martes, 25 de noviembre de 2008

"Forasteras hacia la Ciudad de la alegría"

Finalmente la profesora me largo, salí de la sede Ramos de la UBA exprimida intelectualmente y con un nueve en la libreta universitaria. Acaba de rendir el final de “Metodologías y técnicas de la investigación”, una materia que tuve que remar desde el cinco del primer parcial. Debido a los pocos alumnos que se presentaron al primer llamado, “la vieja” decidió aprovechar para tomarnos un examen abarcativo de la totalidad de los temas del programa. Después de cuarenta y cinco minutos de oral no quería saber más nada, estaba podrida de verle la cara a la mina y ya tenía la garganta seca, pero aún así, me quedaba explayarse sobre un texto más. Lo hice con mucho entusiasmo ya que se trataba de un capítulo de un libro de Alfred Schutz que me había interesado bastante. La profesora dio por concluido el oral. Pero ahora ya todo ese calvario no importaba, más allá del dolor de cabeza y las pocas horas de sueño que empezaban a pesarme en el cuerpo, me encontraba a fuera. Caminaba por Franklin hacia la parada del colectivo, me sentía libre. Habían empezado las vacaciones de invierno.
Para despejar un poco nuestras mentes con un cambio de paisaje Mecha y yo decidimos irnos unos días de vacaciones. Me enteré que organizaron una convención de disciplinas circenses en Bolivia. Todos los años se hace en Buenos Aires y hoy en día se están empezando a extender a otras regiones, como oportunidad de encuentro para artistas de distintos países, donde nos juntamos para pasarnos trucos, intercambiar experiencias de viajes, vida y entrenar. Yo asistí a la que se hizo en un camping de Eseiza el año pasado, estuvo genial. Y por eso, un día, cuando fui a almorzar a lo de Mecha le comenté con decepción que no podría ir a la conve boliviana por no tener con quién. Sin pensarlo más de cinco minutos Mecha me dijo “vamos, dejame ver cómo la careteo en el laburo y listo”.
Un jueves, Mecha me confirmó que podíamos viajar y me dirigí a Retiro para comprar los pasajes. Necesitábamos dos, ida y vuelta en tren Tucumán/ Buenos Aires. El empleado me advirtió que únicamente quedaban en clase turista. Buenísimo le dije, de paso me ahorro unos mangos. "Dame dos". Presenté mi documento y el de la hermana más grande de Mecha. Sí, el de la hermana, porque Mecha había empezado los trámites del duplicado del suyo, pero un año después seguían sin dárselo. Así que siendo muy parecida y sin importarnos mucho viajaría con la identidad de su hermana, Carmela. Fuimos hasta la zona de Puerto Madero a vacunarnos contra la fiebre amarilla por las dudas. El próximo lunes partiríamos a las 11.20 de la mañana.
Nos reunimos la noche anterior para acomodar los bolsos (demasiados para mi gusto), y en la mañana salimos. Estábamos delante del transporte que abriría paso a nuestro primer vuelo por la diversidad cultural de este mundo. Desde ya que nos acostamos en los asientos de tres personas una frente a la otra, picnic entre medio y a dormir. Fueron unas cuantas horas de viaje muy placenteras hasta Rosario, comimos sándwiches de milanesa y recibimos cosquillas gratis de parte de Violeta, una pequeña de tres años que también estaba de viaje. Iba hacia Salta, más tarde sabríamos que la flaca y alta mujer que la acompañaba no era su madre (ésta la había abandonado), sino su abuela.
En Rosario todo se tornó un poco incómodo, el tren se llenó de gente y pasamos a estar completos todos los ocupantes de esos asientos de tres, que ya no eran tan amplios. Las doce horas que por lo menos restaban las pasamos inventando posiciones estrambóticas para tratar de dormir. Mecha en ningún momento pudo conciliar el sueño y de a ratos me despertaba para hacérmelo saber. Así que ambas ya estábamos algo agotadas de la clase turista y sin duda queríamos volver en pullman.
Llegamos el martes al mediodía a una parte no muy pintoresca de la ciudad de San Miguel de Tucumán. Hacían unos treinta grados y la terminal de micros quedaba a unas treinta cuadras. Tomamos un colectivo. A decir verdad no nos sentíamos fuera de Buenos Aires, el lugar era similar a cualquier parte del centro. Sólo nos lo recordaban nuestras mochilas, la forma de vestir de la gente (todos daban el target de clase media hasta ahí) y los rasgos, que ya se empezaban a ver, todos más norteño.
