martes, 9 de diciembre de 2008

Instrucciones para mirar por el ojo de la cerradura 2da (09)

Para mirar por el ojo de la cerradura debe seguir varios pasos. En primer lugar, debe elegir la puerta (y por ende la cerradura) a observar. No todas las cerraduras son para espiar y no todas son las puertas son para abrir. Su elección debe ser equilibrada, justa. Hay cerraduras que no deben ser miradas, puertas que no deben ser abiertas y sujetos que no deben ser espiados. Si de todas maneras quiere transgredir la privacidad de lo prohibido, proceda. Pero tenga en cuenta las siguientes recomendaciones.
Es probable que en el momento de ejecutar la acción sienta confusión, no se alarme, son la ética y la moral escandalizando la conciencia, solo basta unas palabras fuertes de sugestión para reprimirlas.
Luego, comience arrodillándose. Verá que no es difícil si su peso es adecuado y sus piernas flexibles. A diferencia de lo habitual, usted no debe apoyar las palmas de sus manos sobre la puerta. No debe tener contacto alguno con ella. Evite hacer el menor ruido, no olvide que el que está del otro lado no debe enterarse de su presencia. Arrime el ojo que usted quiera pero recuerde dejar el otro ojo abierto, debe estar atento y conciente del peligro que la acción supone. Si cierra los ojos podría arrepentirse.
Llegado hasta aquí observe lo que ha alimentado su curiosidad, pero no por mucho tiempo. Lo que esta viendo puede atraer sus sentidos y cautivar su espíritu. Si esto ocurre aléjese. Sin darse cuenta puede usted estar del otro lado de la puerta y la muerte ya no sería una incógnita.

El necio (14)

Eran las 10:30 y me tenía que ir corriendo. La profesora me había mandado a leer un cuento y no hacía a tiempo. Presumí que lo podía leer a la pasada en el colectivo, pero la historia me atrapó. Sin salida aparente tuve que adentrarme en el relato.
Desde la introducción todo fue un caos. Los protagonistas y personajes secundarios entretejían una compleja trama, cuyos hilos de amor encerado se extendían y enredaban con finas hebras de pasión rebelde. Todo estaba envuelto en viejos retazos de envidia y, si me descuidaba, perdía de vista alguna pelusa de odio. Inevitable, siempre fui algo miope.
Cuando todo parecía alisarse y creía poder zafar de esa urdimbre de palabras, la maraña introductoria se transformó en un gran nudo dramático. El desgraciado me sujetaba con fuerza pero no me sofocaba, me sostenía para que no cayera en una interpretación mediocre de la obra. En esa peligrosa red, las texturas que sobresalían me ayudaban a seguir el hilo conductor del argumento. Podía tocar la trágica suavidad de las caricias entre amigos, o sentir la conflictiva aspereza de los roces entre enemigos. Y así alcancé el auge del relato. Casi me desmayo. Entre el nudo y la altura, el aire escaseaba. Afortunadamente, cuando empecé a descender en la trama, pude aflojar el nudo de la historia, recuperar el aire y tejer más tranquilo.
Mañosa la persona que pensó en ese telar de hechos breves, el desenlace de la obra solo hizo que me enredara más. Yo quería tejer certezas y el autor entrelazó más dudas. Mi tejido empezaba a deshilacharse. Mis agujas perdieron su punto guía. Ya no encontraba lógica alguna en la trama.
Exhausto, tiré ese gran estambre ficticio por la ventana del colectivo.

Gato con dulce de leche (10)

Un notengomoneda camina por el cordón de la vereda y trae todos los domingos media docena de cañoncitos de dulce de leche. Aparece a las 9:00 en punto para ver la carrera de autos. Tomamos té con masitas por qué nos gusta parecernos a los ligeros, le digo. Se ríe tanto que me hace acordar a los mareados. Yo disfruto de su compañía.
El domingo siguiente el notengomoneda camina por el cordón de la vereda haciendo equilibrio con su media docena de facuras, pero se les caen y, como el pobre no ve bien, agarra media docena de gatos. Aparece a las 9:00 en punto para ver la carrera de autos. Me dice que se les cayeron las medialunas y pide perdón. Me da los gatos y entra como si nada. Tomamos te con masitas por que nunca me gustaron los cañoncitos de dulce de leche. Ahora disfruto de la compañía de los gatos.

