martes, 9 de diciembre de 2008

Instrucciones para mirar por el ojo de la cerradura 2da (09)

Para mirar por el ojo de la cerradura debe seguir varios pasos. En primer lugar, debe elegir la puerta (y por ende la cerradura) a observar. No todas las cerraduras son para espiar y no todas son las puertas son para abrir. Su elección debe ser equilibrada, justa. Hay cerraduras que no deben ser miradas, puertas que no deben ser abiertas y sujetos que no deben ser espiados. Si de todas maneras quiere transgredir la privacidad de lo prohibido, proceda. Pero tenga en cuenta las siguientes recomendaciones.
Es probable que en el momento de ejecutar la acción sienta confusión, no se alarme, son la ética y la moral escandalizando la conciencia, solo basta unas palabras fuertes de sugestión para reprimirlas.
Luego, comience arrodillándose. Verá que no es difícil si su peso es adecuado y sus piernas flexibles. A diferencia de lo habitual, usted no debe apoyar las palmas de sus manos sobre la puerta. No debe tener contacto alguno con ella. Evite hacer el menor ruido, no olvide que el que está del otro lado no debe enterarse de su presencia. Arrime el ojo que usted quiera pero recuerde dejar el otro ojo abierto, debe estar atento y conciente del peligro que la acción supone. Si cierra los ojos podría arrepentirse.
Llegado hasta aquí observe lo que ha alimentado su curiosidad, pero no por mucho tiempo. Lo que esta viendo puede atraer sus sentidos y cautivar su espíritu. Si esto ocurre aléjese. Sin darse cuenta puede usted estar del otro lado de la puerta y la muerte ya no sería una incógnita.

El necio (14)

Eran las 10:30 y me tenía que ir corriendo. La profesora me había mandado a leer un cuento y no hacía a tiempo. Presumí que lo podía leer a la pasada en el colectivo, pero la historia me atrapó. Sin salida aparente tuve que adentrarme en el relato.
Desde la introducción todo fue un caos. Los protagonistas y personajes secundarios entretejían una compleja trama, cuyos hilos de amor encerado se extendían y enredaban con finas hebras de pasión rebelde. Todo estaba envuelto en viejos retazos de envidia y, si me descuidaba, perdía de vista alguna pelusa de odio. Inevitable, siempre fui algo miope.
Cuando todo parecía alisarse y creía poder zafar de esa urdimbre de palabras, la maraña introductoria se transformó en un gran nudo dramático. El desgraciado me sujetaba con fuerza pero no me sofocaba, me sostenía para que no cayera en una interpretación mediocre de la obra. En esa peligrosa red, las texturas que sobresalían me ayudaban a seguir el hilo conductor del argumento. Podía tocar la trágica suavidad de las caricias entre amigos, o sentir la conflictiva aspereza de los roces entre enemigos. Y así alcancé el auge del relato. Casi me desmayo. Entre el nudo y la altura, el aire escaseaba. Afortunadamente, cuando empecé a descender en la trama, pude aflojar el nudo de la historia, recuperar el aire y tejer más tranquilo.
Mañosa la persona que pensó en ese telar de hechos breves, el desenlace de la obra solo hizo que me enredara más. Yo quería tejer certezas y el autor entrelazó más dudas. Mi tejido empezaba a deshilacharse. Mis agujas perdieron su punto guía. Ya no encontraba lógica alguna en la trama.
Exhausto, tiré ese gran estambre ficticio por la ventana del colectivo.

Gato con dulce de leche (10)

Un notengomoneda camina por el cordón de la vereda y trae todos los domingos media docena de cañoncitos de dulce de leche. Aparece a las 9:00 en punto para ver la carrera de autos. Tomamos té con masitas por qué nos gusta parecernos a los ligeros, le digo. Se ríe tanto que me hace acordar a los mareados. Yo disfruto de su compañía.
El domingo siguiente el notengomoneda camina por el cordón de la vereda haciendo equilibrio con su media docena de facuras, pero se les caen y, como el pobre no ve bien, agarra media docena de gatos. Aparece a las 9:00 en punto para ver la carrera de autos. Me dice que se les cayeron las medialunas y pide perdón. Me da los gatos y entra como si nada. Tomamos te con masitas por que nunca me gustaron los cañoncitos de dulce de leche. Ahora disfruto de la compañía de los gatos.

Tarde a todas partes (18)