En la terminal no nos quedó casilla de pasajes sin recorrer, finalmente los compramos en la más económica; el único detalle era que partíamos hacia Positos a las tres de la mañana, así que teníamos bastante tiempo en el medio. No nos alcanzaba como para una excursión muy compleja así que decidimos recorrer los alrededores. Gracias a Dios en la terminal te podías bañar (¡¡con agua caliente y gratis!!) y sí que nos hacia falta, después de veinticinco horas en tren a toallitas húmedas para limpiarnos las partes. Por supuesto nadie usaba el servicio de ducha, pero creo que nadie ahí era náufrago por un rato como nosotras.
Estábamos limpias, habíamos comido algo y las expectativas inquietaban nuestros pies. Sinceramente las mochilas ya nos fastidiaban y en seguida perdimos el espíritu de mochileras, cazamos un chango de super y nos fuimos por la ciudad con los bolsos encima. La gente nos miraba algo sorprendida. Debo contarles que de día en Tucumán no existe el paisaje de cartoneros, y si los ves no usan changos de super, por lo que éramos una especie ajena para los lugareños, forasteras. Estacionamos el carro en una plaza bastante grande y con poca gente, ahí no más después de sacar un par de fotos, tiramos una frazada y nos dormimos. Luego de unas dos horas alguien me estaba despertando, no veía con claridad, mis ojos estaban entrecerrados, no entendía aún dónde estaba, ni qué hacía momentos antes. Pero vi de a poco la cara de una mujer, una que estuvo bastante tiempo expuesta al sol, que cargaba con varios años de vida y decoraba sus orejas con unos aros coloridos que combinaban con el pañuelo de su cabello. Logré ver un pelo bien negro con algunas mechas blancas que le caían en forma de trenza hasta su cintura, no muy ceñida y que no distinguí del todo pues llevaba ropas amplias de color violáceo. Empezó a decir algo incomprensible, mi cerebro todavía no reaccionaba, Mecha también se despertó. De pronto la mujer se vio triplicada por modelos más jóvenes, de tez más clara y similar vestimenta. Entonces sí que me desperté de prepo, de la nada nos rodeaban tres gitanas, la vieja no paraba de hablar, se le caían demasiadas preguntas e insistía en leernos la mano por muy poca plata. "No, gracias", dijimos, pero siguió repitiendo el repertorio y de pronto me sentí invadida, amenazada. Le tiré dos pesos para ver si se iba, pero que ingenua, si eran gitanas. La escena se transformó en Mecha a un lado, con una de las jóvenes leyéndole la mano y yo inmersa en mi paranoia por lo que empecé a compactar las cosas, doblar la colcha, acomodar todo en el carro. La gitana mayor no dejaba de mirarme, me atosigaba con preguntas que yo piloteaba con escueta información, en general falsa. Como quien no quiere la cosa, nos fuimos marchando y finalmente nos dejaron ir. Las vimos subir a las tres en una camioneta 4x4 negra, con vidrios polarizados. El que manejaba era un hombre.
Ya estaba bajando el sol, por lo que emprendimos el retorno a la terminal, no dijimos mucho en el camino, pero creo que ambas experimentamos la sensación de ser sapo de otro pozo a partir de este hecho. Recordé el texto de Schutz, empezaba a sentirlo como propio. El autor habla de que los forasteros en el nuevo territorio desconocen las pautas culturales que rigen, se sienten desorientados, por lo que deben dejar a un lado las propias y disponerse a conocer las del lugar en el que se encuentran. De esta forma, lograrán adaptarse y serán vistos con ojos amigables. Todavía no sabíamos con qué reglas se jugaba en aquel lugar.
La terminal nos inspiraba más confianza, limpia, con gente de seguridad y después de varias horas ahí, ya era territorio conocido. Cuando se hizo la hora partimos, atravesamos muchos paisajes de Salta y Jujuy en el camino. Noté que habíamos perdido parte de la inocencia de exploradoras de nuevas tierras con la que emprendimos el viaje. Cruzarnos con las gitanas quizás fue un augurio para ponernos alerta, se reflejó en que ambas ahora llevábamos nuestras navajas en el bolsillo, por si a caso.