Tarde a todas partes (18)

Rojo salsa. Rojo peligro. Rojo sangre. A Jorge le gusta contar. Le gusta combinar. Le gusta mezclar la salsa con la sangre. Le gusta mirar películas de acción y comer pizza, al mismo tiempo.
Es sábado. Es de noche. Es él solo en un primer piso pequeño y solitario. Prende la tele y encuentra un país del norte en guerra. Balas y trincheras. Tropas. Violencia explícita. El sabe de historia bélica lo que una paloma entiende de turismo carretera, pero si sabe que para completar el fetiche solo falta la pizza. Se da cuenta que la pizza no viene sola, debe pedirla. Marca los números con hambre pero no se desespera. El timbre suena y baja los quince escalones (previamente numerados por Jorge) que comunican su hogar con la puerta del edificio. Le abre al chico, que sostiene la pizza con su mano derecha, acalorado por la rutina laboral. Recibe el alimento y cierra la puerta. Se apresura para subir los quince escalones (no se quiere perder la película) pero la luz se apaga y Jorge se paraliza en el séptimo peldaño.
Pierde el sentido mas preciado. Sus pies, sucios y descalzos, se afirman en la fría superficie de cemento. La puerta de planta baja, única fuente de luz, se cierra y Jorge se encuentra en la oscuridad. Su mano derecha, tímida, busca ansiosamente la baranda, mientras que su mano izquierda juega a mantener el equilibrio con la pizza. Lentamente el pie izquierdo se alza al escalón siguiente, el octavo, buscando reanudar su trayectoria al departamento. El pie derecho lo acompaña, siempre un paso atrás. Uno, dos, logra avanzar hasta el noveno escalón sin problemas, pero repentinamente se topa con la pared. Una pared. Jorge se pregunta cual pared, se confunde, toda su vida hizo un solo recorrido, quince escalones y dos giros a la izquierda, no tenía registro de darse con una pared. Ante la ceguera y su incertidumbre, resuelve retroceder sus dos escalones, volviendo al punto inicial, el séptimo escalón. La situación lo incomoda. Sus manos están ocupadas y sus pies firmes en el séptimo escalón. Jorge, pragmático, decide cambiar de objetivo. Lo primordial no es llegar al primer piso, sino encontrar el interruptor de la luz, la falta de visión es su único obstáculo. Baja los siete escalones. Siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno y cero. Pero no llega a planta baja. Jorge no logra comprender el problema que se le presenta. Encuentra otra pared en lugar de la puerta de salida. Deja la pizza en el primer escalón, o lo que el creía que era el primer escalón. En el negro vacío, donde se encuentra, Jorge advierte la existencia de una curva. La escalera cambia de sentido, gira a la izquierda. Esta vez con su mano izquierda firme, sosteniéndose en la baranda, decide continuar bajando hasta encontrar ese destello rojo que lo salvaría de su ceguera. Para mantener su claridad busca un nuevo punto de partida, el punto cero, el escalón donde abandona la pizza. Y comienza una vez más a contar hacia abajo. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis y un nuevo giro hacia la izquierda. Se detiene. Las gotas de sudor caen de su sien. Sus ojos se humedecen pero no lloran. No entiende sus pasos. Tantea en el vacío, agita su mano izquierda sin suerte. Jadea. Sus rodillas empiezan a temblar. Duda de sus cuentas y su proceder metódico. Maldice la pizza y su situación. Pretende calmarse, trata de mantenerse lúcido en medio de las confusiones de cemento y cal. Pero ya es tarde. Decide, otra vez, volver al punto cero, donde se encuentra la pizza. Y una vez más hacia arriba. Giro a la izquierda, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno y dos. La pizza no está. Jadea. Duda de su memoria y continúa subiendo. Giro a la derecha. No es posible, Jorge piensa. Uno, dos y tantea con sus dos manos la pared que se alza ante él, buscando una explicación en eso que está inanimado, muerto. Su mente, en el borde que separa la cordura de la locura, no comprende su situación. Jadea. Se agita. Necesita ver algo. Un destello de luz, algo. La soledad lo angustia. Jadea. Sus pies tienen frío. Elige subir y solo subir, ya no importa, ya no cuenta. Su mano derecha vuelve a tomar la baranda, que junto con la sensación de frió cemento en los pies, es su única certeza.
Y sube. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve y cartón. Estampa su pie izquierdo en el cartón que cubre la pizza. Jadea. En vez de lamentarse por el hecho (o buscar explicación), decide sentarse en la escalera y disfrutar aunque sea un poco de la pizza. Jorge no ve ni tiene utensilios, pero eso no le impide darse el gusto de agregarle, a la suciedad de sus pies, un manto de grasa a sus dedos ya pegajosos. Jadea. Un momento de felicidad efímera, lejos de su departamento y de una salida aparente. Una, dos, tres, cuatro y basta. La comida sobra, pero Jorge está lleno. Sacio su hambre y recupero su aliento. Decide volver a su sistema contable. La última vez, hacia arriba. Ya no importa si está en el primero o en el catorceavo piso, si es un laberinto, si las escaleras se dirigen a su casa o hacia otro lugar. Con los ojos bien abiertos y las manos bien alertas empieza. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, giro hacia la derecha. Jadea. Seis, siete, ocho, nueve y giro hacia la izquierda. Jadea. Diez, once y pared. Una pared más. Jorge toca la pared, sus manos la sienten fría. Llora. Jadea. Llora desconsolado. Jorge está demasiado cansado.
Y se oye una voz. Una voz de mujer. Abajo. Un sonido casi imperceptible. La alegría lo da vuelta y la esperanza lo hace volver abajo. Rápido. Ve un destello de luz al final del laberinto de concreto. Rápido. Sus manos no están sujetas a ninguna baranda ni sienten paredes. Rápido. Sus pies están contentos. Rápido. Nueve, ocho, siete, seis y giro a la izquierda. Cinco, cuatro, tres, dos y la pizza. Jorge se resbala. El queso derretido se expande. Jadea. Los pies pierden equilibrio. Jadea. Las porciones se abren, se desgarran. Las manos se desesperan buscando un punto de apoyo. La salsa de tomate mancha su cara, su cuello. La mancha roja se desparrama, se expande. Se expande como las rosas en primavera. Se expande como el peligro cuando se corre sin medir consecuencias. Se expande como la sangre que fluye de una herida que no se puede cerrar.

