martes, 9 de diciembre de 2008

Dulce espera

I

Rodolfo ese día salió de su casa apurado. Virrey Liniers parecía más oscura de lo habitual, los faroles presagiantes no alumbraban en su mayoría. Los falcon estaban todos estacionados. Su visión estaba comprometida por la oscuridad y se había olvidado los lentes, pero eso no le impidió hacer el trayecto en poco tiempo. Estaba ansioso de ver a Clara. Era de noche, mas bien de madrugada. Hacia frío, pero los nervios hacían que su saco transpirara. Colectivos a esa hora no iba a encontrar, por eso decidió correr, en la medida en que su barriga cuarentona le dejara, y caminar rápido cuando él mismo se lo pidiera. Un papel escrito arrugado se encontraba sujeto a su mano izquierda. Un mensaje improvisado al calor de la desesperación. Eran pocas cuadras, nunca las contó pero a lo sumo eran once. Mientras Rodolfo trotaba sus zapatos marrones hacían ruido opaco y se agitaban. Sus pantalones azules se sacudían contra el viento helado de la madrugada. Las personas no abundaban a esa hora, pero un hombre de boina gris le llamo la atención. Era buen mozo visto a la pasada. Sus ideas estaban enfocadas en encontrarse con Clara pero la vestimenta del hombre lo distrajo por un momento. Algo andaba mal, igual Rodolfo siguió trotando. Su corazón de a poco comenzó a palpitar de angustia, Clara estaba a unas cuadras y la sensación de la perfección era irreal. Algo andaba mal.
Rodolfo se detuvo, su paranoia lo paralizó. Luego recuperar algo de aliento, logró pensar con más claridad. Lo estaban siguiendo. Ese hombre de boina gris no era cualquiera. Era un tipo que lo estaba siguiendo. No tenia certezas ni tiempo para pensar demasiado, no quería perderse el encuentro con Clara pero tampoco quería que el de boina gris la encontrara. Capaz iban al mismo lugar y era solo una coincidencia. Las dudas plagaron su cabeza. Incluso el mismo trayecto a la misma velocidad era poco creíble. Sin embargo, el contexto hacía todo creíble. O su ansiedad lo superaba. Sus ojos se volvieron atrás, buscando al hombre de boina gris sin encontrarlo. Se tranquilizo por un rato, Rodolfo no estaba preparado para tanta tensión. La conspiración fabricada en su mente tenía sentido. Su garganta condensaba las angustias, las dudas. Hacía mucho que la extrañaba. Volvió a mirar atrás, como esperando ver al hombre y confirmar su teoría, pero el hombre no apareció. Estaba todo en su cabeza. Nadie lo seguía.
Dejó entrar el aire en sus pulmones una vez más, cerró los ojos e inclinó la cabeza ligeramente hacia arriba. Una mueca irónica dibujó su rostro. Ya se le estaba haciendo tarde para la hora acordada. Con un giro a la izquierda se encontró en Belgrano. Los árboles que se asomaban a la orilla de los empedrados no dejaban ver la media luna que se alzaba en la noche. Rodolfo dejo de trotar y empezó a correr. Los automóviles no transitaban pero él miraba a los dos costados de las calles igual. Fueron cuatro cuadras veloces. Rodolfo se agitó nuevamente. Jadeaba con fuerza. Llegando a Castro Barros giró a la derecha. El sudor del saco se trasladaba a su nuca y a sus brazos. Su respiración era irregular. A lo lejos vio a una mujer de pelo negro, largo y lacio. Creyó que era Clara, pero la distancia lo confundió. Solo era cuestión de acercarse. Desafortunadamente, cometió el error de mirar atrás una vez más. El hombre de boina gris estaba a solo unos pasos. Las piernas empezaron a tambalear, las manos temblaban. El hombre lo estaba siguiendo. Y él sabía por que lo estaba siguiendo. No había dudas. A doscientos metros de su destino, Rodolfo se detuvo nuevamente. Trató de ver a la distancia a esa mujer, ese enigma de pelo negro. No estaba seguro de que fuese Clara. Hay cuatro esquinas donde podía estar. Ella lo dejó de ver cuando su pelo era aún corto. Pero no podía haber muchas mujeres a esa hora en ese lugar. Otra posibilidad era que, Clara lo haya esperado y se haya ido desilusionada. Las variables eran muchas y la presencia del hombre de boina gris lo exasperaba. Tenía que actuar rápido, el tiempo que se tomó en detenerse comenzaba a parecer sospechoso. Resignando la posibilidad de verla, él supo que debía hacer otra cosa. Pese a que se cubrió la cara con las manos, las lágrimas de Rodolfo mojaron el oscuro empedrado. Rodolfo giró en otra dirección a la pautada en el encuentro, corriendo lejos de la mujer de pelo largo. Entre lágrimas, le deseó suerte a la extraña. Creía salvarla, a la mujer de pelo largo que se parecía a Clara, creía que podía distraer al hombre de boina gris. Pero hubo un sonido de un estruendo, de balas a lo lejos que se enterraban en el cuerpo de una mujer, capaz. Rodolfo seguía corriendo aterrorizado. No quería volver la mirada atrás, no quería detenerse. Un escalofrió recorrió todo su cuerpo. Ya no iba a ver a Clara otra vez.

