martes, 9 de diciembre de 2008

El necio (14)

Eran las 10:30 y me tenía que ir corriendo. La profesora me había mandado a leer un cuento y no hacía a tiempo. Presumí que lo podía leer a la pasada en el colectivo, pero la historia me atrapó. Sin salida aparente tuve que adentrarme en el relato.
Desde la introducción todo fue un caos. Los protagonistas y personajes secundarios entretejían una compleja trama, cuyos hilos de amor encerado se extendían y enredaban con finas hebras de pasión rebelde. Todo estaba envuelto en viejos retazos de envidia y, si me descuidaba, perdía de vista alguna pelusa de odio. Inevitable, siempre fui algo miope.
Cuando todo parecía alisarse y creía poder zafar de esa urdimbre de palabras, la maraña introductoria se transformó en un gran nudo dramático. El desgraciado me sujetaba con fuerza pero no me sofocaba, me sostenía para que no cayera en una interpretación mediocre de la obra. En esa peligrosa red, las texturas que sobresalían me ayudaban a seguir el hilo conductor del argumento. Podía tocar la trágica suavidad de las caricias entre amigos, o sentir la conflictiva aspereza de los roces entre enemigos. Y así alcancé el auge del relato. Casi me desmayo. Entre el nudo y la altura, el aire escaseaba. Afortunadamente, cuando empecé a descender en la trama, pude aflojar el nudo de la historia, recuperar el aire y tejer más tranquilo.
Mañosa la persona que pensó en ese telar de hechos breves, el desenlace de la obra solo hizo que me enredara más. Yo quería tejer certezas y el autor entrelazó más dudas. Mi tejido empezaba a deshilacharse. Mis agujas perdieron su punto guía. Ya no encontraba lógica alguna en la trama.
Exhausto, tiré ese gran estambre ficticio por la ventana del colectivo.