Dieguitos y Mafaldas

En esta cabaña de mierda solo hay termitas. Paula no paraba de repetir esa frase. Joaquín trataba de calmarla, pero cada vez que se acercaba ella lo apartaba. Leo se reía por lo bajo y yo, Lucia, miraba al piso como apenada por la situación. La casa no era mía, pero la idea de escaparnos un fin de semana si. La casa era de Joaquín, el tonto se había olvidado de fumigar la cabaña en todo el año. Pero el siempre fue así, despistado. El piso estaba sucio y lleno de arena, el color blanco y a veces amarillo de los pequeños insectos contrastaba con la gama de marrones de las columnas viejas columnas de madera gruesa. Pero lejos de asustarse, ellas caminaban en paz, trepaban en silencio.
Después de acomodarnos, Paula y Leo se fueron a comprar puchos, ellos son los únicos dos que fuman. Yo decidí ir a la playa con Joaquín para distendernos del largo viaje en subte. Como era de noche, la marea subió y nos quedamos un rato mojándonos los pies en la orilla.

- Tenés una linda cabaña, Juaco – le dije para animarlo un poco.
- Gracias, pero Paula la odia – me respondió él.
- No te hagas drama, ella odia las termitas, no la cabaña.
- No entiendo, siempre le gustaron los insectos.