II

“Negrito, ¿Como estás?
Yo acá, pateando como siempre. Cada vez se pone mas dura la cosa. Hay que estar atento de que no te quemen. Ya me estoy volviendo paranoica y con Vicky encima todo se me complica. Estoy sucia y cansada. Me duele la espalda. No me queda mucho tiempo. Te extraño negrito, quiero verte. Vicky también te extraña. Todavía no se el sexo, pero seguro sale nena. Acá está todo mal, nos dijeron que teníamos que desaparecer del mapa. No me queda otra negrito, tengo que irme. Veámonos este sábado a las 4:30 en Rivadavia y Castro Barros, ahí te digo todo mejor.

Te esperamos las dos

Te queremos. Tu esposa e hijita”

III

Ella era distinta al resto. Era coqueta, pero se sentía sola. La situación es compleja cuando los que te crían resultan ser bestias disfrazadas. La verdad le producía espanto. Pero coraje no le faltaba. Estaba segura de sus decisiones. De sus padres no recibió ayuda cuando se fue de la casa. Tuvo que eliminar todo rastro de afecto que sentía hacia ellos. A veces lloraba en su nueva morada, pero al rato se le pasaba. Era una chica fuerte. Tan fuerte que la búsqueda la hizo sola.
Almagro era un barrio en serio. No había edificios lujosos por doquier, ni los centros comerciales abundaban. Era un lugar sencillo, acorde a las pretensiones de ella. Le gustaba el empedrado. Todos los días se maquillaba antes de salir a la calle. Siempre se peleó con ese pelo negro lacio, pero el peine siempre le ganaba. Si hacía falta se tomaba una hora antes de que alguien más pueda verle la cara. Su imagen era lo más importante. Un día, de esos que uno no quiere acordarse, pero tampoco puede olvidar, la joven coqueta salió de su casa apurada. Estaba llegando tarde a su nuevo trabajo y eso daba una mala impresión. Por Boedo, los colectivos se habían empeñado en no pasar y la bajada de bandera de los taxis eran demasiado costosas para una mujer que reiniciaba su vida, por lo que tuvo que trotar ligeramente para llegar al trabajo, evitando que sus tacos se arruinen en el trayecto. En su mano derecha, un papel arrugado se envolvía. Un legajo de su pasado encubierto. Una de tantas verdades desaparecidas. En el hombro izquierdo una cartera de cuero, llena de cosméticos y productos de aseo personal, papeles de cigarrillos y restos de golosinas. A paso firme llegó a Rivadavia. El trayecto rápidamente estaba llegando a su fin. Era un día caluroso y la joven coqueta empezó a transpirar su sien. Se sentía fastidiada, el calor se le pegaba en la piel y en la ropa. Dos cuadras más duró el calzado intacto. Llegando a Castro Barros, se le rompió la punta del taco derecho. Maldijo al cielo, con discreción pero sin escatimar en recursos lingüísticos de toda índole. El local de ropa femenina allí la esperaba. Antes de cruzar la calle, se tomó su tiempo para calmarse, sabía que en ese estado no podía presentarse a trabajar. Dejó pasar dos semáforos en rojo para relajarse. Inclinó la cabeza hacia arriba, donde el sol castigaba los cuerpos en movimiento, dejando entrar el aire a sus pulmones. En el breve tiempo en que la paz sobrevino, sus recuerdos inundaron su cabeza. Revivió la verdad y la mentira. Los nuevos y los viejos. Sus padres. La tragedia y los involucrados. Los impostores. El espanto y el cambio obligado. Sus ojos rápidamente comenzaron a llorar, pero tuvo que detener sus emociones, el rimel se le corría. Dejó pasar otro semáforo en rojo y se ubicó en la sombra de un negocio, cerca de la peatonal, para descansar del sol.
En la tenue oscuridad, observó un hombre tirado en el suelo, envuelto en diarios y trapos sucios. Un linyera más en la Capital Federal. Gordo y barbudo, con unos lentes rotos y sin calzado, con un vino tinto barato en la mano derecha y un papel arrugado sujeto en la mano izquierda. Asombrada por la falta de aseo, la joven se quedó mirando al hombre, que al verle le cara, balbuceó unas palabras desesperadas, ahogadas en la borrachera del desgraciado. Sus miradas se atravesaron por un instante. Victoria se conmovió ante la desesperación del hombre de comunicarse con ella. Sintió lastima por el pobre diablo que no coordinaba palabras ni sonidos. Lentamente, victoria se acerco al viejo gordo y barbudo, que sin pensarlo, le entregó el papel arrugado que sostenía en su mano izquierda. Sin embargo, la joven no quiso involucrarse más de lo debido, con alguien de esas características, y no aceptó la ofrenda del linyera. La joven se retiró de la escena, dirigiéndose velozmente hacia el otro lado de Rivadavia. El hombre, nuevamente decepcionado, recogió la carta arrugada que había sido rechazada por la chica. Ese papel improvisado y desesperado. Una historia más de tantas. El linyera no se angustió. Alguna vez ella volverá a esa esquina y él tendrá algo interesante para contarle.