al ser él tan alto siempre que me ve por los pasillos, o la cantina me hace una caricia en la cabeza y me dice “Hola Flo” y a mi me encanta, nadie más me dice Flo.

Victoria

Victoria está caminando de la mano de su papá. La mano izquierda está sujeta a la mano de papá, los deditos se ensuciaron por la arena en la plaza. Mamá está de compras en el almacén. Vicky tiene en su mano derecha una paleta de colores. Rojo, amarillo, verde, blanco y rojo de vuelta, como un arco iris. Mamá le prometió un chupetín cuando vuelvan a casa. Vicky se apura pero la mano de papá no la deja correr. Tironea, zapatea pero la mano de papá es más fuerte. Vicky no quiere mirar arriba, está enojada con papá. Mira al piso. A sus zapatitos de charol, sus medias blancas, sus pasitos. Mira las baldosas con sus canaletas negras. Vicky no quiere llorar, se muerde los labios. Los mocos la delatan. Unos pantalones negros y zapatos marrones con un perro con collar que mueve la cola se acercan. El perro huele a Vicky, el hocico moja la cara de Vicky. Se ríe, lo acaricia. Los deditos sucios tocan el pelo sucio del perro. El perro saca la lengua y agita la cola. El perro se va contento y Vicky sigue caminando con papá y la paleta amarilla, verde, blanca y roja de vuelta. Caminan las calles largas, el piso pintado de blanco a veces, negro también. Los arbolitos empiezan pero no terminan para Vicky. Apenas ve verde pero si ve madera. Sigue enojada con papá. Tardan mucho en llegar a casa y la paleta ya es verde blanca y roja de vuelta. Ve piernas largas, ve zapatos y pantalones caminando más rápido que Vicky. El sol se cae, la luna casi se ve atrás del sol. Papá se para y le dice cosas a otros persona de pantalones grises y zapatos marrones. Y gritan, fuerte. Vicky levanta la cara y ve la cara de papa asustado y enojado. Usan palabras difíciles. Vicky se esconde atrás de las piernas de papá. Hay un señor malo que le esta gritando a papá. La mano de papá agarra fuerte a la mano de Vicky, tan fuerte que duele. Los gritos son cada vez más. Vicky no sabe que hacer y empieza a llorar. Llora fuerte y grita con papá y el hombre malo. Ya es de noche. Ya no le gusta la luna a Vicky. El hombre malo saca una paleta gris del pantalón. Una paleta rara. Y un ruido fuerte suena. Vicky se asusta y se esconde en las piernas de papá. Pero las piernas y las rodillas se caen, papá está a la altura de vicky. Los pantalones del señor malo corren lejos, y papá se cae al piso. Vicky no entiende, le habla a papá pero papá está dormido. Le grita y nada. Vicky llora fuerte y ve que a la paleta solo le queda el rojo.

martes, 7 de octubre de 2008

Consignas para la escritura del cuento

Elija una de las story line (que escribió usted o algún compañero) que considere más "productivo".

- Transforme la story line en un cuento . Para ello, hágalo crecer:
formule preguntas del tipo ¿por qué? ¿Cómo? ¿Y después…?

Recuerde: “ lo que tienen de particular las preguntas que se le hacen a la historia es que no se le formulan solo al futuro sino también a su pasado” ( Pampillo) en el que el lector infiera esas respuestas.

- Elija una focalización interna.
- Atienda a la temporalidad. Incluya una analepsis significativa.
- Incluya un diálogo elusivo.
- Represente, muestre la acción, no “diga”.
- Genere tensión narrativa ( el obstáculo se enuncia con persistencia, y representando las circunstancias)
- Elija un título.

Extensión: entre cuatro y diez carillas.