Sobrevino un silencio helado que acompañó la brisa nocturna. Esa noche lo ví triste a Juaco, me dieron ganas de abrazarlo pero no pude, nunca me caractericé por ser una persona muy afectiva. Esa noche me limité a mirarlo en silencio. Cuando volvimos nos encontramos con Paula y Leo, que volvían del quiosco. Estaban alegres, se reían lo suficiente como para pensar que habían tomado una copa de más, sin embargo estaban sobrios. Entramos a la cabaña y con las termitas decidimos que cenar. Era tarde y decidimos hacer algo rápido y fácil, sándwiches de jamón y queso y unas cervezas. Yo fui a comprar con Leo al almacén, Paula quiso acompañar pero le dije que no hacía falta.
La cena pasó tranquila, el animador era Leo. El tenia todas las anécdotas habidas y por haber. Paula se reía a carcajadas, Joaquín mostraba algunas muecas que no podía disimular. De vez en cuando aparecía una termita arriba de la mesa, como pidiendo ser parte del encuentro, pero Leo las sacaba de un manotazo. El sí odiaba las termitas, pese a haber accedido a quedarse en la cabaña.
Luego de la cena nos fuimos a dormir, pude notar el cansancio en todos nosotros. Los cuartos estaban arriba, uno para mí, uno para Leo y el otro para la pareja. Era una casa chica pero alta. Joaquín tomó a Paula por la cintura y subieron primero. Leo y yo nos quedamos mirando como subían, estábamos haciendo sobremesa con los insectos. Siempre me lleve bien con Leo, pero nunca fuimos de hablar mucho. El era amigo de Paula y yo era amigo de Joaquín, los dos conocíamos a la pareja pero nunca estuvimos interesados en fortalecer el lazo de la amistad, estábamos cómodos.
Cuando el silencio empezó a incomodar, nos fuimos también a dormir. Como era una casa relativamente nueva, no había camas, así que nos tiramos unas bolsas de dormir. Pero esa noche no pude dormir, tenía la sensación de que algo estaba mal. Las termitas estaban por todas partes, aun en la oscuridad se podía sentir la presencia de las pequeñas bestias, caminando en cualquier sentido, comunicándose, multiplicándose, trabajando en silencio.
Al día siguiente, aprovechamos el lindo día y fuimos a la playa. Yo no había llevado nada de ropa para un día de playa así que Paula me prestó algo de su ropa, muy linda por cierto. Dejamos la casa en cuidado de la peste de insectos y pasamos la tarde entre la arena y el mar. A mi mucho no me gustaba el mar, siempre le tuve respeto por lo que me quedé debajo de la sombrilla mirando el espectáculo que ofrecían Juaco y Leo. A la distancia no podía descifrar las voces, pero podía notar que el tono era bastante alto. Vi que Paula en un momento se acercó a ellos, como para tratar de calmarlos un poco, y lo logró pero no parecía que se hubieran reconciliado. Yo tenía mis propios problemas, como que teníamos que almorzar, cuando se iban a ir las termitas de la casa, por que Juaco insistió en ir a esa casa sabiendo que había termitas, que íbamos a hacer a la noche, etc. Mi cabeza tenía bastantes cosas como para compadecerme con los roces entre los rústicos. En un momento, Paula se acerca a mí, se la veía enojada, y le pregunté, “¿Por qué se peleaban los tontos?”