martes, 11 de noviembre de 2008

Condescendencia

Era tan tediosa como tratar de leer en el 65 cuando va por la Avenida de los Incas, pero como ya no importaba (o por lo menos no del mismo modo) la compañía no se hacía tan adoquinada.
Los tíos ya se habían separado hacía más de dos años y tuvieron sus razones, los Juarez siempre fueron una familia muy complicada, decía el tío, especialmente Estela, pero como habíamos quedado en buenos términos y nos seguíamos cruzando en el restorán, porque Estela y el tío seguían siendo socios, decidimos no ser más familia política, más que nada por los chicos. Y a veces nos arrepentimos de ese arreglo, es que la gente se aprovecha de la bondad de uno, pero no queda otra opción que seguir saludando con esa sonrisa a medio hacer, y los abrazos y los besos, y Estela ese colorado en el pelo te queda regio.
Y es esa simpatía inventada, fabricada como un payaso de juguete que sonríe, pero que no le gusta a nadie, lo que me hacía ir a buscarla todas las tardes de los martes a ese cuarto de mala muerte, y llevarla a alguna parte.
Como la cosa se les vino encima de improviso, la tenían en el garaje convertido precariamente en habitación, con una alfombra vieja de feria americana, que después de todo era lo único más o menos potable. Naturalmente, como era un garaje, casi no había ventanas, tenía un diminuto agujero rectangular que daba a la calle. Contra la pared había un sillón de mimbre con algunos almohadones que parecían sacados de la cucha del perro, a la derecha una mesita ratona repleta de revistas de la farándula (casi todas actuales) y alguna que otra revista italiana de cultura, como si alguna vez me hubiera tragado el verso de que alguien las leía.
Pero claro, enfrente al sillón, del lado de ella, estaba todo reluciente, hasta la pared estaba mejor pintada; colgaban prolijos cada uno de sus diplomas, tanto de la universidad, como de todos los congresos de los que participó. Y ella estaba ahí reluciente, brillante, casi de la realeza; qué pena.
Estela me pedía diversidad, y yo ya no sabía con qué cara mirarla del hartazgo y me preguntaba una y otra vez cómo era posible que supiera que la llevaba siempre al mismo lugar. Se la pasaba diciendo que ella percibía todo y que necesitaba principalmente di-ver-si-dad, y me separaba sílaba por sílaba, como si no la entendiera, y que la familia es la familia, y que el tío y entonces me caía como un péndulo esa especie de pacto familiar del que yo nunca formé parte y ahora no me quedaba otra opción que renovarme y buscar un lugar distinto para llevarla a pasear.
No tanto por Estela, sino por el tío que lo hacía, que sabía que para todos nosotros la situación se había convertido en una verdadera carga. Cada vez que lo saludábamos ya nos miraba con cara de mártir, y sólo quedaba devolverle la mirada como dándole el pésame, porque ya no había más remedio, porque de veras no lo había.
Si hubiera sido por mí la dejaba por ahí, alguien la iba a agarrar y ni se hubiera dado cuenta de qué se estaban llevando, pero el péndulo aparecía de nuevo con la imagen del tío, y hubiera tenido que dar tantas explicaciones y soy tan mala para mentir y Estela tan inquisidora…
Así que un día se me dio por llevarla por Belgrano R, la agarré bien fuerte y en la esquina de Maipú y Agustín Álvarez me tomé el 19. Era como violar mi intimidad llevarla ahí, porque realmente me gustaba esa zona y la sentía mía; tener que compartirlo, tanto el lugar como mi sentimiento, era faltar a mis propias leyes. Pero ya estaba cansada de llevarla a esa plaza venida a menos que a ella tanto le gustaba, así que cerré los ojos, la sujeté contra mí y presione el botón. Nos bajamos en Melián, que tanto me gusta esa calle ancha, llena de árboles, de verde y de flores en primavera, con esas casas preciosas, de rey, de embajador, o sencillamente de alguien con mucha plata y con muy buen gusto. Si yo tuviera plata me compraría una casa justo sobre esa calle, pero le cambiaría el nombre y le pondría Besares, pero después me doy cuenta de que ya sería demasiado, y que por eso yo nunca voy a tener ese gusto, porque quiero una casa como las de Melián, pero en Besares, y ahí está la diferencia.