Llegamos a destino con horas de retraso debido a los cortes de ruta, eran algo así como las ocho de la noche. Ni bien bajamos nos avasallaron unos muchachos ofreciendo cargar nuestros bolsos. Enseguida les cortamos el mambo, diciendo que nos llevábamos las cosas solas y sacamos sus manos de nuestras mochilas. Inevitablemente cada vez desentonábamos más con el paisaje, cada vez nuestra piel era más blanca, nuestros ojos más claros y caíamos más en el rótulo de extranjeras, aún estando dentro de nuestro país. Tomamos un remis por tres pesos que nos cruzó hacia Yacuiba, el lado boliviano de la frontera. Pasamos por inmigración, los hombres que nos atendieron vestidos de milicos no fueron nada amables, dudo que fueran letrados, pero no me quedó duda de su personalidad, dejaban entrever firmeza y autoritarismo del más crudo. Y entonces fue que no hubo matiz que nos amparara. Llegando a esa tercera terminal, la noche nos había alcanzado, y sin embargo creo que fue un atenuante de la fachada general. Mucha gente, un lugar del todo feo, revendedores de pasajes por todos lados, gente del norte, más que nada bolivianos pero sin duda todos descendientes de indios. Y no lo recalco con desprecio, en la historia de nuestras tierras estaban los aborígenes, pero definitivamente no en nuestra genética y eso creaba una frontera cultural más grosa de la que ya veníamos respirando. Ahora no sólo éramos extranjeras, sino blancas, turistas. Y fue entonces que supimos con qué reglas nos tocaba jugar, al menos por el momento.
Conseguimos pasajes hacia Santa Cruz de la Sierra, después de haber avanzado algunos casilleros en cuanto al arte del regateo, no costó mucho. Ellos no lo sabían pero no veníamos de Europa, sino de Argentina, país en el que se nace con derecho a un par de clases en este arte. Tuvimos una hora para ir al baño, comer y llamar a casa para dar señal de vida. Cruzada la frontera ya los celulares eran sólo aparatitos para ver la hora, quizás por esa nostalgia de la comunicación con los nuestros es que cuando hablé con mamá y me preguntó que onda la situación, si estaba muy feo, me salieron sólo monosílabos que caían distantes en el esfuerzo por no desmoronarme en lágrimas y preocupar a la vieja. Todavía no sabía por qué me sentí vulnerable de repente, pero empezaba a intuirlo. Había unos quioscos de chapa donde uno se podía sentar a cenar, pedimos dos "lomitos" con huevo y un agua de litro. La verdad que el hambre nos partía así que lo comimos con gusto. Usualmente siempre que viajo, evito comer en el micro porque me descompongo así que cuando piso tierra soy voraz. Mecha por el contrario come en todo momento, a toda hora, sin excepción no se saltea una sola comida.
Los micros de Bolivia son de sólo un piso, al menos todos los que vimos, y el baño se encuentra al fondo. Algo que descubrimos más tarde en una desagradable experiencia. Suelo ser una persona desconfiada de todo, pero estos dos días me habían dado pie a que refuerce más esta característica. Así que a la hora de poner los bolsos en el maletero, dije que no y subí las dos tremendas mochilas con nosotras a los asientos. Obviamente no entraban en el guarda bultos y ocuparon la mitad del espacio reservado para nuestros cuerpos. Viajamos algo apretadas, diría del todo, pero me sentí mucho más segura. En aquel trayecto como fue todo nocturno, sólo dormí. No sabía de dónde, pero encontraba el sueño a pesar de estar durmiendo hace rato. Ya por los vidrios no se veía nada más que oscuridad, quizás camiones a la orilla, pero sólo eso. En una parada que hicimos Mecha bajó a fumar y a comprar algo de comer. Cuando subió la vi tranquila, como siempre, jamás se altera o le ves una expresión de miedo, pero tampoco ahorra palabras, aunque dice las justas. "Princesa, vos no sabes las caripelas que hay ahí abajo, esto sí que está complicado", agito la mano en un gesto de apuro y me regaló una sonrisa. Ante las palabras de Mecha, levanté la ceja, menee la cabeza, le mostré mis dientes y encontré sus ojos en los míos, con una mirada de "ya está, estamos en el baile". El micro paró, finalmente estábamos en Santa Cruz.
Eran como las seis de la mañana, había mucha gente en la terminal pero en las a fueras nadie. Preguntamos por acá, por allá y tomamos un colectivo que supuestamente iba a "La ciudad de la alegría" nuestro destino final. Antes de subir Mecha compró puchos en un quiosco, personajes medios raros los que atendían. Sólo tenían L&M, puteó, pero los compró igual. Yo mientras repetía el nombre de nuestro destino y cada vez me sonaba más irónico al mirar el panorama. Pero seguíamos enérgicas, estábamos muy muy cerca del paraíso prometido, e imaginábamos el lugar distinto a esto, una parte de Bolivia, una no muy agraciada.