. Y ella me respondió “por polleras”. La respuesta me costó entenderla. Paula se fue amargada y los rústicos ya se habían ido del mar, me había quedado sola en la playa. Luego de un buen tiempo de esparcimiento, decidí volver a casa a ver a las termitas, las extrañaba. Paula ahora las odiaba, pero todos sabíamos que era algo del momento. A mi me agradaban, a Leo sí que le daba asco verlas. A Juaco no, nunca lo note perturbado u emocionado con la presencia de las pequeñas bestias. Es como si ya fuesen parte de él, de su vida.
Al volver a casa, luego de dar más vueltas que la calesita, debido a mi gran sentido de la orientación, me encuentro con Paula, que estaba vestida como para matar. Ella se sorprende, casi que se disgusta de verme, pero ella sabía que todos vivíamos ahí. Fue un momento incomodo de silencio, lo único que se escuchaba era la madera crujir debido a la multitud de insectos blancos y algo amarillos. De pronto entra Juaco por la misma puerta que entre yo, por la principal. Creo que, viéndole los ojos en ese momento, él observó exactamente lo mismo que yo, y también no dijo nada. Sus ojos siempre fueron un espectáculo, él es una persona muy tranquila, pero en sus ojos podes verle el alma. Nada se oculta ahí. Eran una mezcla de incomodidad, extrañeza, confusión y decepción. Paula, a todo esto, no hizo nada para mejorar la situación. Yo todavía no entendía la situación, pero no me atrevía a hablar. Se escucharon pasos apresurados en el segundo piso y eso me dio la coartada para salirme. Subo las escaleras para ver quién era, y encuentro el cuarto de la pareja de planta baja. No había nadie pero estaba desordenado, la cama estaba desecha. “Que sucios” pensé. Oigo algunos gritos abajo, pero el segundo piso es a prueba de ruido. Leo sale como si nada del baño y me saluda. Yo le pregunto que pasaba entre Pau y Juaco, pero él me dice que no sabe y se encierra en el cuarto. Yo tranquila, me siento en el pasillo y juego con las termitas, que buena compañía me hacen, y me pongo a pensar en los ojos transparentes de Juaco.
Ya para la noche el humor en la casa no era el mejor. Decidimos volvernos en tren como hicimos al principio. Yo me tomé mi tiempo para despedirme de las mascotitas de Juaco, muy divertidas por cierto. Paula también se tomo su tiempo pisoteándolas y maldiciendo. En el vagón, Paula se sentó conmigo y Juaco se sentó en frente mió, al lado de Leo. Cada uno veía la cara del otro en silencio. Leo la veía a Paula, Paula lo veía a Juaco, y Juaco miraba por la ventana, en silencio. Perdía la mirada en los campos verdes. Su cara no transmitía emociones, pero sus ojos lo delataban. Obviamente, yo era la que lo miraba él. Podía ver en sus ojos tristeza y alivio. En una de esas, veo una pequeña termita en mi rodilla, como pidiéndome que me quedara en la cabaña. Yo le pido perdón en voz baja. Y lo vuelvo a mirar a Juaco. Siempre fue una persona muy transparente.