Rojo salsa. Rojo peligro. Rojo sangre. A Jorge le gusta contar. Le gusta combinar. Le gusta mezclar la salsa con la sangre. Le gusta mirar películas de acción y comer pizza, al mismo tiempo.
Es sábado. Es de noche. Es él solo en un primer piso pequeño y solitario. Prende la tele y encuentra un país del norte en guerra. Balas y trincheras. Tropas. Violencia explícita. El sabe de historia bélica lo que una paloma entiende de turismo carretera, pero si sabe que para completar el fetiche solo falta la pizza. Se da cuenta que la pizza no viene sola, debe pedirla. Marca los números con hambre pero no se desespera. El timbre suena y baja los quince escalones (previamente numerados por Jorge) que comunican su hogar con la puerta del edificio. Le abre al chico, que sostiene la pizza con su mano derecha, acalorado por la rutina laboral. Recibe el alimento y cierra la puerta. Se apresura para subir los quince escalones (no se quiere perder la película) pero la luz se apaga y Jorge se paraliza en el séptimo peldaño.
Pierde el sentido mas preciado. Sus pies, sucios y descalzos, se afirman en la fría superficie de cemento. La puerta de planta baja, única fuente de luz, se cierra y Jorge se encuentra en la oscuridad. Su mano derecha, tímida, busca ansiosamente la baranda, mientras que su mano izquierda juega a mantener el equilibrio con la pizza. Lentamente el pie izquierdo se alza al escalón siguiente, el octavo, buscando reanudar su trayectoria al departamento. El pie derecho lo acompaña, siempre un paso atrás. Uno, dos, logra avanzar hasta el noveno escalón sin problemas, pero repentinamente se topa con la pared. Una pared. Jorge se pregunta cual pared, se confunde, toda su vida hizo un solo recorrido, quince escalones y dos giros a la izquierda, no tenía registro de darse con una pared. Ante la ceguera y su incertidumbre, resuelve retroceder sus dos escalones, volviendo al punto inicial, el séptimo escalón. La situación lo incomoda. Sus manos están ocupadas y sus pies firmes en el séptimo escalón. Jorge, pragmático, decide cambiar de objetivo. Lo primordial no es llegar al primer piso, sino encontrar el interruptor de la luz, la falta de visión es su único obstáculo. Baja los siete escalones. Siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno y cero. Pero no llega a planta baja. Jorge no logra comprender el problema que se le presenta. Encuentra otra pared en lugar de la puerta de salida. Deja la pizza en el primer escalón, o lo que el creía que era el primer escalón. En el negro vacío, donde se encuentra, Jorge advierte la existencia de una curva. La escalera cambia de sentido, gira a la izquierda. Esta vez con su mano izquierda firme, sosteniéndose en la baranda, decide continuar bajando hasta encontrar ese destello rojo que lo salvaría de su ceguera. Para mantener su claridad busca un nuevo punto de partida, el punto cero, el escalón donde abandona la pizza. Y comienza una vez más a contar hacia abajo. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis y un nuevo giro hacia la izquierda. Se detiene. Las gotas de sudor caen de su sien. Sus ojos se humedecen pero no lloran. No entiende sus pasos. Tantea en el vacío, agita su mano izquierda sin suerte. Jadea. Sus rodillas empiezan a temblar. Duda de sus cuentas y su proceder metódico. Maldice la pizza y su situación. Pretende calmarse, trata de mantenerse lúcido en medio de las confusiones de cemento y cal. Pero ya es tarde. Decide, otra vez, volver al punto cero, donde se encuentra la pizza. Y una vez más hacia arriba. Giro a la izquierda, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno y dos. La pizza no está. Jadea. Duda de su memoria y continúa subiendo. Giro a la derecha. No es posible, Jorge piensa. Uno, dos y tantea con sus dos manos la pared que se alza ante él, buscando una explicación en eso que está inanimado, muerto. Su mente, en el borde que separa la cordura de la locura, no comprende su situación. Jadea. Se agita. Necesita ver algo. Un destello de luz, algo. La soledad lo angustia. Jadea. Sus pies tienen frío. Elige subir y solo subir, ya no importa, ya no cuenta. Su mano derecha vuelve a tomar la baranda, que junto con la sensación de frió cemento en los pies, es su única certeza.
Y sube. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve y cartón. Estampa su pie izquierdo en el cartón que cubre la pizza. Jadea. En vez de lamentarse por el hecho (o buscar explicación), decide sentarse en la escalera y disfrutar aunque sea un poco de la pizza. Jorge no ve ni tiene utensilios, pero eso no le impide darse el gusto de agregarle, a la suciedad de sus pies, un manto de grasa a sus dedos ya pegajosos. Jadea. Un momento de felicidad efímera, lejos de su departamento y de una salida aparente. Una, dos, tres, cuatro y basta. La comida sobra, pero Jorge está lleno. Sacio su hambre y recupero su aliento. Decide volver a su sistema contable. La última vez, hacia arriba. Ya no importa si está en el primero o en el catorceavo piso, si es un laberinto, si las escaleras se dirigen a su casa o hacia otro lugar. Con los ojos bien abiertos y las manos bien alertas empieza. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, giro hacia la derecha. Jadea. Seis, siete, ocho, nueve y giro hacia la izquierda. Jadea. Diez, once y pared. Una pared más. Jorge toca la pared, sus manos la sienten fría. Llora. Jadea. Llora desconsolado. Jorge está demasiado cansado.
Y se oye una voz. Una voz de mujer. Abajo. Un sonido casi imperceptible. La alegría lo da vuelta y la esperanza lo hace volver abajo. Rápido. Ve un destello de luz al final del laberinto de concreto. Rápido. Sus manos no están sujetas a ninguna baranda ni sienten paredes. Rápido. Sus pies están contentos. Rápido. Nueve, ocho, siete, seis y giro a la izquierda. Cinco, cuatro, tres, dos y la pizza. Jorge se resbala. El queso derretido se expande. Jadea. Los pies pierden equilibrio. Jadea. Las porciones se abren, se desgarran. Las manos se desesperan buscando un punto de apoyo. La salsa de tomate mancha su cara, su cuello. La mancha roja se desparrama, se expande. Se expande como las rosas en primavera. Se expande como el peligro cuando se corre sin medir consecuencias. Se expande como la sangre que fluye de una herida que no se puede cerrar.

Dieguitos y Mafaldas

En esta cabaña de mierda solo hay termitas. Paula no paraba de repetir esa frase. Joaquín trataba de calmarla, pero cada vez que se acercaba ella lo apartaba. Leo se reía por lo bajo y yo, Lucia, miraba al piso como apenada por la situación. La casa no era mía, pero la idea de escaparnos un fin de semana si. La casa era de Joaquín, el tonto se había olvidado de fumigar la cabaña en todo el año. Pero el siempre fue así, despistado. El piso estaba sucio y lleno de arena, el color blanco y a veces amarillo de los pequeños insectos contrastaba con la gama de marrones de las columnas viejas columnas de madera gruesa. Pero lejos de asustarse, ellas caminaban en paz, trepaban en silencio.
Después de acomodarnos, Paula y Leo se fueron a comprar puchos, ellos son los únicos dos que fuman. Yo decidí ir a la playa con Joaquín para distendernos del largo viaje en subte. Como era de noche, la marea subió y nos quedamos un rato mojándonos los pies en la orilla.

- Tenés una linda cabaña, Juaco – le dije para animarlo un poco.
- Gracias, pero Paula la odia – me respondió él.
- No te hagas drama, ella odia las termitas, no la cabaña.
- No entiendo, siempre le gustaron los insectos.

