martes, 9 de diciembre de 2008

Tarde a todas partes (18)

Rojo salsa. Rojo peligro. Rojo sangre. A Jorge le gusta contar. Le gusta combinar. Le gusta mezclar la salsa con la sangre. Le gusta mirar películas de acción y comer pizza, al mismo tiempo.
Es sábado. Es de noche. Es él solo en un primer piso pequeño y solitario. Prende la tele y encuentra un país del norte en guerra. Balas y trincheras. Tropas. Violencia explícita. El sabe de historia bélica lo que una paloma entiende de turismo carretera, pero si sabe que para completar el fetiche solo falta la pizza. Se da cuenta que la pizza no viene sola, debe pedirla. Marca los números con hambre pero no se desespera. El timbre suena y baja los quince escalones (previamente numerados por Jorge) que comunican su hogar con la puerta del edificio. Le abre al chico, que sostiene la pizza con su mano derecha, acalorado por la rutina laboral. Recibe el alimento y cierra la puerta. Se apresura para subir los quince escalones (no se quiere perder la película) pero la luz se apaga y Jorge se paraliza en el séptimo peldaño.
Pierde el sentido mas preciado. Sus pies, sucios y descalzos, se afirman en la fría superficie de cemento. La puerta de planta baja, única fuente de luz, se cierra y Jorge se encuentra en la oscuridad. Su mano derecha, tímida, busca ansiosamente la baranda, mientras que su mano izquierda juega a mantener el equilibrio con la pizza. Lentamente el pie izquierdo se alza al escalón siguiente, el octavo, buscando reanudar su trayectoria al departamento. El pie derecho lo acompaña, siempre un paso atrás. Uno, dos, logra avanzar hasta el noveno escalón sin problemas, pero repentinamente se topa con la pared. Una pared. Jorge se pregunta cual pared, se confunde, toda su vida hizo un solo recorrido, quince escalones y dos giros a la izquierda, no tenía registro de darse con una pared. Ante la ceguera y su incertidumbre, resuelve retroceder sus dos escalones, volviendo al punto inicial, el séptimo escalón. La situación lo incomoda. Sus manos están ocupadas y sus pies firmes en el séptimo escalón. Jorge, pragmático, decide cambiar de objetivo. Lo primordial no es llegar al primer piso, sino encontrar el interruptor de la luz, la falta de visión es su único obstáculo. Baja los siete escalones. Siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno y cero. Pero no llega a planta baja. Jorge no logra comprender el problema que se le presenta. Encuentra otra pared en lugar de la puerta de salida. Deja la pizza en el primer escalón, o lo que el creía que era el primer escalón. En el negro vacío, donde se encuentra, Jorge advierte la existencia de una curva. La escalera cambia de sentido, gira a la izquierda. Esta vez con su mano izquierda firme, sosteniéndose en la baranda, decide continuar bajando hasta encontrar ese destello rojo que lo salvaría de su ceguera. Para mantener su claridad busca un nuevo punto de partida, el punto cero, el escalón donde abandona la pizza. Y comienza una vez más a contar hacia abajo. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis y un nuevo giro hacia la izquierda. Se detiene. Las gotas de sudor caen de su sien. Sus ojos se humedecen pero no lloran. No entiende sus pasos. Tantea en el vacío, agita su mano izquierda sin suerte. Jadea. Sus rodillas empiezan a temblar. Duda de sus cuentas y su proceder metódico. Maldice la pizza y su situación. Pretende calmarse, trata de mantenerse lúcido en medio de las confusiones de cemento y cal. Pero ya es tarde. Decide, otra vez, volver al punto cero, donde se encuentra la pizza. Y una vez más hacia arriba. Giro a la izquierda, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno y dos. La pizza no está. Jadea. Duda de su memoria y continúa subiendo. Giro a la derecha. No es posible, Jorge piensa. Uno, dos y tantea con sus dos manos la pared que se alza ante él, buscando una explicación en eso que está inanimado, muerto. Su mente, en el borde que separa la cordura de la locura, no comprende su situación. Jadea. Se agita. Necesita ver algo. Un destello de luz, algo. La soledad lo angustia. Jadea. Sus pies tienen frío. Elige subir y solo subir, ya no importa, ya no cuenta. Su mano derecha vuelve a tomar la baranda, que junto con la sensación de frió cemento en los pies, es su única certeza.
Y sube. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve y cartón. Estampa su pie izquierdo en el cartón que cubre la pizza. Jadea. En vez de lamentarse por el hecho (o buscar explicación), decide sentarse en la escalera y disfrutar aunque sea un poco de la pizza. Jorge no ve ni tiene utensilios, pero eso no le impide darse el gusto de agregarle, a la suciedad de sus pies, un manto de grasa a sus dedos ya pegajosos. Jadea. Un momento de felicidad efímera, lejos de su departamento y de una salida aparente. Una, dos, tres, cuatro y basta. La comida sobra, pero Jorge está lleno. Sacio su hambre y recupero su aliento. Decide volver a su sistema contable. La última vez, hacia arriba. Ya no importa si está en el primero o en el catorceavo piso, si es un laberinto, si las escaleras se dirigen a su casa o hacia otro lugar. Con los ojos bien abiertos y las manos bien alertas empieza. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, giro hacia la derecha. Jadea. Seis, siete, ocho, nueve y giro hacia la izquierda. Jadea. Diez, once y pared. Una pared más. Jorge toca la pared, sus manos la sienten fría. Llora. Jadea. Llora desconsolado. Jorge está demasiado cansado.
Y se oye una voz. Una voz de mujer. Abajo. Un sonido casi imperceptible. La alegría lo da vuelta y la esperanza lo hace volver abajo. Rápido. Ve un destello de luz al final del laberinto de concreto. Rápido. Sus manos no están sujetas a ninguna baranda ni sienten paredes. Rápido. Sus pies están contentos. Rápido. Nueve, ocho, siete, seis y giro a la izquierda. Cinco, cuatro, tres, dos y la pizza. Jorge se resbala. El queso derretido se expande. Jadea. Los pies pierden equilibrio. Jadea. Las porciones se abren, se desgarran. Las manos se desesperan buscando un punto de apoyo. La salsa de tomate mancha su cara, su cuello. La mancha roja se desparrama, se expande. Se expande como las rosas en primavera. Se expande como el peligro cuando se corre sin medir consecuencias. Se expande como la sangre que fluye de una herida que no se puede cerrar.