Dulce espera

I

Rodolfo ese día salió de su casa apurado. Virrey Liniers parecía más oscura de lo habitual, los faroles presagiantes no alumbraban en su mayoría. Los falcon estaban todos estacionados. Su visión estaba comprometida por la oscuridad y se había olvidado los lentes, pero eso no le impidió hacer el trayecto en poco tiempo. Estaba ansioso de ver a Clara. Era de noche, mas bien de madrugada. Hacia frío, pero los nervios hacían que su saco transpirara. Colectivos a esa hora no iba a encontrar, por eso decidió correr, en la medida en que su barriga cuarentona le dejara, y caminar rápido cuando él mismo se lo pidiera. Un papel escrito arrugado se encontraba sujeto a su mano izquierda. Un mensaje improvisado al calor de la desesperación. Eran pocas cuadras, nunca las contó pero a lo sumo eran once. Mientras Rodolfo trotaba sus zapatos marrones hacían ruido opaco y se agitaban. Sus pantalones azules se sacudían contra el viento helado de la madrugada. Las personas no abundaban a esa hora, pero un hombre de boina gris le llamo la atención. Era buen mozo visto a la pasada. Sus ideas estaban enfocadas en encontrarse con Clara pero la vestimenta del hombre lo distrajo por un momento. Algo andaba mal, igual Rodolfo siguió trotando. Su corazón de a poco comenzó a palpitar de angustia, Clara estaba a unas cuadras y la sensación de la perfección era irreal. Algo andaba mal.
Rodolfo se detuvo, su paranoia lo paralizó. Luego recuperar algo de aliento, logró pensar con más claridad. Lo estaban siguiendo. Ese hombre de boina gris no era cualquiera. Era un tipo que lo estaba siguiendo. No tenia certezas ni tiempo para pensar demasiado, no quería perderse el encuentro con Clara pero tampoco quería que el de boina gris la encontrara. Capaz iban al mismo lugar y era solo una coincidencia. Las dudas plagaron su cabeza. Incluso el mismo trayecto a la misma velocidad era poco creíble. Sin embargo, el contexto hacía todo creíble. O su ansiedad lo superaba. Sus ojos se volvieron atrás, buscando al hombre de boina gris sin encontrarlo. Se tranquilizo por un rato, Rodolfo no estaba preparado para tanta tensión. La conspiración fabricada en su mente tenía sentido. Su garganta condensaba las angustias, las dudas. Hacía mucho que la extrañaba. Volvió a mirar atrás, como esperando ver al hombre y confirmar su teoría, pero el hombre no apareció. Estaba todo en su cabeza. Nadie lo seguía.
Dejó entrar el aire en sus pulmones una vez más, cerró los ojos e inclinó la cabeza ligeramente hacia arriba. Una mueca irónica dibujó su rostro. Ya se le estaba haciendo tarde para la hora acordada. Con un giro a la izquierda se encontró en Belgrano. Los árboles que se asomaban a la orilla de los empedrados no dejaban ver la media luna que se alzaba en la noche. Rodolfo dejo de trotar y empezó a correr. Los automóviles no transitaban pero él miraba a los dos costados de las calles igual. Fueron cuatro cuadras veloces. Rodolfo se agitó nuevamente. Jadeaba con fuerza. Llegando a Castro Barros giró a la derecha. El sudor del saco se trasladaba a su nuca y a sus brazos. Su respiración era irregular. A lo lejos vio a una mujer de pelo negro, largo y lacio. Creyó que era Clara, pero la distancia lo confundió. Solo era cuestión de acercarse. Desafortunadamente, cometió el error de mirar atrás una vez más. El hombre de boina gris estaba a solo unos pasos. Las piernas empezaron a tambalear, las manos temblaban. El hombre lo estaba siguiendo. Y él sabía por que lo estaba siguiendo. No había dudas. A doscientos metros de su destino, Rodolfo se detuvo nuevamente. Trató de ver a la distancia a esa mujer, ese enigma de pelo negro. No estaba seguro de que fuese Clara. Hay cuatro esquinas donde podía estar. Ella lo dejó de ver cuando su pelo era aún corto. Pero no podía haber muchas mujeres a esa hora en ese lugar. Otra posibilidad era que, Clara lo haya esperado y se haya ido desilusionada. Las variables eran muchas y la presencia del hombre de boina gris lo exasperaba. Tenía que actuar rápido, el tiempo que se tomó en detenerse comenzaba a parecer sospechoso. Resignando la posibilidad de verla, él supo que debía hacer otra cosa. Pese a que se cubrió la cara con las manos, las lágrimas de Rodolfo mojaron el oscuro empedrado. Rodolfo giró en otra dirección a la pautada en el encuentro, corriendo lejos de la mujer de pelo largo. Entre lágrimas, le deseó suerte a la extraña. Creía salvarla, a la mujer de pelo largo que se parecía a Clara, creía que podía distraer al hombre de boina gris. Pero hubo un sonido de un estruendo, de balas a lo lejos que se enterraban en el cuerpo de una mujer, capaz. Rodolfo seguía corriendo aterrorizado. No quería volver la mirada atrás, no quería detenerse. Un escalofrió recorrió todo su cuerpo. Ya no iba a ver a Clara otra vez.

II

“Negrito, ¿Como estás?
Yo acá, pateando como siempre. Cada vez se pone mas dura la cosa. Hay que estar atento de que no te quemen. Ya me estoy volviendo paranoica y con Vicky encima todo se me complica. Estoy sucia y cansada. Me duele la espalda. No me queda mucho tiempo. Te extraño negrito, quiero verte. Vicky también te extraña. Todavía no se el sexo, pero seguro sale nena. Acá está todo mal, nos dijeron que teníamos que desaparecer del mapa. No me queda otra negrito, tengo que irme. Veámonos este sábado a las 4:30 en Rivadavia y Castro Barros, ahí te digo todo mejor.