Sobrevino un silencio helado que acompañó la brisa nocturna. Esa noche lo ví triste a Juaco, me dieron ganas de abrazarlo pero no pude, nunca me caractericé por ser una persona muy afectiva. Esa noche me limité a mirarlo en silencio. Cuando volvimos nos encontramos con Paula y Leo, que volvían del quiosco. Estaban alegres, se reían lo suficiente como para pensar que habían tomado una copa de más, sin embargo estaban sobrios. Entramos a la cabaña y con las termitas decidimos que cenar. Era tarde y decidimos hacer algo rápido y fácil, sándwiches de jamón y queso y unas cervezas. Yo fui a comprar con Leo al almacén, Paula quiso acompañar pero le dije que no hacía falta.
La cena pasó tranquila, el animador era Leo. El tenia todas las anécdotas habidas y por haber. Paula se reía a carcajadas, Joaquín mostraba algunas muecas que no podía disimular. De vez en cuando aparecía una termita arriba de la mesa, como pidiendo ser parte del encuentro, pero Leo las sacaba de un manotazo. El sí odiaba las termitas, pese a haber accedido a quedarse en la cabaña.
Luego de la cena nos fuimos a dormir, pude notar el cansancio en todos nosotros. Los cuartos estaban arriba, uno para mí, uno para Leo y el otro para la pareja. Era una casa chica pero alta. Joaquín tomó a Paula por la cintura y subieron primero. Leo y yo nos quedamos mirando como subían, estábamos haciendo sobremesa con los insectos. Siempre me lleve bien con Leo, pero nunca fuimos de hablar mucho. El era amigo de Paula y yo era amigo de Joaquín, los dos conocíamos a la pareja pero nunca estuvimos interesados en fortalecer el lazo de la amistad, estábamos cómodos.
Cuando el silencio empezó a incomodar, nos fuimos también a dormir. Como era una casa relativamente nueva, no había camas, así que nos tiramos unas bolsas de dormir. Pero esa noche no pude dormir, tenía la sensación de que algo estaba mal. Las termitas estaban por todas partes, aun en la oscuridad se podía sentir la presencia de las pequeñas bestias, caminando en cualquier sentido, comunicándose, multiplicándose, trabajando en silencio.
Al día siguiente, aprovechamos el lindo día y fuimos a la playa. Yo no había llevado nada de ropa para un día de playa así que Paula me prestó algo de su ropa, muy linda por cierto. Dejamos la casa en cuidado de la peste de insectos y pasamos la tarde entre la arena y el mar. A mi mucho no me gustaba el mar, siempre le tuve respeto por lo que me quedé debajo de la sombrilla mirando el espectáculo que ofrecían Juaco y Leo. A la distancia no podía descifrar las voces, pero podía notar que el tono era bastante alto. Vi que Paula en un momento se acercó a ellos, como para tratar de calmarlos un poco, y lo logró pero no parecía que se hubieran reconciliado. Yo tenía mis propios problemas, como que teníamos que almorzar, cuando se iban a ir las termitas de la casa, por que Juaco insistió en ir a esa casa sabiendo que había termitas, que íbamos a hacer a la noche, etc. Mi cabeza tenía bastantes cosas como para compadecerme con los roces entre los rústicos. En un momento, Paula se acerca a mí, se la veía enojada, y le pregunté, “¿Por qué se peleaban los tontos?”. Y ella me respondió “por polleras”. La respuesta me costó entenderla. Paula se fue amargada y los rústicos ya se habían ido del mar, me había quedado sola en la playa. Luego de un buen tiempo de esparcimiento, decidí volver a casa a ver a las termitas, las extrañaba. Paula ahora las odiaba, pero todos sabíamos que era algo del momento. A mi me agradaban, a Leo sí que le daba asco verlas. A Juaco no, nunca lo note perturbado u emocionado con la presencia de las pequeñas bestias. Es como si ya fuesen parte de él, de su vida.
Al volver a casa, luego de dar más vueltas que la calesita, debido a mi gran sentido de la orientación, me encuentro con Paula, que estaba vestida como para matar. Ella se sorprende, casi que se disgusta de verme, pero ella sabía que todos vivíamos ahí. Fue un momento incomodo de silencio, lo único que se escuchaba era la madera crujir debido a la multitud de insectos blancos y algo amarillos. De pronto entra Juaco por la misma puerta que entre yo, por la principal. Creo que, viéndole los ojos en ese momento, él observó exactamente lo mismo que yo, y también no dijo nada. Sus ojos siempre fueron un espectáculo, él es una persona muy tranquila, pero en sus ojos podes verle el alma. Nada se oculta ahí. Eran una mezcla de incomodidad, extrañeza, confusión y decepción. Paula, a todo esto, no hizo nada para mejorar la situación. Yo todavía no entendía la situación, pero no me atrevía a hablar. Se escucharon pasos apresurados en el segundo piso y eso me dio la coartada para salirme. Subo las escaleras para ver quién era, y encuentro el cuarto de la pareja de planta baja. No había nadie pero estaba desordenado, la cama estaba desecha. “Que sucios” pensé. Oigo algunos gritos abajo, pero el segundo piso es a prueba de ruido. Leo sale como si nada del baño y me saluda. Yo le pregunto que pasaba entre Pau y Juaco, pero él me dice que no sabe y se encierra en el cuarto. Yo tranquila, me siento en el pasillo y juego con las termitas, que buena compañía me hacen, y me pongo a pensar en los ojos transparentes de Juaco.
Ya para la noche el humor en la casa no era el mejor. Decidimos volvernos en tren como hicimos al principio. Yo me tomé mi tiempo para despedirme de las mascotitas de Juaco, muy divertidas por cierto. Paula también se tomo su tiempo pisoteándolas y maldiciendo. En el vagón, Paula se sentó conmigo y Juaco se sentó en frente mió, al lado de Leo. Cada uno veía la cara del otro en silencio. Leo la veía a Paula, Paula lo veía a Juaco, y Juaco miraba por la ventana, en silencio. Perdía la mirada en los campos verdes. Su cara no transmitía emociones, pero sus ojos lo delataban. Obviamente, yo era la que lo miraba él. Podía ver en sus ojos tristeza y alivio. En una de esas, veo una pequeña termita en mi rodilla, como pidiéndome que me quedara en la cabaña. Yo le pido perdón en voz baja. Y lo vuelvo a mirar a Juaco. Siempre fue una persona muy transparente.