Estela me pedía todo el tiempo que le hablara, que la mimara, que le dijera cosas lindas, que fuera como su novio por dos horas y cuando me decía eso las ganas de vomitar se me subían por la garganta como un volcán. ¡Novio por dos horas! Primero que yo no soy ninguna mujerzuela a domicilio, y menos de ella, y encima que hago esto como favor, el novio, lo único que faltaba. Pero yo a Estela le decía que iba a hacer lo posible por hacerla sentir cómoda y la miraba con cara de nada. Las dos sabíamos que yo me callaba, porque no me animaba a decirle todo lo que le tenía que decir.
Yo no quería creer en esas cosas, pero Estela era rara y de algún modo siempre se daba cuenta de todo, así que opté por quererla a medias, tampoco la iba a abrazar como un novio, pero cada tanto, siempre y cuando nadie nos mirara, le daba una caricia fraternal y un poco recia, como de hermano varón.
Nos sentamos en la esquina de Melián y Echeverría a ver pasar los autos, los colectivos. Había mucha gente trabajando para esas casas tan lindas; chicas jóvenes y algunas no tanto, con uniforme, regando las plantas, barriendo la vereda, limpiando baldosa por baldosa, y me daban unas ganas terribles de verla a Estela así vestida y gritarle desde adentro que se me antojaba un té de hierbas y que me lustrara ya el jarrón chino que se encontraba en la sala. Pero los pensamientos pasaban tan rápido, qué cosa, Estela se iba a dar cuenta.
No sé porqué me agarró un aire de compasión y la abracé tan fuerte y la sentí más fría que nunca. Una mujer mayor pasó frente a nosotras, se detuvo un instante, me miró torciendo la cabeza con aires de ternura, apretó los labios, cerró los ojos, asintió y luego siguió su camino. Yo me quedé estupefacta. ¿Se habría dado cuenta esta mujer de lo que llevaba conmigo? ¿Habría más Estelas desparramadas por todo Buenos Aires? Se me puso la piel de gallina, y una sensación desagradable no se me iba del cuerpo, como cuando se está seguro de que entre nuestras ropas hay algún bicho que no encontramos. Me tuve que ir, y quise dejarla en alguna de esas casas tan fabulosas, pero no podía, no podía dejarla sola, Estela y ella se necesitaban mutuamente, y ellas me necesitaban a mí y a toda mi familia, para ocuparse de lo suyo, pero qué se la va a hacer, estaba el tío.
La tomé con cuidado, después de todo ella no tenía la culpa, pobre. Nos tomamos de nuevo el 19 en Sucre y Superí. El colectivo no venía lleno, pero ya no quedaban más asientos disponibles. Me quisieron dejar el asiento, pero dije que no, que muchas gracias, que estaba bien, no sé porqué, porque en realidad estaba agotada y me temblaban las piernas. No podía sacarme el gesto de aquella mujer de la cabeza. La cuidé como nunca esta vez, y sería la última.
Cuando llegué a lo de Estela se la dí con toda la furia, no se porqué estaba tan enojada, y tampoco sé de donde saqué el valor para escupirle todo el enojo acumulado a través de esa entrega. Nunca más la tuve que llevar a pasear, los martes volvieron a ser sólo míos y cada vez que nos saludábamos con Estela nos abrazábamos, nos besábamos y nos piropeábamos el color de pelo. Yo ya había entendido su juego o Estela el mío, no lo sé. Lo cierto es que ahora ambas callábamos, y yo ya no era la única que no se animaba a decirle todo lo que le tenía que decir.
Ahora mis paseos por Melián estaban empapados con su ausencia que se hacía tan presente, quizás fuera hora de dejar esa calle por un rato, dejarla ir a ella también y darle otra oportunidad a la Avenida de los Incas en el 65.