Te esperamos las dos

Te queremos. Tu esposa e hijita”

III

Ella era distinta al resto. Era coqueta, pero se sentía sola. La situación es compleja cuando los que te crían resultan ser bestias disfrazadas. La verdad le producía espanto. Pero coraje no le faltaba. Estaba segura de sus decisiones. De sus padres no recibió ayuda cuando se fue de la casa. Tuvo que eliminar todo rastro de afecto que sentía hacia ellos. A veces lloraba en su nueva morada, pero al rato se le pasaba. Era una chica fuerte. Tan fuerte que la búsqueda la hizo sola.
Almagro era un barrio en serio. No había edificios lujosos por doquier, ni los centros comerciales abundaban. Era un lugar sencillo, acorde a las pretensiones de ella. Le gustaba el empedrado. Todos los días se maquillaba antes de salir a la calle. Siempre se peleó con ese pelo negro lacio, pero el peine siempre le ganaba. Si hacía falta se tomaba una hora antes de que alguien más pueda verle la cara. Su imagen era lo más importante. Un día, de esos que uno no quiere acordarse, pero tampoco puede olvidar, la joven coqueta salió de su casa apurada. Estaba llegando tarde a su nuevo trabajo y eso daba una mala impresión. Por Boedo, los colectivos se habían empeñado en no pasar y la bajada de bandera de los taxis eran demasiado costosas para una mujer que reiniciaba su vida, por lo que tuvo que trotar ligeramente para llegar al trabajo, evitando que sus tacos se arruinen en el trayecto. En su mano derecha, un papel arrugado se envolvía. Un legajo de su pasado encubierto. Una de tantas verdades desaparecidas. En el hombro izquierdo una cartera de cuero, llena de cosméticos y productos de aseo personal, papeles de cigarrillos y restos de golosinas. A paso firme llegó a Rivadavia. El trayecto rápidamente estaba llegando a su fin. Era un día caluroso y la joven coqueta empezó a transpirar su sien. Se sentía fastidiada, el calor se le pegaba en la piel y en la ropa. Dos cuadras más duró el calzado intacto. Llegando a Castro Barros, se le rompió la punta del taco derecho. Maldijo al cielo, con discreción pero sin escatimar en recursos lingüísticos de toda índole. El local de ropa femenina allí la esperaba. Antes de cruzar la calle, se tomó su tiempo para calmarse, sabía que en ese estado no podía presentarse a trabajar. Dejó pasar dos semáforos en rojo para relajarse. Inclinó la cabeza hacia arriba, donde el sol castigaba los cuerpos en movimiento, dejando entrar el aire a sus pulmones. En el breve tiempo en que la paz sobrevino, sus recuerdos inundaron su cabeza. Revivió la verdad y la mentira. Los nuevos y los viejos. Sus padres. La tragedia y los involucrados. Los impostores. El espanto y el cambio obligado. Sus ojos rápidamente comenzaron a llorar, pero tuvo que detener sus emociones, el rimel se le corría. Dejó pasar otro semáforo en rojo y se ubicó en la sombra de un negocio, cerca de la peatonal, para descansar del sol.
En la tenue oscuridad, observó un hombre tirado en el suelo, envuelto en diarios y trapos sucios. Un linyera más en la Capital Federal. Gordo y barbudo, con unos lentes rotos y sin calzado, con un vino tinto barato en la mano derecha y un papel arrugado sujeto en la mano izquierda. Asombrada por la falta de aseo, la joven se quedó mirando al hombre, que al verle le cara, balbuceó unas palabras desesperadas, ahogadas en la borrachera del desgraciado. Sus miradas se atravesaron por un instante. Victoria se conmovió ante la desesperación del hombre de comunicarse con ella. Sintió lastima por el pobre diablo que no coordinaba palabras ni sonidos. Lentamente, victoria se acerco al viejo gordo y barbudo, que sin pensarlo, le entregó el papel arrugado que sostenía en su mano izquierda. Sin embargo, la joven no quiso involucrarse más de lo debido, con alguien de esas características, y no aceptó la ofrenda del linyera. La joven se retiró de la escena, dirigiéndose velozmente hacia el otro lado de Rivadavia. El hombre, nuevamente decepcionado, recogió la carta arrugada que había sido rechazada por la chica. Ese papel improvisado y desesperado. Una historia más de tantas. El linyera no se angustió. Alguna vez ella volverá a esa esquina y él tendrá algo interesante para contarle.