Dulce espera

I

Rodolfo ese día salió de su casa apurado. Virrey Liniers parecía más oscura de lo habitual, los faroles presagiantes no alumbraban en su mayoría. Los falcon estaban todos estacionados. Su visión estaba comprometida por la oscuridad y se había olvidado los lentes, pero eso no le impidió hacer el trayecto en poco tiempo. Estaba ansioso de ver a Clara. Era de noche, mas bien de madrugada. Hacia frío, pero los nervios hacían que su saco transpirara. Colectivos a esa hora no iba a encontrar, por eso decidió correr, en la medida en que su barriga cuarentona le dejara, y caminar rápido cuando él mismo se lo pidiera. Un papel escrito arrugado se encontraba sujeto a su mano izquierda. Un mensaje improvisado al calor de la desesperación. Eran pocas cuadras, nunca las contó pero a lo sumo eran once. Mientras Rodolfo trotaba sus zapatos marrones hacían ruido opaco y se agitaban. Sus pantalones azules se sacudían contra el viento helado de la madrugada. Las personas no abundaban a esa hora, pero un hombre de boina gris le llamo la atención. Era buen mozo visto a la pasada. Sus ideas estaban enfocadas en encontrarse con Clara pero la vestimenta del hombre lo distrajo por un momento. Algo andaba mal, igual Rodolfo siguió trotando. Su corazón de a poco comenzó a palpitar de angustia, Clara estaba a unas cuadras y la sensación de la perfección era irreal. Algo andaba mal.
Rodolfo se detuvo, su paranoia lo paralizó. Luego recuperar algo de aliento, logró pensar con más claridad. Lo estaban siguiendo. Ese hombre de boina gris no era cualquiera. Era un tipo que lo estaba siguiendo. No tenia certezas ni tiempo para pensar demasiado, no quería perderse el encuentro con Clara pero tampoco quería que el de boina gris la encontrara. Capaz iban al mismo lugar y era solo una coincidencia. Las dudas plagaron su cabeza. Incluso el mismo trayecto a la misma velocidad era poco creíble. Sin embargo, el contexto hacía todo creíble. O su ansiedad lo superaba. Sus ojos se volvieron atrás, buscando al hombre de boina gris sin encontrarlo. Se tranquilizo por un rato, Rodolfo no estaba preparado para tanta tensión. La conspiración fabricada en su mente tenía sentido. Su garganta condensaba las angustias, las dudas. Hacía mucho que la extrañaba. Volvió a mirar atrás, como esperando ver al hombre y confirmar su teoría, pero el hombre no apareció. Estaba todo en su cabeza. Nadie lo seguía.
Dejó entrar el aire en sus pulmones una vez más, cerró los ojos e inclinó la cabeza ligeramente hacia arriba. Una mueca irónica dibujó su rostro. Ya se le estaba haciendo tarde para la hora acordada. Con un giro a la izquierda se encontró en Belgrano. Los árboles que se asomaban a la orilla de los empedrados no dejaban ver la media luna que se alzaba en la noche. Rodolfo dejo de trotar y empezó a correr. Los automóviles no transitaban pero él miraba a los dos costados de las calles igual. Fueron cuatro cuadras veloces. Rodolfo se agitó nuevamente. Jadeaba con fuerza. Llegando a Castro Barros giró a la derecha. El sudor del saco se trasladaba a su nuca y a sus brazos. Su respiración era irregular. A lo lejos vio a una mujer de pelo negro, largo y lacio. Creyó que era Clara, pero la distancia lo confundió. Solo era cuestión de acercarse. Desafortunadamente, cometió el error de mirar atrás una vez más. El hombre de boina gris estaba a solo unos pasos. Las piernas empezaron a tambalear, las manos temblaban. El hombre lo estaba siguiendo. Y él sabía por que lo estaba siguiendo. No había dudas. A doscientos metros de su destino, Rodolfo se detuvo nuevamente. Trató de ver a la distancia a esa mujer, ese enigma de pelo negro. No estaba seguro de que fuese Clara. Hay cuatro esquinas donde podía estar. Ella lo dejó de ver cuando su pelo era aún corto. Pero no podía haber muchas mujeres a esa hora en ese lugar. Otra posibilidad era que, Clara lo haya esperado y se haya ido desilusionada. Las variables eran muchas y la presencia del hombre de boina gris lo exasperaba. Tenía que actuar rápido, el tiempo que se tomó en detenerse comenzaba a parecer sospechoso. Resignando la posibilidad de verla, él supo que debía hacer otra cosa. Pese a que se cubrió la cara con las manos, las lágrimas de Rodolfo mojaron el oscuro empedrado. Rodolfo giró en otra dirección a la pautada en el encuentro, corriendo lejos de la mujer de pelo largo. Entre lágrimas, le deseó suerte a la extraña. Creía salvarla, a la mujer de pelo largo que se parecía a Clara, creía que podía distraer al hombre de boina gris. Pero hubo un sonido de un estruendo, de balas a lo lejos que se enterraban en el cuerpo de una mujer, capaz. Rodolfo seguía corriendo aterrorizado. No quería volver la mirada atrás, no quería detenerse. Un escalofrió recorrió todo su cuerpo. Ya no iba a ver a Clara otra vez.

II

“Negrito, ¿Como estás?
Yo acá, pateando como siempre. Cada vez se pone mas dura la cosa. Hay que estar atento de que no te quemen. Ya me estoy volviendo paranoica y con Vicky encima todo se me complica. Estoy sucia y cansada. Me duele la espalda. No me queda mucho tiempo. Te extraño negrito, quiero verte. Vicky también te extraña. Todavía no se el sexo, pero seguro sale nena. Acá está todo mal, nos dijeron que teníamos que desaparecer del mapa. No me queda otra negrito, tengo que irme. Veámonos este sábado a las 4:30 en Rivadavia y Castro Barros, ahí te digo todo mejor.

Te esperamos las dos

Te queremos. Tu esposa e hijita”

III

Ella era distinta al resto. Era coqueta, pero se sentía sola. La situación es compleja cuando los que te crían resultan ser bestias disfrazadas. La verdad le producía espanto. Pero coraje no le faltaba. Estaba segura de sus decisiones. De sus padres no recibió ayuda cuando se fue de la casa. Tuvo que eliminar todo rastro de afecto que sentía hacia ellos. A veces lloraba en su nueva morada, pero al rato se le pasaba. Era una chica fuerte. Tan fuerte que la búsqueda la hizo sola.
Almagro era un barrio en serio. No había edificios lujosos por doquier, ni los centros comerciales abundaban. Era un lugar sencillo, acorde a las pretensiones de ella. Le gustaba el empedrado. Todos los días se maquillaba antes de salir a la calle. Siempre se peleó con ese pelo negro lacio, pero el peine siempre le ganaba. Si hacía falta se tomaba una hora antes de que alguien más pueda verle la cara. Su imagen era lo más importante. Un día, de esos que uno no quiere acordarse, pero tampoco puede olvidar, la joven coqueta salió de su casa apurada. Estaba llegando tarde a su nuevo trabajo y eso daba una mala impresión. Por Boedo, los colectivos se habían empeñado en no pasar y la bajada de bandera de los taxis eran demasiado costosas para una mujer que reiniciaba su vida, por lo que tuvo que trotar ligeramente para llegar al trabajo, evitando que sus tacos se arruinen en el trayecto. En su mano derecha, un papel arrugado se envolvía. Un legajo de su pasado encubierto. Una de tantas verdades desaparecidas. En el hombro izquierdo una cartera de cuero, llena de cosméticos y productos de aseo personal, papeles de cigarrillos y restos de golosinas. A paso firme llegó a Rivadavia. El trayecto rápidamente estaba llegando a su fin. Era un día caluroso y la joven coqueta empezó a transpirar su sien. Se sentía fastidiada, el calor se le pegaba en la piel y en la ropa. Dos cuadras más duró el calzado intacto. Llegando a Castro Barros, se le rompió la punta del taco derecho. Maldijo al cielo, con discreción pero sin escatimar en recursos lingüísticos de toda índole. El local de ropa femenina allí la esperaba. Antes de cruzar la calle, se tomó su tiempo para calmarse, sabía que en ese estado no podía presentarse a trabajar. Dejó pasar dos semáforos en rojo para relajarse. Inclinó la cabeza hacia arriba, donde el sol castigaba los cuerpos en movimiento, dejando entrar el aire a sus pulmones. En el breve tiempo en que la paz sobrevino, sus recuerdos inundaron su cabeza. Revivió la verdad y la mentira. Los nuevos y los viejos. Sus padres. La tragedia y los involucrados. Los impostores. El espanto y el cambio obligado. Sus ojos rápidamente comenzaron a llorar, pero tuvo que detener sus emociones, el rimel se le corría. Dejó pasar otro semáforo en rojo y se ubicó en la sombra de un negocio, cerca de la peatonal, para descansar del sol.
En la tenue oscuridad, observó un hombre tirado en el suelo, envuelto en diarios y trapos sucios. Un linyera más en la Capital Federal. Gordo y barbudo, con unos lentes rotos y sin calzado, con un vino tinto barato en la mano derecha y un papel arrugado sujeto en la mano izquierda. Asombrada por la falta de aseo, la joven se quedó mirando al hombre, que al verle le cara, balbuceó unas palabras desesperadas, ahogadas en la borrachera del desgraciado. Sus miradas se atravesaron por un instante. Victoria se conmovió ante la desesperación del hombre de comunicarse con ella. Sintió lastima por el pobre diablo que no coordinaba palabras ni sonidos. Lentamente, victoria se acerco al viejo gordo y barbudo, que sin pensarlo, le entregó el papel arrugado que sostenía en su mano izquierda. Sin embargo, la joven no quiso involucrarse más de lo debido, con alguien de esas características, y no aceptó la ofrenda del linyera. La joven se retiró de la escena, dirigiéndose velozmente hacia el otro lado de Rivadavia. El hombre, nuevamente decepcionado, recogió la carta arrugada que había sido rechazada por la chica. Ese papel improvisado y desesperado. Una historia más de tantas. El linyera no se angustió. Alguna vez ella volverá a esa esquina y él tendrá algo interesante para contarle.