Los colectivos bolivianos eran los primeros colectivos que se habían fabricado, unos Ford de líneas circulares en vez de rectas como los actuales, pequeños, muy rudimentarios, de pocos asientos debido al tamaño, incluido el del acompañante de conductor donde también iban pasajeros. Te cobraba el chofer, si querías pagabas con billete, eso me recordó a los de la costa. Nos alejamos de esa parte más céntrica y empezamos a avanzar sobre calles completamente desiertas, y a sus lados lo mismo, quizás algunas improvisaciones de casas. A mitad de camino de repente había bastante humanidad, alrededor de lo que parecía un mercado, sólo que de casillas de chapa azul. Había paisanas por doquier, varias subieron al colectivo con bolsas grandes de las compras. Huevos, carne, alimentos. Pasamos esa zona, para mi comparable con una villa y le dimos por un rato más en el colectivo, hasta que preguntamos nuevamente y una señora nos dijo que nos habíamos pasado por seis cuadras. Bajamos y empezamos a caminar, nosotras y nuestro espíritu al lado, algo desmoronado porque el paisaje seguía siendo muy triste. Había una chica en la parada de enfrente, así que nos cruzamos para ratificar la información, hace rato que preguntábamos dos o tres veces las cosas a distintas personas. Era una morocha medio gordita, se ve que se iba a trabajar. Cuando nos explicó cómo llegar, por primera vez, sentí una calidez ausente en todo el viaje, me transmitió paz, fue la única vez hasta el momento que no tuvimos que estar a la defensiva, ni especulando posibles movimientos de la muchacha. Dejamos de sentirnos por un momento forasteras. Aunque yo, recordando a mi profesor de teóricos, sabía que eso no podía ocurrir. Debíamos tener la actitud de un investigador social, eterno forastero. El profesor me había explicado que el investigador no debe abandonar esa posición, pues entonces, perdería la objetividad con que se deben mirar las cosas y podría ser sorprendido de una forma no grata por aquella cultura. Algo que nosotras, definitivamente no buscábamos. Le agradecimos de corazón a la dama y nos fuimos.
Vimos un cartel con el nombre de nuestro destino, otra vez resonaba en mi cerebro "Ciudad de la alegría", y una flecha que apuntaba unas calles hacia adentro. Caminamos unas cinco cuadras muy largas y empezamos a ver edificios de ladrillo y cemento, materiales nobles para la construcción que hasta entonces nuestros ojos no se habían topado. Pasando lo que llevaba el rótulo de "Escuela de teatro" y sí que lo parecía, moderna, imponente y familiar, vimos un cartel. Definitivamente puesto por esa raza de gente del arte con una flecha indicando "Convención de circo". Llegamos a un baldío con pasto cercado, entramos y vimos al fondo varias carpas. Estaban todos durmiendo, era muy temprano aún, sólo nos topamos con un chico que salió a nuestro encuentro, nos dio la bienvenida, nos preguntó que tal el viaje. A título informativo, supongo pudo ver algo en nuestros ojos, nos advirtió que todavía eran pocos, que hoy llegaban todos. Dijo que iba a hacer no sé qué, nos sacamos las mochilas, nos sentamos sobre unos cimientos del baldío. Las piernas abiertas, evitando cualquier postura de dama, los hombros caídos, las manos sobre las rodillas, nos miramos. Fueron miradas de incredibilidad, de cansancio, de decepción. Les siguieron risas de éstas mismas características en lugar del llanto. Porque siempre nos salía mejor reír en las situaciones difíciles, cuando estábamos desprotegidas, las lágrimas las guardábamos para el hogar. Donde realmente nos sentíamos contenidas como para dejarlas ver, al menos yo. Mecha pocas veces lloraba, muy pocas. Es entonces que empecé a comprender por qué, cuando uno no está seguro, cuando está en la lucha por sobrevivir no hay tiempo para llorar. No hay lugar para ser débil porque el mundo te pasa por encima, descubre que no sabes las reglas y te gana.
La miré a Mecha, a ella sí con una mirada sincera sin la guardia en alto, le apoyé mi mano derecha en su nuca, la mimé. Ella me devolvió la mirada también con ojos transparentes, agarró el encendedor. Me dijo: "Tomá, prendelo vos. Menos mal que trajimos uno." "¿Te parece ahora Mecha?, tenemos que decidir qué hacemos y movernos.""Ya lo sé, bajemos un cambio, es temprano. Descansemos un poco y después vemos."
Esa tarde llamé a mamá, me costó horrores comunicarme y varios bolivianos. Escuché su voz tan lejos, pero esa vez no me dolió como en la terminal en donde había dudado de nuestro devenir. Esa vez claramente le conté que estábamos bien, que habíamos llegado, que todo era una mierda, que todavía no habíamos decidido si nos quedábamos o emprendíamos la vuelta ese mismo día. Pero que no se preocupara, porque sea como fuera íbamos a volver, y nadie ni nada iba a obstruir que dejásemos de ser forasteras.