martes, 25 de noviembre de 2008

"Forasteras hacia la Ciudad de la alegría"

Finalmente la profesora me largo, salí de la sede Ramos de la UBA exprimida intelectualmente y con un nueve en la libreta universitaria. Acaba de rendir el final de “Metodologías y técnicas de la investigación”, una materia que tuve que remar desde el cinco del primer parcial. Debido a los pocos alumnos que se presentaron al primer llamado, “la vieja” decidió aprovechar para tomarnos un examen abarcativo de la totalidad de los temas del programa. Después de cuarenta y cinco minutos de oral no quería saber más nada, estaba podrida de verle la cara a la mina y ya tenía la garganta seca, pero aún así, me quedaba explayarse sobre un texto más. Lo hice con mucho entusiasmo ya que se trataba de un capítulo de un libro de Alfred Schutz que me había interesado bastante. La profesora dio por concluido el oral. Pero ahora ya todo ese calvario no importaba, más allá del dolor de cabeza y las pocas horas de sueño que empezaban a pesarme en el cuerpo, me encontraba a fuera. Caminaba por Franklin hacia la parada del colectivo, me sentía libre. Habían empezado las vacaciones de invierno.
Para despejar un poco nuestras mentes con un cambio de paisaje Mecha y yo decidimos irnos unos días de vacaciones. Me enteré que organizaron una convención de disciplinas circenses en Bolivia. Todos los años se hace en Buenos Aires y hoy en día se están empezando a extender a otras regiones, como oportunidad de encuentro para artistas de distintos países, donde nos juntamos para pasarnos trucos, intercambiar experiencias de viajes, vida y entrenar. Yo asistí a la que se hizo en un camping de Eseiza el año pasado, estuvo genial. Y por eso, un día, cuando fui a almorzar a lo de Mecha le comenté con decepción que no podría ir a la conve boliviana por no tener con quién. Sin pensarlo más de cinco minutos Mecha me dijo “vamos, dejame ver cómo la careteo en el laburo y listo”.
Un jueves, Mecha me confirmó que podíamos viajar y me dirigí a Retiro para comprar los pasajes. Necesitábamos dos, ida y vuelta en tren Tucumán/ Buenos Aires. El empleado me advirtió que únicamente quedaban en clase turista. Buenísimo le dije, de paso me ahorro unos mangos. "Dame dos". Presenté mi documento y el de la hermana más grande de Mecha. Sí, el de la hermana, porque Mecha había empezado los trámites del duplicado del suyo, pero un año después seguían sin dárselo. Así que siendo muy parecida y sin importarnos mucho viajaría con la identidad de su hermana, Carmela. Fuimos hasta la zona de Puerto Madero a vacunarnos contra la fiebre amarilla por las dudas. El próximo lunes partiríamos a las 11.20 de la mañana.
Nos reunimos la noche anterior para acomodar los bolsos (demasiados para mi gusto), y en la mañana salimos. Estábamos delante del transporte que abriría paso a nuestro primer vuelo por la diversidad cultural de este mundo. Desde ya que nos acostamos en los asientos de tres personas una frente a la otra, picnic entre medio y a dormir. Fueron unas cuantas horas de viaje muy placenteras hasta Rosario, comimos sándwiches de milanesa y recibimos cosquillas gratis de parte de Violeta, una pequeña de tres años que también estaba de viaje. Iba hacia Salta, más tarde sabríamos que la flaca y alta mujer que la acompañaba no era su madre (ésta la había abandonado), sino su abuela.
En Rosario todo se tornó un poco incómodo, el tren se llenó de gente y pasamos a estar completos todos los ocupantes de esos asientos de tres, que ya no eran tan amplios. Las doce horas que por lo menos restaban las pasamos inventando posiciones estrambóticas para tratar de dormir. Mecha en ningún momento pudo conciliar el sueño y de a ratos me despertaba para hacérmelo saber. Así que ambas ya estábamos algo agotadas de la clase turista y sin duda queríamos volver en pullman.
Llegamos el martes al mediodía a una parte no muy pintoresca de la ciudad de San Miguel de Tucumán. Hacían unos treinta grados y la terminal de micros quedaba a unas treinta cuadras. Tomamos un colectivo. A decir verdad no nos sentíamos fuera de Buenos Aires, el lugar era similar a cualquier parte del centro. Sólo nos lo recordaban nuestras mochilas, la forma de vestir de la gente (todos daban el target de clase media hasta ahí) y los rasgos, que ya se empezaban a ver, todos más norteño.
En la terminal no nos quedó casilla de pasajes sin recorrer, finalmente los compramos en la más económica; el único detalle era que partíamos hacia Positos a las tres de la mañana, así que teníamos bastante tiempo en el medio. No nos alcanzaba como para una excursión muy compleja así que decidimos recorrer los alrededores. Gracias a Dios en la terminal te podías bañar (¡¡con agua caliente y gratis!!) y sí que nos hacia falta, después de veinticinco horas en tren a toallitas húmedas para limpiarnos las partes. Por supuesto nadie usaba el servicio de ducha, pero creo que nadie ahí era náufrago por un rato como nosotras.
Estábamos limpias, habíamos comido algo y las expectativas inquietaban nuestros pies. Sinceramente las mochilas ya nos fastidiaban y en seguida perdimos el espíritu de mochileras, cazamos un chango de super y nos fuimos por la ciudad con los bolsos encima. La gente nos miraba algo sorprendida. Debo contarles que de día en Tucumán no existe el paisaje de cartoneros, y si los ves no usan changos de super, por lo que éramos una especie ajena para los lugareños, forasteras. Estacionamos el carro en una plaza bastante grande y con poca gente, ahí no más después de sacar un par de fotos, tiramos una frazada y nos dormimos. Luego de unas dos horas alguien me estaba despertando, no veía con claridad, mis ojos estaban entrecerrados, no entendía aún dónde estaba, ni qué hacía momentos antes. Pero vi de a poco la cara de una mujer, una que estuvo bastante tiempo expuesta al sol, que cargaba con varios años de vida y decoraba sus orejas con unos aros coloridos que combinaban con el pañuelo de su cabello. Logré ver un pelo bien negro con algunas mechas blancas que le caían en forma de trenza hasta su cintura, no muy ceñida y que no distinguí del todo pues llevaba ropas amplias de color violáceo. Empezó a decir algo incomprensible, mi cerebro todavía no reaccionaba, Mecha también se despertó. De pronto la mujer se vio triplicada por modelos más jóvenes, de tez más clara y similar vestimenta. Entonces sí que me desperté de prepo, de la nada nos rodeaban tres gitanas, la vieja no paraba de hablar, se le caían demasiadas preguntas e insistía en leernos la mano por muy poca plata. "No, gracias", dijimos, pero siguió repitiendo el repertorio y de pronto me sentí invadida, amenazada. Le tiré dos pesos para ver si se iba, pero que ingenua, si eran gitanas. La escena se transformó en Mecha a un lado, con una de las jóvenes leyéndole la mano y yo inmersa en mi paranoia por lo que empecé a compactar las cosas, doblar la colcha, acomodar todo en el carro. La gitana mayor no dejaba de mirarme, me atosigaba con preguntas que yo piloteaba con escueta información, en general falsa. Como quien no quiere la cosa, nos fuimos marchando y finalmente nos dejaron ir. Las vimos subir a las tres en una camioneta 4x4 negra, con vidrios polarizados. El que manejaba era un hombre.
Ya estaba bajando el sol, por lo que emprendimos el retorno a la terminal, no dijimos mucho en el camino, pero creo que ambas experimentamos la sensación de ser sapo de otro pozo a partir de este hecho. Recordé el texto de Schutz, empezaba a sentirlo como propio. El autor habla de que los forasteros en el nuevo territorio desconocen las pautas culturales que rigen, se sienten desorientados, por lo que deben dejar a un lado las propias y disponerse a conocer las del lugar en el que se encuentran. De esta forma, lograrán adaptarse y serán vistos con ojos amigables. Todavía no sabíamos con qué reglas se jugaba en aquel lugar.
La terminal nos inspiraba más confianza, limpia, con gente de seguridad y después de varias horas ahí, ya era territorio conocido. Cuando se hizo la hora partimos, atravesamos muchos paisajes de Salta y Jujuy en el camino. Noté que habíamos perdido parte de la inocencia de exploradoras de nuevas tierras con la que emprendimos el viaje. Cruzarnos con las gitanas quizás fue un augurio para ponernos alerta, se reflejó en que ambas ahora llevábamos nuestras navajas en el bolsillo, por si a caso.
Llegamos a destino con horas de retraso debido a los cortes de ruta, eran algo así como las ocho de la noche. Ni bien bajamos nos avasallaron unos muchachos ofreciendo cargar nuestros bolsos. Enseguida les cortamos el mambo, diciendo que nos llevábamos las cosas solas y sacamos sus manos de nuestras mochilas. Inevitablemente cada vez desentonábamos más con el paisaje, cada vez nuestra piel era más blanca, nuestros ojos más claros y caíamos más en el rótulo de extranjeras, aún estando dentro de nuestro país. Tomamos un remis por tres pesos que nos cruzó hacia Yacuiba, el lado boliviano de la frontera. Pasamos por inmigración, los hombres que nos atendieron vestidos de milicos no fueron nada amables, dudo que fueran letrados, pero no me quedó duda de su personalidad, dejaban entrever firmeza y autoritarismo del más crudo. Y entonces fue que no hubo matiz que nos amparara. Llegando a esa tercera terminal, la noche nos había alcanzado, y sin embargo creo que fue un atenuante de la fachada general. Mucha gente, un lugar del todo feo, revendedores de pasajes por todos lados, gente del norte, más que nada bolivianos pero sin duda todos descendientes de indios. Y no lo recalco con desprecio, en la historia de nuestras tierras estaban los aborígenes, pero definitivamente no en nuestra genética y eso creaba una frontera cultural más grosa de la que ya veníamos respirando. Ahora no sólo éramos extranjeras, sino blancas, turistas. Y fue entonces que supimos con qué reglas nos tocaba jugar, al menos por el momento.
Conseguimos pasajes hacia Santa Cruz de la Sierra, después de haber avanzado algunos casilleros en cuanto al arte del regateo, no costó mucho. Ellos no lo sabían pero no veníamos de Europa, sino de Argentina, país en el que se nace con derecho a un par de clases en este arte. Tuvimos una hora para ir al baño, comer y llamar a casa para dar señal de vida. Cruzada la frontera ya los celulares eran sólo aparatitos para ver la hora, quizás por esa nostalgia de la comunicación con los nuestros es que cuando hablé con mamá y me preguntó que onda la situación, si estaba muy feo, me salieron sólo monosílabos que caían distantes en el esfuerzo por no desmoronarme en lágrimas y preocupar a la vieja. Todavía no sabía por qué me sentí vulnerable de repente, pero empezaba a intuirlo. Había unos quioscos de chapa donde uno se podía sentar a cenar, pedimos dos "lomitos" con huevo y un agua de litro. La verdad que el hambre nos partía así que lo comimos con gusto. Usualmente siempre que viajo, evito comer en el micro porque me descompongo así que cuando piso tierra soy voraz. Mecha por el contrario come en todo momento, a toda hora, sin excepción no se saltea una sola comida.
Los micros de Bolivia son de sólo un piso, al menos todos los que vimos, y el baño se encuentra al fondo. Algo que descubrimos más tarde en una desagradable experiencia. Suelo ser una persona desconfiada de todo, pero estos dos días me habían dado pie a que refuerce más esta característica. Así que a la hora de poner los bolsos en el maletero, dije que no y subí las dos tremendas mochilas con nosotras a los asientos. Obviamente no entraban en el guarda bultos y ocuparon la mitad del espacio reservado para nuestros cuerpos. Viajamos algo apretadas, diría del todo, pero me sentí mucho más segura. En aquel trayecto como fue todo nocturno, sólo dormí. No sabía de dónde, pero encontraba el sueño a pesar de estar durmiendo hace rato. Ya por los vidrios no se veía nada más que oscuridad, quizás camiones a la orilla, pero sólo eso. En una parada que hicimos Mecha bajó a fumar y a comprar algo de comer. Cuando subió la vi tranquila, como siempre, jamás se altera o le ves una expresión de miedo, pero tampoco ahorra palabras, aunque dice las justas. "Princesa, vos no sabes las caripelas que hay ahí abajo, esto sí que está complicado", agito la mano en un gesto de apuro y me regaló una sonrisa. Ante las palabras de Mecha, levanté la ceja, menee la cabeza, le mostré mis dientes y encontré sus ojos en los míos, con una mirada de "ya está, estamos en el baile". El micro paró, finalmente estábamos en Santa Cruz.
Eran como las seis de la mañana, había mucha gente en la terminal pero en las a fueras nadie. Preguntamos por acá, por allá y tomamos un colectivo que supuestamente iba a "La ciudad de la alegría" nuestro destino final. Antes de subir Mecha compró puchos en un quiosco, personajes medios raros los que atendían. Sólo tenían L&M, puteó, pero los compró igual. Yo mientras repetía el nombre de nuestro destino y cada vez me sonaba más irónico al mirar el panorama. Pero seguíamos enérgicas, estábamos muy muy cerca del paraíso prometido, e imaginábamos el lugar distinto a esto, una parte de Bolivia, una no muy agraciada.
Los colectivos bolivianos eran los primeros colectivos que se habían fabricado, unos Ford de líneas circulares en vez de rectas como los actuales, pequeños, muy rudimentarios, de pocos asientos debido al tamaño, incluido el del acompañante de conductor donde también iban pasajeros. Te cobraba el chofer, si querías pagabas con billete, eso me recordó a los de la costa. Nos alejamos de esa parte más céntrica y empezamos a avanzar sobre calles completamente desiertas, y a sus lados lo mismo, quizás algunas improvisaciones de casas. A mitad de camino de repente había bastante humanidad, alrededor de lo que parecía un mercado, sólo que de casillas de chapa azul. Había paisanas por doquier, varias subieron al colectivo con bolsas grandes de las compras. Huevos, carne, alimentos. Pasamos esa zona, para mi comparable con una villa y le dimos por un rato más en el colectivo, hasta que preguntamos nuevamente y una señora nos dijo que nos habíamos pasado por seis cuadras. Bajamos y empezamos a caminar, nosotras y nuestro espíritu al lado, algo desmoronado porque el paisaje seguía siendo muy triste. Había una chica en la parada de enfrente, así que nos cruzamos para ratificar la información, hace rato que preguntábamos dos o tres veces las cosas a distintas personas. Era una morocha medio gordita, se ve que se iba a trabajar. Cuando nos explicó cómo llegar, por primera vez, sentí una calidez ausente en todo el viaje, me transmitió paz, fue la única vez hasta el momento que no tuvimos que estar a la defensiva, ni especulando posibles movimientos de la muchacha. Dejamos de sentirnos por un momento forasteras. Aunque yo, recordando a mi profesor de teóricos, sabía que eso no podía ocurrir. Debíamos tener la actitud de un investigador social, eterno forastero. El profesor me había explicado que el investigador no debe abandonar esa posición, pues entonces, perdería la objetividad con que se deben mirar las cosas y podría ser sorprendido de una forma no grata por aquella cultura. Algo que nosotras, definitivamente no buscábamos. Le agradecimos de corazón a la dama y nos fuimos.
Vimos un cartel con el nombre de nuestro destino, otra vez resonaba en mi cerebro "Ciudad de la alegría", y una flecha que apuntaba unas calles hacia adentro. Caminamos unas cinco cuadras muy largas y empezamos a ver edificios de ladrillo y cemento, materiales nobles para la construcción que hasta entonces nuestros ojos no se habían topado. Pasando lo que llevaba el rótulo de "Escuela de teatro" y sí que lo parecía, moderna, imponente y familiar, vimos un cartel. Definitivamente puesto por esa raza de gente del arte con una flecha indicando "Convención de circo". Llegamos a un baldío con pasto cercado, entramos y vimos al fondo varias carpas. Estaban todos durmiendo, era muy temprano aún, sólo nos topamos con un chico que salió a nuestro encuentro, nos dio la bienvenida, nos preguntó que tal el viaje. A título informativo, supongo pudo ver algo en nuestros ojos, nos advirtió que todavía eran pocos, que hoy llegaban todos. Dijo que iba a hacer no sé qué, nos sacamos las mochilas, nos sentamos sobre unos cimientos del baldío. Las piernas abiertas, evitando cualquier postura de dama, los hombros caídos, las manos sobre las rodillas, nos miramos. Fueron miradas de incredibilidad, de cansancio, de decepción. Les siguieron risas de éstas mismas características en lugar del llanto. Porque siempre nos salía mejor reír en las situaciones difíciles, cuando estábamos desprotegidas, las lágrimas las guardábamos para el hogar. Donde realmente nos sentíamos contenidas como para dejarlas ver, al menos yo. Mecha pocas veces lloraba, muy pocas. Es entonces que empecé a comprender por qué, cuando uno no está seguro, cuando está en la lucha por sobrevivir no hay tiempo para llorar. No hay lugar para ser débil porque el mundo te pasa por encima, descubre que no sabes las reglas y te gana.
La miré a Mecha, a ella sí con una mirada sincera sin la guardia en alto, le apoyé mi mano derecha en su nuca, la mimé. Ella me devolvió la mirada también con ojos transparentes, agarró el encendedor. Me dijo: "Tomá, prendelo vos. Menos mal que trajimos uno." "¿Te parece ahora Mecha?, tenemos que decidir qué hacemos y movernos.""Ya lo sé, bajemos un cambio, es temprano. Descansemos un poco y después vemos."
Esa tarde llamé a mamá, me costó horrores comunicarme y varios bolivianos. Escuché su voz tan lejos, pero esa vez no me dolió como en la terminal en donde había dudado de nuestro devenir. Esa vez claramente le conté que estábamos bien, que habíamos llegado, que todo era una mierda, que todavía no habíamos decidido si nos quedábamos o emprendíamos la vuelta ese mismo día. Pero que no se preocupara, porque sea como fuera íbamos a volver, y nadie ni nada iba a obstruir que dejásemos de ser forasteras.

martes, 11 de noviembre de 2008

Condescendencia

Era tan tediosa como tratar de leer en el 65 cuando va por la Avenida de los Incas, pero como ya no importaba (o por lo menos no del mismo modo) la compañía no se hacía tan adoquinada.
Los tíos ya se habían separado hacía más de dos años y tuvieron sus razones, los Juarez siempre fueron una familia muy complicada, decía el tío, especialmente Estela, pero como habíamos quedado en buenos términos y nos seguíamos cruzando en el restorán, porque Estela y el tío seguían siendo socios, decidimos no ser más familia política, más que nada por los chicos. Y a veces nos arrepentimos de ese arreglo, es que la gente se aprovecha de la bondad de uno, pero no queda otra opción que seguir saludando con esa sonrisa a medio hacer, y los abrazos y los besos, y Estela ese colorado en el pelo te queda regio.
Y es esa simpatía inventada, fabricada como un payaso de juguete que sonríe, pero que no le gusta a nadie, lo que me hacía ir a buscarla todas las tardes de los martes a ese cuarto de mala muerte, y llevarla a alguna parte.
Como la cosa se les vino encima de improviso, la tenían en el garaje convertido precariamente en habitación, con una alfombra vieja de feria americana, que después de todo era lo único más o menos potable. Naturalmente, como era un garaje, casi no había ventanas, tenía un diminuto agujero rectangular que daba a la calle. Contra la pared había un sillón de mimbre con algunos almohadones que parecían sacados de la cucha del perro, a la derecha una mesita ratona repleta de revistas de la farándula (casi todas actuales) y alguna que otra revista italiana de cultura, como si alguna vez me hubiera tragado el verso de que alguien las leía.
Pero claro, enfrente al sillón, del lado de ella, estaba todo reluciente, hasta la pared estaba mejor pintada; colgaban prolijos cada uno de sus diplomas, tanto de la universidad, como de todos los congresos de los que participó. Y ella estaba ahí reluciente, brillante, casi de la realeza; qué pena.
Estela me pedía diversidad, y yo ya no sabía con qué cara mirarla del hartazgo y me preguntaba una y otra vez cómo era posible que supiera que la llevaba siempre al mismo lugar. Se la pasaba diciendo que ella percibía todo y que necesitaba principalmente di-ver-si-dad, y me separaba sílaba por sílaba, como si no la entendiera, y que la familia es la familia, y que el tío y entonces me caía como un péndulo esa especie de pacto familiar del que yo nunca formé parte y ahora no me quedaba otra opción que renovarme y buscar un lugar distinto para llevarla a pasear.
No tanto por Estela, sino por el tío que lo hacía, que sabía que para todos nosotros la situación se había convertido en una verdadera carga. Cada vez que lo saludábamos ya nos miraba con cara de mártir, y sólo quedaba devolverle la mirada como dándole el pésame, porque ya no había más remedio, porque de veras no lo había.
Si hubiera sido por mí la dejaba por ahí, alguien la iba a agarrar y ni se hubiera dado cuenta de qué se estaban llevando, pero el péndulo aparecía de nuevo con la imagen del tío, y hubiera tenido que dar tantas explicaciones y soy tan mala para mentir y Estela tan inquisidora…
Así que un día se me dio por llevarla por Belgrano R, la agarré bien fuerte y en la esquina de Maipú y Agustín Álvarez me tomé el 19. Era como violar mi intimidad llevarla ahí, porque realmente me gustaba esa zona y la sentía mía; tener que compartirlo, tanto el lugar como mi sentimiento, era faltar a mis propias leyes. Pero ya estaba cansada de llevarla a esa plaza venida a menos que a ella tanto le gustaba, así que cerré los ojos, la sujeté contra mí y presione el botón. Nos bajamos en Melián, que tanto me gusta esa calle ancha, llena de árboles, de verde y de flores en primavera, con esas casas preciosas, de rey, de embajador, o sencillamente de alguien con mucha plata y con muy buen gusto. Si yo tuviera plata me compraría una casa justo sobre esa calle, pero le cambiaría el nombre y le pondría Besares, pero después me doy cuenta de que ya sería demasiado, y que por eso yo nunca voy a tener ese gusto, porque quiero una casa como las de Melián, pero en Besares, y ahí está la diferencia.
Estela me pedía todo el tiempo que le hablara, que la mimara, que le dijera cosas lindas, que fuera como su novio por dos horas y cuando me decía eso las ganas de vomitar se me subían por la garganta como un volcán. ¡Novio por dos horas! Primero que yo no soy ninguna mujerzuela a domicilio, y menos de ella, y encima que hago esto como favor, el novio, lo único que faltaba. Pero yo a Estela le decía que iba a hacer lo posible por hacerla sentir cómoda y la miraba con cara de nada. Las dos sabíamos que yo me callaba, porque no me animaba a decirle todo lo que le tenía que decir.
Yo no quería creer en esas cosas, pero Estela era rara y de algún modo siempre se daba cuenta de todo, así que opté por quererla a medias, tampoco la iba a abrazar como un novio, pero cada tanto, siempre y cuando nadie nos mirara, le daba una caricia fraternal y un poco recia, como de hermano varón.
Nos sentamos en la esquina de Melián y Echeverría a ver pasar los autos, los colectivos. Había mucha gente trabajando para esas casas tan lindas; chicas jóvenes y algunas no tanto, con uniforme, regando las plantas, barriendo la vereda, limpiando baldosa por baldosa, y me daban unas ganas terribles de verla a Estela así vestida y gritarle desde adentro que se me antojaba un té de hierbas y que me lustrara ya el jarrón chino que se encontraba en la sala. Pero los pensamientos pasaban tan rápido, qué cosa, Estela se iba a dar cuenta.
No sé porqué me agarró un aire de compasión y la abracé tan fuerte y la sentí más fría que nunca. Una mujer mayor pasó frente a nosotras, se detuvo un instante, me miró torciendo la cabeza con aires de ternura, apretó los labios, cerró los ojos, asintió y luego siguió su camino. Yo me quedé estupefacta. ¿Se habría dado cuenta esta mujer de lo que llevaba conmigo? ¿Habría más Estelas desparramadas por todo Buenos Aires? Se me puso la piel de gallina, y una sensación desagradable no se me iba del cuerpo, como cuando se está seguro de que entre nuestras ropas hay algún bicho que no encontramos. Me tuve que ir, y quise dejarla en alguna de esas casas tan fabulosas, pero no podía, no podía dejarla sola, Estela y ella se necesitaban mutuamente, y ellas me necesitaban a mí y a toda mi familia, para ocuparse de lo suyo, pero qué se la va a hacer, estaba el tío.
La tomé con cuidado, después de todo ella no tenía la culpa, pobre. Nos tomamos de nuevo el 19 en Sucre y Superí. El colectivo no venía lleno, pero ya no quedaban más asientos disponibles. Me quisieron dejar el asiento, pero dije que no, que muchas gracias, que estaba bien, no sé porqué, porque en realidad estaba agotada y me temblaban las piernas. No podía sacarme el gesto de aquella mujer de la cabeza. La cuidé como nunca esta vez, y sería la última.
Cuando llegué a lo de Estela se la dí con toda la furia, no se porqué estaba tan enojada, y tampoco sé de donde saqué el valor para escupirle todo el enojo acumulado a través de esa entrega. Nunca más la tuve que llevar a pasear, los martes volvieron a ser sólo míos y cada vez que nos saludábamos con Estela nos abrazábamos, nos besábamos y nos piropeábamos el color de pelo. Yo ya había entendido su juego o Estela el mío, no lo sé. Lo cierto es que ahora ambas callábamos, y yo ya no era la única que no se animaba a decirle todo lo que le tenía que decir.
Ahora mis paseos por Melián estaban empapados con su ausencia que se hacía tan presente, quizás fuera hora de dejar esa calle por un rato, dejarla ir a ella también y darle otra oportunidad a la Avenida de los Incas en el 65.